viernes, 24 de septiembre de 2010

Las Huellas del Diablo

El miércoles 4 de febrero de 1998, estando en Loncopué (provincia del Neuquén), en las primeras horas de la mañana me fue dado observar un fenómeno ciertamente misterioso, al que no pude encontrarle explicación ni analogía, a no ser con otra situación ocurrida hacía más de un siglo en otras latitudes.

La noche anterior habíamos escuchado desde la casa de la Estancia El Nido un revuelo inusual de loros barranqueros; y si bien era este un sonido más o menos común, la gritería de la bandada había alcanzado un nivel extraordinario. El perro, célebre por su cobardía, no dejó de ladrar. Temimos intrusos, pero nadie merodeaba la casa y terminamos atribuyendo la inquietud del animal a lo inoportuno de algún borracho que deambulaba por la calle Pedro Nazarre.

Amaneció y yo era el único despierto en toda la casa. Decidí ocuparme aquel día de las compras, por lo que sin esperar a que los demás se levantaran me vestí y salí. Fue entonces cuando vi aquello, en la calle, a pocos metros de la puerta de entrada. Sobre la tierra estaban marcadas las huellas de un animal que no podría ser imaginado. Consistían en una serie de “C” distanciadas a intervalos cortos perfectamente regulares; marcas muy similares a las huellas que dejan las herraduras de los caballos, pero más pequeñas y, cosa inexplicable, en una sola línea. Ya a partir de esto es imposible hacerse la idea de un animal común, y comprendí la histeria del perro. Un caballo, independientemente de su tamaño, hubiera dejado cuatro herraduras marcadas en dos hileras. Un bípedo también dejaría dos líneas; ningún ser caminaría poniendo un pie delante de otro (como por la cuerda de un equilibrista) y con pasos tan exactos, tan regulares. Cada huella distaba de otra veinticinco centímetros, invariablemente, dejando una impresión así en la calle:


C C C C C


No era lo más raro de aquella mañana. Las huellas parecían ir en dirección SW-NE, pero apenas pasados dos o tres metros frente al portón de entrada, el rastro doblaba bruscamente hacia el NO y se dirigía a la estancia. Un canal separaba la calle de la vereda: las huellas lo cruzaban y seguían del otro lado, en línea recta y siempre con esa regularidad inalterable, como si el canal no existiera. Animales y humanos varían la marcha de acuerdo a las circunstancias, como saltar un canal (que, dicho sea de paso, podía cruzarse cómodamente a unos pasos de allí gracias a una planchada). Luego estaba un cerco: la huella seguía tras él como si hubiera podido atravesarlo. Unos metros más, y la huella ya desaparecía o se desdibujaba entre el césped.

¿Un ave? Ningún pájaro deja rastros como herraduras, ni —que bien se entienda— en una sola línea.

Alguna bibliografía consultada me reportó que en Devonshire, al sur de Inglaterra, se vieron en el invierno de 1855 unas huellas similares sobre la nieve, provocando el pánico colectivo en esa localidad rural tan conservadora.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 17 de septiembre de 2010

Los vaticinios infames

Unas líneas de Suetonio (De vita Cæsarum, I, 32) refieren cómo las cohortes dirigidas por Julio César decidieron cruzar el Rubicón tras una visión espectral. Aún sabiéndose temible, la legión no podía sortear un simple río de provincia: el recelo por la venganza política más que por la violación de las tradiciones dominaba sobre sus lanzas y sus escudos.

Un flautista venido de ninguna parte sedujo por su notoriedad a los soldados, quienes conmovidos ante la melodía se dejaron arrebatar una trompeta (de las mismas que doblegaron al mundo). La fantasmal aparición, al son del instrumento robado, vadeó la corriente con aire triunfal. El presagio no verificó desconfianza. Lo juzgaron propicio, cambiaron de margen y se condenaron a la lucha. Y ganaron.

Pasaron, inexorables, los años; se sucedieron las arengas, las batallas y los lauros. César anheló ser rey, pues en los libros sibilinos estaba que Roma solo con un rey sería vencedora de los partos. Y poco faltaba para los idus de marzo cuando llegó la noticia de que los caballos consagrados al río lloraban y se negaban a comer, pero esta vez el presagio no fue considerado.

