sábado, 3 de marzo de 2012

Sarrasani, Sarrasine; o el camino de Buenos Aires

I.- P. T. Barnum, fabricante de circos. Además de las décadas de diversión que aportó, del impacto que tuvo su obra en la idiosincrasia del pueblo norteamericano, y además aún de su propia figura, entre el legado de Phineas Taylor Barnum se atribuyen por lo menos tres frases célebres. La primera, “Cada minuto nace un candidato”, pasa por apócrifa; quizá porque candidato (que en su equivalente del slang designa a quien se deja engañar con facilidad) comenzó a usarse cuando Barnum hacía ya un lustro que descansaba en paz. La segunda frase, “A los americanos les gusta ser engañados”, en cierto modo revela su secreto profesional, su enorme éxito, perpetuado (y agrandado) por el recuerdo y el cinematógrafo. La tercera y última frase es un resumen de su modo de ver las cosas. En ocho palabras, Barnum dejó a la historia del espectáculo una regla de oro, un principio de ingenua perversión: “Toda multitud tiene un revestimiento interior de dinero”.
Imposible negar su atractivo; es una frase difícil de olvidar. Más aún: al escucharla, todos sueñan con sacarle algún provecho. El medio de Barnum fue al principio un circo; más tarde, fue una conjunción de circos: el Barnum & Bailey, el American Museum. Todo logrado con aparatosidad y picardía. Como recomendaban sus frases anteriores, en los carteles se reducía la medida del enano y se aumentaba la del gigante. (La Sirena de Fidji había sido fabricada con el torso de un mono y la cola de un pez; Joice Heth, anunciado como el hombre más viejo del mundo, no pasaba los ochenta años).
El más estadounidense de los empresarios de circo murió en el mismo año en que a gran distancia, por los caminos de la vieja Europa, ascendía de pueblo en pueblo el prestigio de un saltimbanqui alemán llamado Hans Stosch; en el mismo año en que este Herr Stosch tuvo una visión: entre sueños apareció una llamarada y en ella un nombre, que sería a partir de ahí su apodo y su marca. Era en 1891. Moría Barnum, nacía Sarrasani.

II.- El legado inaplicable. Los objetivos de Hans Stosch-Sarrasani eran tan distantes de los de Barnum, que de ser contemporáneos difícilmente hubieran competido.
Eran ideas cobijadas bajo un mismo género, pero Sarrasani (con sus conceptos del espectáculo heredados del romanticismo alemán) era lo opuesto de Barnum. Es cierto que Sarrasani también tenía otro público, ya que no necesitaba transformar una sociedad de mojigatos en una sociedad risueña. En el Connecticut de Barnum, donde el juego de naipes se penaba con el calabozo, había una necesidad urgente de liberación moral; en el Dresden de Stosch, lo que se precisaba era dejar volar la imaginación por sobre las marciales conductas del II Reich.
Barnum exhibía (y naturalmente cobraba por ello) a Chang y Eng, los mellizos siameses; Sarrasani, en cambio, prefería presentar un número artístico con aguas danzantes y música clásica. Las claves de este visionario eran la fantasía, los viajes imaginarios abriéndose paso por tierras exóticas y, por sobre todas las cosas, la alta calidad del espectáculo. En el Circus Sarrasani estaban prohibidos los engaños y los freaks. Si había una pantomima sobre el Wild West, obligadamente debía estar interpretada por auténticos indios americanos; los acróbatas chinos eran sumisos devotos del Buddha; la troupe senegalesa de Epi Vidane había sido reclutada en Dakar; los diez elefantes de la India prometidos en los carteles aparecían en escena y podían contarse uno por uno, todos ellos conducidos por el propio Stosch.
El hombre sabía, asimismo, que lo que se ve con frecuencia no provoca admiración por más que se ignoren sus artificios. Por ello dosificaba convenientemente las giras y renovaba los cuadros con asiduidad razonable. En todo esto no había ni un paralelismo ni una continuidad con Barnum; al menos, no de manera exacta. La mejor remisión de Sarrasani es el personaje parónimo de Balzac: aquel joven Sarrasine, artista que inicia la ilusión de su vida tras el encuentro con una misteriosa fortuna.

