lunes, 15 de mayo de 2006

Las magnitudes de un problema

(Sobre el Diccionario de pesas y medidas mexicanas antiguas y modernas, y de su conversión para uso de los comerciantes y de las familias, del Lic. Cecilio A. Robelo. Cuernavaca, 1908; Imprenta Cuauhnahuac)

Datos aislados son los que se tienen de la vida del Lic. Robelo, autor de este curioso folleto. Teresa Rojas Rabiela, responsable de presentar una edición facsimilar en 1995, confiesa desconocer el lugar de su nacimiento, aunque acota su vida entre 1839 y 1916 y le apunta un paso por el Real y Pontificio Seminario de la Ciudad de México, en donde se graduó como abogado. Se sabe que tomó las armas en el levantamiento de Francisco Leyva y que fue diputado en Morelos, para después ser juez y magistrado del Tribunal Superior de Justicia. Dominó la lengua náhuatl, dirigió un museo y fundó imprentas; es decir, cumplió con todos los requisitos para ser un olvidado escritor latinoamericano.

El Lic. Robelo se preocupó por la mitología mexicana, por la toponimia de etimología aborigen y por reunir un vocabulario azteca y otro de “seudoaztequismos”; escribió un libro para niños, dos compendios de ortografía y cuatro obras teatrales; publicó una Vida de Cristóbal Colón y una descripción del monumento de Xochicalco; y entre sus repartidas inquietudes (la mayoría, en forma de opúsculos editados en sus propios talleres), estuvo la de establecer un par de manuales que sirvieran para el mejor manejo de las unidades de medición. Uno de ellos es este Diccionario de pesas y medidas.

La exposición (cuya apariencia es insoportable) provoca una estupefacción inmediata. Ocurre que, con sus múltiplos y submúltiplos, las unidades eran complicadas aún dentro de los cánones de la época. Por ejemplo: el agua repartida en las mercedes se medía en pajas, cuando una paja equivalía a 0,20736 de buey, o sea 0,432 de surco, o sea 0,14 de naranja, o sea 0,18 de real. Conociéndose que un real era 0,000610 metros cuadrados, se obtenía que una paja era igual, entonces, a 33 centímetros cuadrados (con otro engorro adicional: el traslado a centímetros cuadrados y no a centímetros cúbicos, mucho más prácticos para medir volúmenes).

Debe tenerse en cuenta que estas magnitudes solían variar de país en país. Una legua era una distancia de 5.000 varas en México, donde la vara medía 0,838 metros; pero en Buenos Aires una legua era de 6.000 varas y cada vara medía 0,866. Con lo que entre una y otra legua había 1.006 metros de diferencia.

Más todavía: dentro de un mismo país, las unidades podían diferir entre una región y otra. Una arroba en Aragón no pesaba lo mismo que una arroba en Castilla, por lo que una remesa de cierto producto despachada en arrobas pesaba menos o más al llegar a destino, sin haberse perdido o adicionado absolutamente nada durante el transporte.

Las definiciones carecían de precisión o —peor todavía— se daban por comparación con otros parámetros igualmente viciados. En la obra del Lic. Robelo se lee que “...el decímetro es casi igual á la anchura de la mano del hombre ó de cinco dedos [...] luego el metro se compondrá de diez veces la anchura de la mano”. El autor escribe en 1908, pero ignora que ya en 1889 el metro patrón universal había sido normalizado entre dos trazos marcados sobre una barra de platino iridiado, depositada en una oficina de París.

Puestas así las cosas, era de esperar que surgieran inconvenientes derivados de la mala interpretación, del desconocimiento o del erróneo paso de una unidad a otra. Dos lecturas hechas con el mismo instrumento ofrecían, claro está, idéntico resultado; pero si se habían tomado antes y después de cruzar una frontera, ambas mediciones eran perfectamente inútiles, ya que no significaban lo mismo. Aquel que sabía aprovechar esta disparidad de criterios, bien podía vivir timando sin salirse jamás de la ley.

Pero a fuerza de uso cualquier unidad terminaba entendiéndose y aplicándose con regularidad. Solían distinguirse entre cuartillos para áridos y cuartillos para líquidos, dejando un lugar para los cuartillos exclusivamente de aceite; y estas discrepancias se daban incluso en el sistema métrico decimal, donde había litros para semillas y litros para agua.

La imposición del nuevo sistema aclaró un poco esta situación, aunque hasta bien entrado el siglo XX todavía circulaban manuales de conversión, tablas de equivalencias y prontuarios de pesas y medidas, en donde cualquiera podía enterarse que un tomín era la octava parte de un castellano y la tercera parte de un adarme, siempre que el adarme fuera de plata y no de oro, y siempre que no se estuviera en Perú, donde tomín quería decir otra cosa.

Hacia el final del folleto, el autor anuncia la sustitución de las viejas unidades por las del sistema decimal; explica una conversión de precios del sistema antiguo al moderno y, con afán didáctico, propone y resuelve problemas. Uno de ellos tiene una pregunta desconcertante: “Un regatón de semillas ha estado vendiendo el cuartillo de frijol á 15 centavos, ¿á cómo dará el litro desde el 16 de Septiembre?”.

El Lic. Robelo murió cuarenta años antes de la nueva definición para el metro, que en cualquier enciclopedia ocupa mucho más espacio que su biografía. Hasta 1983 un metro fue igual a 1.650.763,73 veces la longitud de onda en el vacío de la radiación anaranjada del átomo de criptón de masa atómica 86, obtenida en el salto del nivel energético 2 P 10 al 5 D 5, excitada a la temperatura del punto triple del nitrógeno. Hoy es el trayecto que recorre la luz en el vacío durante 1/299.792.458 segundos. Ambas explicaciones son tan seguras como indescifrables.

Atrás quedaron las dos marquitas sobre un lingote francés, y más atrás aún aquellas “diez veces la anchura de la mano” que pretendía el diputado de Morelos.

© 2006, Héctor Ángel Benedetti

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