Al pie de la mordaz estatua del vencido en Farsalia, veintitrés puñaladas recordaron a César que los augurios eran esta vez adversos y que su toga no pretendía ser la menos vulnerable.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 10 de septiembre de 2010

Enrique Saborido

El 2 de enero de 1935 el periodista Héctor Bates hizo un reportaje a Saborido en L3 Radio Belgrano. Treinta y un años habían transcurrido desde el estreno de La Morocha; ni esta obra ni su autor habían sido olvidados, pero lo cierto es que reposaban en un nostálgico segundo plano como representantes de otro tiempo, como ejemplos venerables de una antigua expresión que ya había cambiado. Una fotografía, publicada luego por la revista Antena, acompañó la crónica: nada en ella hubiera delatado que Saborido era un patriarca. Aquel hombre retratado con sencillez, pasándole un paño a sus anteojos y mirando circunspecto la partitura de otra creación suya (el tango Queja gaucha), hubiera pasado desapercibido dentro del siglo caracterizado por el tráfago de sus novedades; sin duda esta tardía entrevista oficiaba de rescate para una persona humilde y a la vez responsable de una obra inmortal. Saborido probó en el piano sus melodías viejas, construidas sobre un ritmo que muchos recordaban, algunos tocaban y nadie bailaba; y concluyó con una evocación de su época. “Cuando vivía…”, añadió.

Enrique Saborido nació, según algunos de sus biógrafos, en 1877 en Montevideo. Con idéntica autoridad (es decir, ninguna) otros propusieron 1878. Sus padres, Estanislao Saborido y Rosario Morcillo, se instalaron en Buenos Aires dos años después; el pequeño creció en una ciudad recién amojonada como capital de la República, vibrante por los conflictos con Tejedor, marcada por la presidencia de Roca, por la euforia económica, por la expansión de los ferrocarriles, por la torpeza política de Juárez Celman, por los actos de la Unión Cívica, por la Revolución del Parque. Entre los diez y los quince años estudió violín, para optar luego por el piano. Pocas noticias se tienen de su formación; los nombres de sus maestros fueron borrosos o se olvidaron (se dijo que fue alumno de un tal Juan Gutiérrez, arduamente identificado con un profesor de la época), y la primera parte de su historia hoy se limita a datos que nada tienen que ver con lo musical: que cursó hasta primer año de un bachillerato, que fue dependiente de una librería hasta 1892, que luego ingresó a la secretaría del Teatro San Martín y que se mantuvo con este empleo durante quince años. Hay noticia de un hermano suyo, llamado Guillermo, guitarrista y bandoneonista, alumno del “Pardo” Sebastián; el rastro se le pierde hacia mediados de la década del veinte.

Hacia 1895, tras haber tocado durante varios meses en casas de familia, podía hallarse a Saborido amenizando desde el piano los bailes de La Vieja Eustaquia, lugar ubicado en San Luis entre Ecuador y Nueva Granada (hoy Boulogne-Sur-Mer), cercano al Mercado de Abasto. Tres años después ya estaba dirigiendo su orquesta propia, integrada entre otros por su hermano Guillermo y Emilio Fernández en guitarras, Miguel Pécora en arpa, Genaro Vázquez en violín, y el “Tano” Vicente Pecce y Benito Masset en flautas. Completaban la formación otros músicos como Adolfo Inés, Verti o Dufour. Como puede advertirse, la instrumentación se correspondía a la de aquel período inicial del tango en que el bandoneón estaba aún lejano, siendo más presentes un mandolín o una armónica. Persiste cierta confusión cronológica: Saborido aseguró haber debutado al frente de este conjunto en 1898, en un casamiento celebrado en la calle Chacabuco entre Moreno y Belgrano; pero algunos de sus biógrafos posteriores afirmaron que aquellos bailongos de La Vieja Eustaquia vinieron después.

Para 1902 la orquesta se había reducido a un trío, en el que continuaban Vázquez y Masset. El sitio de actuación era el célebre Restaurante del Parque Tres de Febrero, mejor conocido como “Lo de Hansen”. Este local fue el más reputado de su época; Saborido trabajó en él justo antes de que se convirtiera en el café de Anselmo Tarana, al tomar este empresario la concesión en 1903. Enseguida el músico da un importante salto social: sus solos de piano se escuchan en el balneario La Perla, de Mar del Plata, que por entonces solo convocaba a lo más aristocrático de la sociedad. Pero en 1904 vuelve al primer público, y se lo detecta en el porteño bar Reconquista, en la esquina de esta y Lavalle, mencionado por todos como “Lo de Ronchetti” por el apellido de su propietario.

