sábado, 31 de marzo de 2012

Selección de “Medicamina Faciei Femineae”, de Ovidio (siglo I a. C.)

* Vuestras madres han traído al mundo hijas delicadas.

* Un rostro resulta atractivo si va acompañado de inteligencia.

* Preocupaos por gustar, ya que vivís en una época en que también los hombres se adornan: vuestros maridos se engalanan siguiendo la norma de las mujeres.

* El gustarse a sí mismas constituye un inmenso placer: a las doncellas, su propia hermosura les produce una íntima complacencia. El ave de Juno [ = el pavo real ], cuando alguien alaba su plumaje, lo abre en abanico.

* El amor os apremiará más intensamente si usáis las hierbas poderosas cortadas según ritual terrorífico por manos de hechicera.

* La corriente de un río no vuelve hacia arriba en busca de sus fuentes. Nunca la Luna caerá derribada de sus caballos.

* Los productos medicinales de un nido quejumbroso de aves, si se aplican al rostro, hacen desaparecer sus manchas.

* Aunque el incienso gusta a los dioses y a su airada divinidad, no todo debes dedicarlo a que se queme en los altares.

* Tiempo vendrá en que al miraos al espejo sentiréis pesar, y la misma pesadumbre será otra causa más de arrugas.



© 2012, Héctor Ángel Benedetti

sábado, 17 de marzo de 2012

La Cancha de Rosendo

Uno de los principales mitos ciudadanos cuenta que la alta sociedad porteña desdeñó el tango hasta bien entrado el siglo XX. Hoy puede dudarse y hasta desmentirse que esto haya sido efectivamente así: numerosos testimonios de época autorizan a creer que tanto la aristocracia como el vulgo compartían su gusto por esta música y su baile. Pero había ciertos reductos a donde damas y caballeros de abolengo no se animaban a entrar. Ni siquiera se acercaban: allí, la sola presencia de un “niño bien” de cuello duro y zapatos con polainas era una provocación.

A un paso del viejo hipódromo de Belgrano ofrecían su diversión varios de estos bailongos donde el derecho de admisión lo detentaban únicamente los sujetos más bravos y cerrados del Buenos Aires de ayer.

Aquel hipódromo, llamado Nacional, estaba desde 1887 entre las estaciones Belgrano y Núñez del Ferrocarril del Norte, del lado del río, donde se cruzaban dos calles que entonces eran Saavedra y “Tercera” y que hoy son Monroe y avenida del Libertador. La entrada principal daba a la actual avenida Congreso.

Sus alrededores han sido idealizados por los poetas del tango. Forzaron lo romántico con tal de omitir las calles minadas por charcos pútridos y generaciones de bosta, los studs de hedor infeccioso con su buena dotación de mugre y moscas gordas, los cafés tenebrosos de pisos salivados, la invasora y malsana neblina del Plata cuya orilla aún no tenía ni un metro ganado por el urbanismo, los hombres y las mujeres de códigos caprichosos y embrutecidos.

Los lugares de baile de esta zona tenían nombres pintorescos. Uno se llamaba La Pajarera; en correcto lunfardo “pajarera” significa cabeza, pero su sentido aquí pareciera ser otro y con el tiempo se lo ha olvidado. También estaba La Fazenda, palabra importada del Brasil para designar un establecimiento agrícola de cierta magnitud, de los que ya no quedaba ninguno en ese Belgrano loteado y barroso. Cerca de ellos metía bulla la Milonga de Pantalión, donde el clarinetista Juan Carlos Bazán recibió un disparo que lo dejó rengo: anécdota más que suficiente para imaginar cómo era aquel antro.

El más frecuentado era la Cancha de Rosendo, catalogado como “recreo” para remontar un poco su bajo prestigio. Tenía una interesante reputación entre la gente del turf; sobre todo peones y vareadores, que acudían para escuchar y bailar los tangos que tocaban Ernesto Ponzio, Genaro Vázquez, Eusebio Aspiazú, Vicente Pecci y el mencionado Bazán, entre otros músicos que evidentemente no estaban en condiciones de rechazar trabajos. Pero conocían el ambiente y sabían cómo sobrevivir en él.

