La noche en que Virginia Llanos soñó con la calle de su infancia, era clara y pesada noche de verano; advirtió que estaba desierta y que los faroles apenas hacían brillar el hilo de agua de una cuneta sobre el empedrado, y sintió el impulso de ir hasta una casa que tenía la puerta abierta, o quitada, y por la que se adivinaba un largo pasillo flanqueado por tapias bajas, perdiéndose en las sombras; traspuso el zaguán y se asomó a una parecita: observó un patio interior de baldosas en damero, interrumpido en una esquina por un asiento de piedra; cerca goteaba un grifo entre grandes tiestos con tunas. Despertó triste; comprendió que su fantasía había sido inexacta, que todo lo que había visto era mezcla de muchos lugares y que por más que buscase no volvería a encontrar la imagen de aquel patio bajo las estrellas. Miró el reloj de su mesa de luz, deteniéndose largamente en la marca grabada en el cuadrante: eran las cinco de la mañana del sábado y pensó que su melancolía era perfecta para no ir a trabajar aquel día al periódico. Sin desayunar armó una maleta liviana con algo de ropa, sus útiles de tocador y un ejemplar de las Gestas romanas de Floro; a las diez estaba en Areco.
Un coche la arrimó hasta la plaza. Recién despabilaba el pueblo; todo era contraste con el tráfago del Once que dejara solo unas horas atrás. Buscó el domicilio de una amiga; caminó por veredas de ladrillo y vio frentes antiguos y blanqueados, con cancelas que daban a corredores como el de su sueño. “No estoy en 1938”, imaginó; “Areco quedó retenido en algún momento del siglo XIX, y yo sigo dormida”. Luego se corrigió: “Estoy bien despierta, porque el calor y mi cansancio son reales”. Pasó por un negocio de platería civil y criolla, y recordó que en la capital tenía un cuchillito con hoja de Solingen; después pasó por un corralón y por una sodería. Llegó hasta una puerta con llamador de bronce; golpeó dos veces y nadie salió a atenderla. Insistió, y de la casa vecina apareció otra mujer: le dijo que María no estaba, que el jueves había marchado con su marido a unos campos próximos a Azcuénaga, en visita de parientes, y que volvería esa noche. Llanos se ruborizó de haber sido tan arrebatada, de haber perdido un día de labor por decidir un viaje en cuestión de minutos, sin asegurarse si habrían de esperarla. Agradeció la información y desanduvo pocas cuadras hasta que vio de nuevo la fuente y la estatua de Hipólito Vieytes.
La plaza le ofrecía sombra, más de la que le daba su pamela; en un banco se sentó a meditar. ¿Qué haría? Podría regresar a Buenos Aires en el tren de las tres, o quedarse en Areco y sorprender a su amiga. Optó por lo último. Preguntó en un kiosko por algún hospedaje y enfiló hacia la casa que le señalaran: una como cualquier otra, no más moderna que las de su entorno y que estaba sobre una calle por donde ya había pasado; un discreto cartel de chapa enlozada anunciaba, sencillamente, “Alojamiento”. Descansar y pasar la siesta; solo eso quería.
El encargado la condujo por el interior. Había sido aquella una amplia casa de familia; todavía lo era, a juzgar por lo que viera en su recorrido: los muebles de antaño, una mesa con vajilla cotidiana y el periódico del día, la falta de intimidad de algunos cuartos abiertos. Dos o tres dormitorios se habían adaptado para los huéspedes ocasionales; el suyo estaba casi al final de un pasillo fresco y silencioso. Era bonita la habitación. Llanos se sentó sobre la cama y miró en torno suyo: los herrajes de la cómoda, un cuadrito que imitaba a Corot, el bisel de la cornisa, la mancha de humedad de un rincón. Una tenue cortina tamizaba la luz de la ventana, no muy ancha; al descorrerla, el sol fuerte del mediodía entró en haces. Al acostumbrar sus ojos a la diferencia, se apoyó en el antepecho y vio que daba a un patio interior, rectangular, con un cantero central totalmente descuidado; en medio destacaba, ya invadida por una planta silvestre, una fuente tallada en granito. Del otro lado del patio, a unos cuatro o cinco metros, los cristales traslúcidos y la puerta vidriera de un invernáculo; notó que las otras dos paredes que completaban el perímetro eran ciegas. Al patio se ingresaba desde el invernadero, y era obvio que durante largos días nadie había ido por allí.
Se arregló un poco y salió a buscar donde almorzar. No quería un boliche, donde sin duda llamaría la atención; caminó al azar y halló un comedor tranquilo y vetusto sobre la calle Alsina, algo oscuro por los postigos entrecerrados aunque afuera comenzaba una tarde diáfana. Era ella sola; la atendió una rolliza cincuentona de delantal, más interesada que su clienta por cierto plato del acotado menú. Llanos comió mientras repasaba —más bien, hojeaba— el libro de Floro. Solo se oía el crujido del piso de madera al pasar de la patrona.