En este bar, inaugurado el 24 de agosto de 1900, nació La Morocha cinco años después. La música quizá haya sido anterior, como señalaron José Gobello y otros historiadores; se ha sugerido que ya circulaba como Metéle fierro hasta el fondo, pero más allá de esta suspicacia está la fecha precisa (25 de diciembre de 1905) aportada por el propio Saborido en varias ocasiones, y es incuestionable que quedó conformado como un tango con letra en aquella Navidad, gracias a la diligente musa de Ángel Gregorio Villoldo. La aceptación fue inmediata y lo que siguió es una historia bien conocida; al dato de los mil ejemplares de la partitura impresos por la casa Rivarola que diseminó por el mundo la fragata Sarmiento, puede agregarse la anécdota de cierto oportunista que se presentara en la discográfica Odeon jurando que Saborido había fallecido y que él era su sucesor, reclamando para sí el porcentaje sobre la venta de los discos.

Poco después, mientras La Morocha iba instalándose como el primer tango antonomástico y Saborido seguía desmintiendo su muerte, apareció Felicia. La opinión personal del autor es que era la mejor de sus obras; musicalmente es, por lo pronto, la más elaborada. Esgrimiendo una complejidad mayor que La Morocha, pudo Felicia atravesar las décadas como un tango siempre vigente, pues su carácter más moderno y dúctil le permitió adaptarse a cualquier época. Sin embargo, la génesis fue casi la misma: unas notas irresponsables, emitidas casi con desgano, pero que una mujer escucha y agradece, y a partir de allí la ofrenda. En este caso la destinataria fue Felicia Ilarregui; su esposo, el autor teatral Carlos Mauricio Pacheco, fue el primero en ponerle versos. Esto ocurrió en 1908, y no en 1910 como otros han redondeado.

Para entonces contaba con una respetable obra como autor. Puesta en títulos, y expandiendo el listado para incluir su producción posterior, se trata de tangos como Al otro lado del arroyo, Angustia, Baquiano pa’ elegir, Boteshare, Cada quemada, Caras y Caretas (El canillita), Coraceros del 9º, Don Paco, El cantor del callejón, El Pochocho, El señor Leiva, Fierro viejo, Ingratitud, La berlina de novios, La hija de la Morocha (olvidada segunda parte de su gran clásico), Mosca brava, Náufragos, Hortensia, Papas fritas a ¡Federación!, Pegué la vuelta, Prendé la vela Martín, Q’acés de noche, Queja gaucha, Que seas feliz, Reclutamiento, Rezongos postreros, Rosario (su última obra, dedicada a su hija). También hizo los valses Caridad (Bebita), Dora, Reliquia Santa; la polka Metele Catriel que es polka; y la zamba El soberano.

Desde el estreno de Felicia, Saborido hizo a un lado su labor como director de orquesta para dedicarse a otro rubro: fue profesor de baile, con academia propia en Cerrito 1070. En 1912, tras una apoteósica actuación en el Palais de Glace, cerró su local para viajar a Francia e Inglaterra, haciendo demostraciones con el acompañamiento del pianista Carlos Vicente Geroni Flores. Deslumbró con sus espectáculos en el Royal Theatre de París y en el Savoy Hotel de Londres, y la prensa argentina recogió entusiasmada aquellos triunfos. Dijo un contemporáneo: “Sería una injusticia negar que el tango, el gran delirio actual de toda Europa, tiene una marcada influencia educadora; en los último seis meses, la gran masa de público se ha familiarizado con el nombre y la posición geográfica de la República Argentina…”

La inminencia de la Gran Guerra lo empujó de nuevo a Buenos Aires; de vuelta a lo básico, en otra de sus idas y venidas por estratos culturales (cambios que a esta altura ya le resultaban familiares), sobrevivió un tiempo como pianista en salas cinematográficas, poniendo marco musical a las proyecciones mudas. Luego decidió retirarse.

