viernes, 17 de septiembre de 2010

Los vaticinios infames

Unas líneas de Suetonio (De vita Cæsarum, I, 32) refieren cómo las cohortes dirigidas por Julio César decidieron cruzar el Rubicón tras una visión espectral. Aún sabiéndose temible, la legión no podía sortear un simple río de provincia: el recelo por la venganza política más que por la violación de las tradiciones dominaba sobre sus lanzas y sus escudos.

Un flautista venido de ninguna parte sedujo por su notoriedad a los soldados, quienes conmovidos ante la melodía se dejaron arrebatar una trompeta (de las mismas que doblegaron al mundo). La fantasmal aparición, al son del instrumento robado, vadeó la corriente con aire triunfal. El presagio no verificó desconfianza. Lo juzgaron propicio, cambiaron de margen y se condenaron a la lucha. Y ganaron.

Pasaron, inexorables, los años; se sucedieron las arengas, las batallas y los lauros. César anheló ser rey, pues en los libros sibilinos estaba que Roma solo con un rey sería vencedora de los partos. Y poco faltaba para los idus de marzo cuando llegó la noticia de que los caballos consagrados al río lloraban y se negaban a comer, pero esta vez el presagio no fue considerado.

Al pie de la mordaz estatua del vencido en Farsalia, veintitrés puñaladas recordaron a César que los augurios eran esta vez adversos y que su toga no pretendía ser la menos vulnerable.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

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