Estaba de regreso en su cuarto cuando el campanario de la parroquia marcó las dos. Tendida sobre la cama, por un instante volvió a su mente el banco de la plaza: era igual al del sueño que había tenido; creyó también que el patio tras la ventana copiaba el juego de baldosas de la misma visión. Estas simetrías tan tontas la apenaron hasta hacerla llorar sin conseguir explicarse muy bien por qué; pero disipada la tristeza, poco a poco fue adormeciéndose no sin antes repetir, arbitrariamente, una frase recién leída: El Mauritano, perdida toda esperanza de éxito y temiendo ser envuelto en la ruina ajena, convirtió a Yugurta en precio de su alianza y amistad con Roma.
A las cinco despertó con un ligero estremecimiento. Habíase dormido escuchando el piar débil de unos pájaros en el patio; ya no estaban, y la falta de arrullo y el abrir los ojos y no reconocer de inmediato la habitación, hicieron que se sobresaltara durante dos o tres segundos.
Dejó del cuarto y buscó al encargado, pues quería informarle que hacia las ocho, si es que su amiga ya había regresado al pueblo, volvería para recoger sus pertenencias. No lo halló; ni a él, ni a ninguna otra persona en toda la casa. Fue de sala en sala llamándolo, pero nadie respondió. Al pasar por la cocina, se sintió atraída por un antiguo aparador de tres cuerpos; tuvo curiosidad por abrir uno de los cajones. Había pequeños objetos: una medalla, unas tijeras, una minúscula navajita con empuñadura de carey, algunas monedas de cobre… Cosas que, misteriosamente, le fueron familiares; en rigor no lo eran, pero parecían cosas perdidas y por fin encontradas. Tomó (recobró) una conchilla moteada, y cerró rápidamente al cajón ante el temor de que pudieran estar observándola. Pero seguía sola. Abrió otras puertas, hasta que dio con la del invernáculo que había visto desde la ventana de su aposento.
Era un recinto angustioso. Durante mucho tiempo, quizá una década o más, las plantas habían crecido con indolencia, enmarañadas; desbordaban de sus recipientes y se prolongaban en el piso o subían aferradas a las paredes enmohecidas. Todo estaba abandonado, polvoriento; cuando pasó un dedo por la mesa donde se apoyaban infinidad de tiestos, quedó nítido su trazo sobre la suciedad. Una maceta con tunas era idéntica a la que estaba en su sueño de la noche anterior. Frente a la puerta vidriera por la que se iba al patio, dudó; sus cristales esmerilados y los de todo ese paño solo dejaban pasar luz y calor, pero desdibujaban lo que había del otro lado. Destrabó el cerrojo justo cuando a su mente llegaba, por inexplicable mecanismo de la memoria, un fragmento del libro que estaba leyendo y que nada tenía que ver con aquella situación: El mundo entero no tardó en seguir la suerte del África.
El patio se veía diferente desde el umbral del invernadero. Las baldosas en damero parecían más deslucidas, más contaminadas por la maleza que conseguía desprenderse del cantero central, donde se apretujaban gruesos tallos retorcidos y amarronados que remataban en flores enmohecidas. La fuente de granito, atrapada por la hiedra, tenía un resto de agua verdinosa. Llanos confirmó su sospecha: ni al invernáculo ni al jardín había entrado persona alguna en más de diez años.
Disimulada entre unas zarzas, una canilla dejaba escapar gotas que se confundían entre el sarro y la herrumbre. Un cuervo (en pleno verano, en pleno Areco) llegó del cielo y se posó sobre el grifo; graznó e hizo eco entre las paredes del patio. Llanos retrocedió hasta la puerta vidriera; debió esquivar un sapo. En el invernáculo la aguardaba un joven moreno, desconocido, de aspecto etéreo y rostro sereno, o sonámbulo. Tenía un cuchillo. Se miraron. Llanos recordó otro pasaje de Floro: El hierro de los pérfidos Africanos.
Esto dijo, y fue entonces cuando entendió, horrorizada, que a continuación para ella habrían de borrarse definitivamente las fronteras entre el sueño y la vigilia.
© 2011, Héctor Ángel Benedetti
3 comentarios:
Temible relato! Pero además tiene un millón de lecturas posible!! Buenísimo!!
Hola, llegué siguiendo un extravagante derrotero y terminé acá, y fue un buen destino. Hermoso el relato.
Muchas gracias por los comentarios...! Saludos cordiales. Héctor.
Publicar un comentario