Trabajó como maquinista en el teatro Argentino, y más tarde se empleó en la intendencia del Ministerio de Guerra, cargo que mantendría hasta su deceso. Sobrevinieron largos años de silencio. Pasó 1920. Pasó 1930. Inútil describir las tremendas transformaciones que fue teniendo el tango; Saborido fue un callado y melancólico testigo. Es cierto que de tanto en tanto le pedían algún recuerdo sobre La Morocha, pero era discreto a la hora de evaluar lo que estaba ocurriendo con la música de la que él mismo había sido un artífice fundamental.

Cuando pocos lo esperaban, reapareció en 1932 como pianista de un conjunto evocativo: la Orquesta de la Guardia Vieja Ponzio-Bazán. ¿Comenzaba a redescubrirse el tango primigenio? Esta y otras agrupaciones alla usanza antica, y quizá el mismo reportaje de Bates mencionado al principio, le renovaron las energías. En 1935 volvió a formar una orquesta propia para ejecutar tangos como en el Centenario; difícil imaginarla en una década cuya sonoridad estaba prefigurando la de los años cuarenta, pero lo concreto es que a la par de la modernidad estaban surgiendo algunas formaciones como la suya, destinadas a un público que escuchaba con simpatía la marcación en dos por cuatro de los viejos maestros. El quinteto que presentaba ahora Saborido estaba integrado por él en piano, el “Alemán” Arturo Bernstein en bandoneón, Vicente Pepe en violín, Maximiliano Moresio en guitarra, y aquel “Tano” Vicente Pecce que fuera su flautista en 1898. Bernstein murió en aquel mismo 1935, pero Saborido siguió adelante y volvió a tener cierta repercusión durante un lustro, sobre todo por radiofonía.

En la mañana del 19 de septiembre de 1941, a los sesenta y cuatro años, víctima de un síncope cardíaco, Saborido falleció en su despacho del Ministerio. Tuvo el doble y extraño privilegio de haber sido uno de los creadores del tango y de haber contribuido, mucho después, a una vuelta a las fuentes.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 3 de septiembre de 2010

Breve historia de la Cruz del Sur


Tuvieron los griegos de la Antigüedad alguna preocupación por las constelaciones, pero no llegaron a ver entera a la Cruz del Sur. Conocieron, sí, a su vecino Centauro; aunque solo en parte: la precesión de los equinoccios ya había arrastrado por debajo de su horizonte a las estrellas más australes, y en todo caso una cruz no tenía para ellos la riqueza simbólica que gozaba en otras culturas. Eratóstenes de Cirene describió un “Animalillo”, sin mayores datos, a quien Quirón (el Centauro) sostenía en actitud de ofrendarlo a un altar (Cataterismoi, 40). Ni el animalillo ni el altar eran la Cruz. Ptolomeo, en el siglo II, conoció el grupo y lo puso en su Almagesto; pero continuó sin enterarse de su forma de cruz.

La Edad Media no era una buena época para hallar cruces en el Cielo —bastantes había ya en la Tierra— aunque es curiosa cierta memoria imprecisa que se guardaba sobre nuestra constelación, quizá por transmisión de los árabes o por el relato de algún intrépido que había conseguido volver del sur. Creyó verse la Cruz en un pasaje del Dante, a comienzos del Purgatorio: I’ mi volsi a man destra, e posi mente / all´altro polo, e vidi quattro stelle / non viste mai fuorchè alla prima gente. / Goder pareva il ciel di lor fiammelle / Oh! settentrional vedovo sito, / poichè privato sei di mirar puelle! (Commedia, Porgatorio, I, 22-27). Dante, que no era hereje pero le agradaban los símbolos, bien podía estar haciendo una alegoría (¿de cuatro virtudes?); sin embargo, es sobresaliente que las estrellas sean cuatro, que estén ubicadas en el otro polo, que solo hayan sido vistas por “la primitiva gente”, y que el Septentrión ya no pudiera gozarlas.