III.- La caravana pasa. Sarrasani no solo fue testigo de la historia de Alemania, sino que fue víctima de la historia del mundo. Basta una módica cronología para afirmar esta observación.
Hans Stosch-Sarrasani nació en 1873 y murió en 1934; desde su función inaugural en 1902 le tocó vivir los coqueteos con la familia real, el auge de su circo (que llegó a ser el más avanzado de todos los tiempos), luego la Gran Guerra, la requisa de tractores y vagones, así como de elefantes y camellos; la racionalización de alimentos, los refugiados rusos entre su personal, el grandioso resurgimiento, la primera gira por Sudamérica, el compromiso que le impuso el presidente del Reich de “representar culturalmente a Alemania”, el crak de 1929, el ascenso del nazismo y la emigración a Rotterdam.
Le sucedió Hans Stosch-Sarrasani (hijo), mejor conocido como Junior. Su muerte acaeció en 1941, después de haber concretado la segunda gira americana, los contactos con Goebbels, las Olimpíadas de Berlín, la sugerencia del Führer de incluir temas “para mantener en alto la moral alemana”, los certificados de pureza racial y la censura más rígida que recuerde circo alguno.
Asumió después Trude, su joven esposa, quien conoció los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, las prisiones de Schiessgasse, la emigración, la reapertura en Buenos Aires ante Perón y Evita, la declaración del Sarrasani como “Circo Nacional Argentino”, un incendio intencional, el retiro a una granja de Quilino (Córdoba), la proliferación de Sarrasanis falsificados y disminuidos, los homenajes tardíos en Alemania y la inauguración de una calle Sarrasani en Dresden.

IV. Alter Orbis. En los programas de mano, en los afiches y en las calcomanías prevalecía siempre una constante: Südamerika. Varios letreros de la época gloriosa promocionaban un paisaje a lo Humboldt, con la consabida vegetación exuberante, los animales salvajes y los rostros del Amazonas. Sarrasani presentaba todo aquello que esperaban ver los jóvenes alemanes, consumidores de novelas de aventuras de Karl May como Am Rio de la Plata, en la que se fabulaban peligros selváticos inverosímiles para estas latitudes.
Hubo incluso legítimos gauchos argentinos como atracción principal, con su inevitable demostración de amansamiento, lazo y boleadoras. Y es en la Argentina donde Sarrasani conseguirá uno de sus más grandes éxitos, al punto de repetir su gira en plenos años ’30, y más tarde instalarse definitivamente.
El 28 de abril de 1948 los porteños acudieron al reestreno más esperado de toda la historia circense. Las bombas inglesas habían incendiado Dresden sin dejar construcción en pie, y ahora Sarrasani, a muchos kilómetros y cumpliendo el viejo anhelo de ser “un espectáculo entre dos mundos”, empezaba una nueva vida en Buenos Aires.
“Aquí se aprende a reír”, decía el cartel sobre la entrada de la carpa instalada en el terreno que hoy ocupa el diario La Nación. Con variantes, podía ser la promoción para cualquier circo; la diferencia era que bajo el nombre Sarrasani constituía una afirmación irrefutable. Y como veritatis simplex oratio est, el pueblo no necesitaba más para acudir. Le bastaba la memoria de las presentaciones de 1923 y de 1935.
Sarrasani fue tan buen embajador como el Graf Zeppelin o los acorazados de bolsillo. Atravesó la primera mitad del siglo XX con ritmo ágil; incluso de charanga, como el de aquella Marcha Sarrasani que compusiera, por supuesto… un argentino.


© 2012, Héctor Ángel Benedetti

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