Uno de los principales mitos ciudadanos cuenta que la alta sociedad porteña desdeñó el tango hasta bien entrado el siglo XX. Hoy puede dudarse y hasta desmentirse que esto haya sido efectivamente así: numerosos testimonios de época autorizan a creer que tanto la aristocracia como el vulgo compartían su gusto por esta música y su baile. Pero había ciertos reductos a donde damas y caballeros de abolengo no se animaban a entrar. Ni siquiera se acercaban: allí, la sola presencia de un “niño bien” de cuello duro y zapatos con polainas era una provocación.
A un paso del viejo hipódromo de Belgrano ofrecían su diversión varios de estos bailongos donde el derecho de admisión lo detentaban únicamente los sujetos más bravos y cerrados del Buenos Aires de ayer.
Aquel hipódromo, llamado Nacional, estaba desde 1887 entre las estaciones Belgrano y Núñez del Ferrocarril del Norte, del lado del río, donde se cruzaban dos calles que entonces eran Saavedra y “Tercera” y que hoy son Monroe y avenida del Libertador. La entrada principal daba a la actual avenida Congreso.
Sus alrededores han sido idealizados por los poetas del tango. Forzaron lo romántico con tal de omitir las calles minadas por charcos pútridos y generaciones de bosta, los studs de hedor infeccioso con su buena dotación de mugre y moscas gordas, los cafés tenebrosos de pisos salivados, la invasora y malsana neblina del Plata cuya orilla aún no tenía ni un metro ganado por el urbanismo, los hombres y las mujeres de códigos caprichosos y embrutecidos.
Los lugares de baile de esta zona tenían nombres pintorescos. Uno se llamaba La Pajarera; en correcto lunfardo “pajarera” significa cabeza, pero su sentido aquí pareciera ser otro y con el tiempo se lo ha olvidado. También estaba La Fazenda, palabra importada del Brasil para designar un establecimiento agrícola de cierta magnitud, de los que ya no quedaba ninguno en ese Belgrano loteado y barroso. Cerca de ellos metía bulla la Milonga de Pantalión, donde el clarinetista Juan Carlos Bazán recibió un disparo que lo dejó rengo: anécdota más que suficiente para imaginar cómo era aquel antro.
El más frecuentado era la Cancha de Rosendo, catalogado como “recreo” para remontar un poco su bajo prestigio. Tenía una interesante reputación entre la gente del turf; sobre todo peones y vareadores, que acudían para escuchar y bailar los tangos que tocaban Ernesto Ponzio, Genaro Vázquez, Eusebio Aspiazú, Vicente Pecci y el mencionado Bazán, entre otros músicos que evidentemente no estaban en condiciones de rechazar trabajos. Pero conocían el ambiente y sabían cómo sobrevivir en él.
Estas milongas se extinguieron en torno al 1900. El Hipódromo Nacional fue desmantelado en 1911 y los studs quedaron por un tiempo más, hasta que todo eso terminó sepultado por lo que hoy se conoce popularmente como “Barrio River”.
© 2012, Héctor Ángel Benedetti
1 comentario:
Muy bueno lo tuyo: lo leemos y nos imaginamos lo que habrá sido eso. Lo rodeamos de poesía. Los intelectuales escribían las letras pero muy pocos habían pisado el barro. Cuando uno transita por el Bajo Belgrano trata de imaginarse aquello: por lo menos el hipódromo, pero lo de los boliches no lo sabía. Saludos !
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