Pudo haberla visto Marco Polo según se deduce de una confusa descripción de Pietro de Albano; pero para mayores precisiones habría que esperar hasta el descubrimiento de América y los viajeros que, como Vespucci y Magallanes, se aventuraron más al sur. Vespucci se ensoberbeció de hallarla en su viaje de 1501 y la reportó en un mensaje a Lorenzo de Pier Francesco de Médicis. Pigafetta, cronista del viaje de Magallanes, habló de ella veinte años después: Estando en alta mar descubrimos al Oeste cinco estrellas muy brillantes, colocadas exactamente en forma de cruz. Así lo anotó en enero de 1521. Pigafetta la describe a la salida del cabo de las Once Mil Vírgenes (lat. 52º); pero, teniendo en cuenta el derrotero de Magallanes, en realidad tuvo que haberla visto mucho antes. Y con respecto a la quinta estrella que menciona, ¿a cuál se refiere? Las de mayor intesidad son, fuera de toda perplejidad, cuatro. Al decir cinco, o bien incluyó a otra que forma parte de la constelación (pero no entra en la forma de cruz), o bien a una del Centauro que “prolonga” su eje mayor.

La ubicación de la Cruz en el firmamento austral fascinaba a los marinos y les era de providencial ayuda: nuestro hemisferio sur carecía de una estrella polar, y la Cruz les marcaba cómodamente el rumbo. La llamaron “del Sur” en parte por su representación obvia y en parte por buscar un reflejo con la Cruz del Norte, que es el otro nombre que recibe la constelación del Cisne. El florentino Andrea Corsali la había mencionado en 1515 llamándola “Cruz Maravillosa”.

Para los navegantes españoles y portugueses simbolizaba la conversión al Cristianismo de los indígenas.

Pero los mapas, ricamente dibujados, seguían sin notarla. En el de Petrus Apianus (1540) no figura; tampoco en el globo de Jacob y Arnold van Langren (1589) ni en el planisferio de Thomas Hood (1590). Emerie de Mollineaux la incluyó (¡por fin!) en una esfera de 1592, y ya a comienzos del siglo XVII aparecía en todas las cartografías, con distintas denominaciones: Crosiers, Crux, Crucero, Cruzero...

El astrónomo alemán Jakob Bartsch la separó definitivamente del Centauro en 1624. Algo más tarde, cuando fue necesario parcelar la bóveda para estudiarla con mayor comodidad, la Cruz del Sur tuvo el extraño privilegio de ocupar la porción más pequeña de todo el espacio celeste.

Mientras tanto, América aún estaba libre de verla como una cruz. Por ejemplo, los mocovíes del Gran Chaco se figuraban una escena de caza, con unos “perros” (ipiogo, en su lengua) persiguiendo a un “avestruz” (amnic). Los perros serían ciertas estrellas del Centauro, y el avestruz la Cruz del Sur (Robert Lehmann-Nitsche, Mitología sudamericana, VII: La astronomía de los mocoví, en Revista del Museo de La Plata, XXVIII, 1924). Los chiriguanos de Bolivia, por su parte, también percibían un avestruz (al que llamaban yandu), pero de manera más amplia: las cuatro estrellas características de la Cruz serían sólo la cabeza, y algunas del Centauro harían de cuello (Lehmann-Nitsche, Mitología sudamericana, VIII: La astronomía de los chiriguanos, íd.). Los warao del Brasil veían un pavo tutor de los niños recién nacidos, hostigado por dos cazadores (Alfa Centauri y Beta Centauri). La creencia en el pavo como la más prolífica de las aves es común a varios pueblos americanos. Mucho al sur encontramos a los mapuche, pero no es sabido a ciencia cierta cómo la interpretaban. Ni siquiera su nombre se ha fijado con confianza. Hueluhuichrau, Melirito y Melipal pasan por sinónimos, pero no lo son. Personalmente confío más en los dos últimos, ya que Melirito es “cuatro enfrente” (“enfrente”= el cielo) y Melipal es “cuatro estrellas” (Esteban Erize, Mapuche, III, 1987). Algunos imaginaban la huella de un ñandú. Este se encontraba a punto de ser alcanzado por unas boleadoras, a las que veían tendidas en tres estrellas del Centauro.

La fotografía de abajo a la izquierda fue realizada por el Prof. Jorge Coghlan, del observatorio CODE de Santa Fe. https://sites.google.com/site/astrofotografiacode (¡muchas gracias...!)

© 2010, Héctor Ángel Benedetti