Estas milongas se extinguieron en torno al 1900. El Hipódromo Nacional fue desmantelado en 1911 y los studs quedaron por un tiempo más, hasta que todo eso terminó sepultado por lo que hoy se conoce popularmente como “Barrio River”.

© 2012, Héctor Ángel Benedetti

sábado, 3 de marzo de 2012

Sarrasani, Sarrasine; o el camino de Buenos Aires

I.- P. T. Barnum, fabricante de circos. Además de las décadas de diversión que aportó, del impacto que tuvo su obra en la idiosincrasia del pueblo norteamericano, y además aún de su propia figura, entre el legado de Phineas Taylor Barnum se atribuyen por lo menos tres frases célebres. La primera, “Cada minuto nace un candidato”, pasa por apócrifa; quizá porque candidato (que en su equivalente del slang designa a quien se deja engañar con facilidad) comenzó a usarse cuando Barnum hacía ya un lustro que descansaba en paz. La segunda frase, “A los americanos les gusta ser engañados”, en cierto modo revela su secreto profesional, su enorme éxito, perpetuado (y agrandado) por el recuerdo y el cinematógrafo. La tercera y última frase es un resumen de su modo de ver las cosas. En ocho palabras, Barnum dejó a la historia del espectáculo una regla de oro, un principio de ingenua perversión: “Toda multitud tiene un revestimiento interior de dinero”.
Imposible negar su atractivo; es una frase difícil de olvidar. Más aún: al escucharla, todos sueñan con sacarle algún provecho. El medio de Barnum fue al principio un circo; más tarde, fue una conjunción de circos: el Barnum & Bailey, el American Museum. Todo logrado con aparatosidad y picardía. Como recomendaban sus frases anteriores, en los carteles se reducía la medida del enano y se aumentaba la del gigante. (La Sirena de Fidji había sido fabricada con el torso de un mono y la cola de un pez; Joice Heth, anunciado como el hombre más viejo del mundo, no pasaba los ochenta años).
El más estadounidense de los empresarios de circo murió en el mismo año en que a gran distancia, por los caminos de la vieja Europa, ascendía de pueblo en pueblo el prestigio de un saltimbanqui alemán llamado Hans Stosch; en el mismo año en que este Herr Stosch tuvo una visión: entre sueños apareció una llamarada y en ella un nombre, que sería a partir de ahí su apodo y su marca. Era en 1891. Moría Barnum, nacía Sarrasani.

II.- El legado inaplicable. Los objetivos de Hans Stosch-Sarrasani eran tan distantes de los de Barnum, que de ser contemporáneos difícilmente hubieran competido.
Eran ideas cobijadas bajo un mismo género, pero Sarrasani (con sus conceptos del espectáculo heredados del romanticismo alemán) era lo opuesto de Barnum. Es cierto que Sarrasani también tenía otro público, ya que no necesitaba transformar una sociedad de mojigatos en una sociedad risueña. En el Connecticut de Barnum, donde el juego de naipes se penaba con el calabozo, había una necesidad urgente de liberación moral; en el Dresden de Stosch, lo que se precisaba era dejar volar la imaginación por sobre las marciales conductas del II Reich.
Barnum exhibía (y naturalmente cobraba por ello) a Chang y Eng, los mellizos siameses; Sarrasani, en cambio, prefería presentar un número artístico con aguas danzantes y música clásica. Las claves de este visionario eran la fantasía, los viajes imaginarios abriéndose paso por tierras exóticas y, por sobre todas las cosas, la alta calidad del espectáculo. En el Circus Sarrasani estaban prohibidos los engaños y los freaks. Si había una pantomima sobre el Wild West, obligadamente debía estar interpretada por auténticos indios americanos; los acróbatas chinos eran sumisos devotos del Buddha; la troupe senegalesa de Epi Vidane había sido reclutada en Dakar; los diez elefantes de la India prometidos en los carteles aparecían en escena y podían contarse uno por uno, todos ellos conducidos por el propio Stosch.
El hombre sabía, asimismo, que lo que se ve con frecuencia no provoca admiración por más que se ignoren sus artificios. Por ello dosificaba convenientemente las giras y renovaba los cuadros con asiduidad razonable. En todo esto no había ni un paralelismo ni una continuidad con Barnum; al menos, no de manera exacta. La mejor remisión de Sarrasani es el personaje parónimo de Balzac: aquel joven Sarrasine, artista que inicia la ilusión de su vida tras el encuentro con una misteriosa fortuna.

