viernes, 19 de noviembre de 2010

Un trato justo

Más de uno que ha viajado para el lado del río Saladillo por la ruta vieja, como quien va para Santiago, se habrá preguntado por una vía muerta que cruza y pareciera ir o venir de ninguna parte.

Pues bien: al oeste de Los Telares, en dirección a las salinas de Ambargasta, se abre un ramal ferroviario clausurado hace mucho tiempo y del que ya queda poco; solo esa vía muerta y fragmentada, los durmientes carcomidos por el salitre, alguna señal y varios postes de telégrafo de un solo hilo, sin el hilo.

Ciento un kilómetros exactos tiene este ramal olvidado, al que los lugareños llaman “el Seghezzo” por el nombre una antigua compañía que pensaba explotar minerales en la zona aprovechando el desvío. De todo eso hoy queda apenas un recuerdo que con los años se vuelve más difuso, más impreciso.

Otros dicen que es “el ramal perdido” y no les falta razón. Por ejemplo: nunca tuvo estaciones, y de hecho terminaba en la nada. Quien revise un plano de ese lugar comprobará que la vía única pasaba por un paraje llamado El Sandialito y luego por otro, Ambargasta, sin tener siquiera un apeadero; cada tanto se abrían cortas bifurcaciones para cargas o maniobras, y así hasta llegar a la inmensa salina, donde el ramal doblaba abruptamente hacia el sur, pasando entre la salina y la sierra hasta terminar con tosquedad, cincuenta kilómetros adelante, contra unos durmientes clavados a pique: únicos indicadores del final del tendido. Eso era (y es) la parada Kilómetro 101. En derredor, el monte.

Un trecho antes, en una especie de puesto sin nombre siquiera, alguien vivía. O mejor dicho: alguien quedaba.

Eran las Castro, de aquellos Castro que estaban en la zona desde que el mundo era mundo; y bien pequeño que era este mundo, por cierto: nada más que un punto en el mapa, sin accesos visibles, pasando la laguna del Quimilar.

Las Castro, también conocidas como las Emilianas, eran de ahí. Tenían un pariente más bien borroso que muchos años atrás había trabajado en el ramal, cuando todavía mandaban alguna formación hasta el 101. Gracias a su conversación estaban enteradas de lo que decían las inscripciones de los rieles, cerca de las eclisas, y los números y la fecha de casi un siglo atrás (la derivación al 101 no tenía tanta antigüedad, pero los rieles eran veteranos de vaya a saberse qué otra línea); también les había explicado el por qué de aquella columna de mampostería que se veía en el 88, pero costaba imaginar que allí hubiese existido alguna vez un aserradero. De estos y otros asuntos del tren acostumbraba hablar aquel pariente.

Por él supieron que jamás pasaron por allí locomotoras grandes, porque hubieran destruido los rieles. Emiliana Castro Chica, con sus ocho o nueve años, miraba aquellos fierros y pensaba que con o sin tráfico de todos modos hubieran terminado rompiéndose: la salina ya los había roído bastante de abajo hacia arriba, y el suelo arenisco y las matas de cachiyuyos los cubrían por falta de mantenimiento. Pero en la casa sentían aún cierto orgullo recóndito —casi proverbial, podría decirse— por aquel hombre y su pasado ferroviario; y de hecho ya no quedaba otra persona, de Taco Pozo a Totoralejos ni de Chuñaguasi a Chilca Juliana, que hubiera conocido tan bien los pormenores del Seghezzo.

Por esta razón, para la nena no se trataba de un “ramal perdido”. Estaba ahí enfrente; de la entrada a la vía muerta habría unos veinte metros como mucho. Lo conocía de memoria.

A veces las Castro se llegaban hasta Ojo de Agua, a poco menos de seis leguas a caballo, después de pasar por Lomitas Blancas y por Las Chacras para saludar un Cristo. Un poco más importante era Sumampa, a donde solo iban muy de tanto en tanto y por lo general en noviembre, para el Santuario. Y una de esas veces, la pequeña Emiliana vio un mixto pasando a toda máquina rumbo a Santiago. Los perfiles estropeados del 101 eran bien distintos del tren que pasaba por Sumampa, y eso que Sumampa tampoco era gran cosa. Esta línea también cerró; por lo menos en algo pudo hermanarse con el humilde Seghezzo.

Tan escaso era el horizonte de las Castro, tan breves eran los motivos de su asombro. Si hasta sus propios nombres evocaban la cortedad del páramo; desde la Emiliana Castro Vieja, que se había casado con su primo Sebastián Castro para tener tres hijos: el Sebastián Chico, que se había muerto hacía poco; el Antonio Castro, que trabajaba en el Chaco, y la otra Emiliana, a la que le decían la Emiliana Castro Grande, que de soltera tuvo a la Emiliana Castro Chica y que para siempre se había quedado en el puesto cercano al 101.