III.- La caravana pasa. Sarrasani no solo fue testigo de la historia de Alemania, sino que fue víctima de la historia del mundo. Basta una módica cronología para afirmar esta observación.
Hans Stosch-Sarrasani nació en 1873 y murió en 1934; desde su función inaugural en 1902 le tocó vivir los coqueteos con la familia real, el auge de su circo (que llegó a ser el más avanzado de todos los tiempos), luego la Gran Guerra, la requisa de tractores y vagones, así como de elefantes y camellos; la racionalización de alimentos, los refugiados rusos entre su personal, el grandioso resurgimiento, la primera gira por Sudamérica, el compromiso que le impuso el presidente del Reich de “representar culturalmente a Alemania”, el crak de 1929, el ascenso del nazismo y la emigración a Rotterdam.
Le sucedió Hans Stosch-Sarrasani (hijo), mejor conocido como Junior. Su muerte acaeció en 1941, después de haber concretado la segunda gira americana, los contactos con Goebbels, las Olimpíadas de Berlín, la sugerencia del Führer de incluir temas “para mantener en alto la moral alemana”, los certificados de pureza racial y la censura más rígida que recuerde circo alguno.
Asumió después Trude, su joven esposa, quien conoció los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, las prisiones de Schiessgasse, la emigración, la reapertura en Buenos Aires ante Perón y Evita, la declaración del Sarrasani como “Circo Nacional Argentino”, un incendio intencional, el retiro a una granja de Quilino (Córdoba), la proliferación de Sarrasanis falsificados y disminuidos, los homenajes tardíos en Alemania y la inauguración de una calle Sarrasani en Dresden.

IV. Alter Orbis. En los programas de mano, en los afiches y en las calcomanías prevalecía siempre una constante: Südamerika. Varios letreros de la época gloriosa promocionaban un paisaje a lo Humboldt, con la consabida vegetación exuberante, los animales salvajes y los rostros del Amazonas. Sarrasani presentaba todo aquello que esperaban ver los jóvenes alemanes, consumidores de novelas de aventuras de Karl May como Am Rio de la Plata, en la que se fabulaban peligros selváticos inverosímiles para estas latitudes.
Hubo incluso legítimos gauchos argentinos como atracción principal, con su inevitable demostración de amansamiento, lazo y boleadoras. Y es en la Argentina donde Sarrasani conseguirá uno de sus más grandes éxitos, al punto de repetir su gira en plenos años ’30, y más tarde instalarse definitivamente.
El 28 de abril de 1948 los porteños acudieron al reestreno más esperado de toda la historia circense. Las bombas inglesas habían incendiado Dresden sin dejar construcción en pie, y ahora Sarrasani, a muchos kilómetros y cumpliendo el viejo anhelo de ser “un espectáculo entre dos mundos”, empezaba una nueva vida en Buenos Aires.
“Aquí se aprende a reír”, decía el cartel sobre la entrada de la carpa instalada en el terreno que hoy ocupa el diario La Nación. Con variantes, podía ser la promoción para cualquier circo; la diferencia era que bajo el nombre Sarrasani constituía una afirmación irrefutable. Y como veritatis simplex oratio est, el pueblo no necesitaba más para acudir. Le bastaba la memoria de las presentaciones de 1923 y de 1935.
Sarrasani fue tan buen embajador como el Graf Zeppelin o los acorazados de bolsillo. Atravesó la primera mitad del siglo XX con ritmo ágil; incluso de charanga, como el de aquella Marcha Sarrasani que compusiera, por supuesto… un argentino.


© 2012, Héctor Ángel Benedetti