Ahora solo estaban ellas dos, la Grande y la Chica. Primitivas y silenciosas, duras como todo lo que estaba ahí; embrutecidas de tanto no ver a nadie durante semanas enteras, y aún meses para cuando llegaba la seca; mujeres atrasadas por las muchas generaciones que se educaron bajo el temor por cierta entidad del monte, el Toro Súpay, que protegía la escasa hacienda de la región saladina, pero que también podía aparecerse con sus poderes durante la siesta. Nadie sabía decir muy bien cómo era ni qué poderes detentaba exactamente aquel misterio, aunque daban por sentado que existía y que podía salir enojado si alguno interrumpía su modorra. Madre e hija eran, en fin, la Grande y la Chica; olvidadas a la buena de Dios y solo visitadas por el rumor de un levísimo soplo sobre la fronda del monte bajo, con el grito lejano y repetido de un bichofeo, y los coyoyos de siempre que saludaban a los veranos más tórridos de los que se tuviera memoria en Ambargasta.

Las dos Emilianas habitaban aquel panorama invariable del tanque seco, la cuerda de la ropa tendida, el hornito, el perro dando cabezadas, los arbustos groseros como todo el paisaje, y más allá las matas de color verde limón y la vía, la eterna vía al 101 que reverberaba en la tarde.

Era un día de febrero y a la hora en que más tremendo caía el sol al pie de la sierra cuando la Emiliana Castro Chica miraba los rieles fósiles del Seghezzo, pensando una vez más en el tren que nunca, ni ella ni su madre, vieron pasar. Hasta con vergüenza los miraba, calentándose en el tedio de las horas, entre las arenas y los tallos de las plantas recias; esas plantas que de tan prendidas al suelo se arrancaban levantando raíz y todo, dejando un agujero entre los durmientes. La criatura nunca se alejaba más allá de una carrerita corta detrás de las gallinas, cerca del tanque; no había otra cosa que hacer a esa altura del día, cuando el calor era más fuerte.

Era un día de febrero el día de esta historia. Del lado del 101 se veían venir, caminando por la vía, dos personas. El reflejo del sol las tremolaba un poco a la distancia; pero haciendo pantalla con la mano se notaba claramente que eran dos y que se acercaban. ¿De dónde vendrían, y para qué? Más allá del 101 no había nada; estaba el camino de tierra que llegaba de La Esperanza, a cincuenta kilómetros y pasando largo el límite con Córdoba, pero podían irse los años esperando que alguien hiciera aquel camino. El mapa de la Firestone lo marcaba clarito, pero estando ahí se comprobaba que era más bien una huella; había que ser gente de la zona para seguirla e incluso para encontrarla.

Y sin embargo venían de ese lado, del sur. Dos hombres; uno con sombrero, otro acarreando un teodolito. Se detuvieron faltando unos cien metros, no más, para la casa de las Emilianas. Una cuadra, como quien dice; aunque nada significaba “una cuadra” en ese paraje donde daba lo mismo un kilómetro que cincuenta o cien o ciento uno. Desplegaron papeles, conversaron; luego montaron un trípode y uno (el más joven, parecía) armó una varilla que traía franjas rojas y blancas alternadas, y se fue más lejos, hasta que desde el puesto no se lo vio más. Para el lado del algarrobo blanco pareció irse. El otro, el del sombrero, esperó un tiempo junto al teodolito; prendió un cigarrillo, aguantó más y al rato se puso a observar por el instrumento.

Las Emilianas miraban todo desde la distancia y en completo silencio, sin barruntarse la menor explicación. No interpretaban absolutamente nada, pero tampoco se decidían a ir hasta donde estaban los hombres, que parecían estar tomando medidas de algo. Vieron al del aparato hacer un gesto con el brazo bien en alto, dándole a entender al otro que había terminado, que se volviera. En efecto, poco después apareció caminando su compañero, que venía del lado del algarrobo blanco con la varilla en la mano. Siguieron hablando entre sí mientras escribían en unas libretas, y después los dos se fueron por donde habían venido.

La Emiliana Castro Chica tuvo, de pronto, el presentimiento que aquello no era nada bueno. El pariente ferroviario les había comentado (y ya haría de eso unos tres años: la última vez que el hombre anduvo por ahí) que en otras partes de Santiago las cuadrillas habían comenzado a levantar rieles de ramales abandonados. ¿Querrían ahora las vías del 101? Es cierto que ella miraba los fierros con vergüenza, pero en definitiva eran sus fierros.

Aquella noche rezó ayudándose con la imagen lívida que venía a su mente del Santuario que había visto en Sumampa. Su religión era confusa: primero pidió al Cristo del camino a Las Chacras y luego pidió al Toro Súpay que tanto la atemorizara; porque es bueno rezarle a Dios y a la Virgen y a Santiago Apóstol, pero por las dudas también al Diablo que siempre anda suelto. Al Cristo le prometió unas flores; al Toro le garantizó silencio a la hora de la siesta.

—¿Y qué es lo que pide, m’ hijita?

—Nada, mamá. Pido por nosotras. Mis oraciones alguien tendrá que cumplir.


* * *


Amaneció sobre el puesto sin nombre que estaba junto al Seghezzo. Del otro lado de los rieles, dos gallinas nuevas, hermosas e inexplicables, se interesaban por escarbar bajo el sol inmenso de la mañana. Y algunos kilómetros vía adelante estaba tirado el teodolito; pero de esto las Emilianas, la Grande y la Chica, nunca se enteraron.



© 2010, Héctor Ángel Benedetti

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