
Las esperanzas de Ensenada parecieron diluirse cuando se habilitó el puerto de Madero. Pero de todas maneras progresó: continuó siendo lugar de ingreso de mercancías y acompañó el crecimiento regional tras la fundación de su vecina La Plata. Durante las primeras décadas del siglo XX el eje fabril Ensenada-Río Santiago-Berisso, con sus docks, astilleros, industrias, destilerías y frigoríficos, fue consolidándose como sinónimo de trabajo.

El ferrocarril, que más tarde se articuló con el Oeste y el Sud, proveía una clientela adicional: la del Centro. La Estrella tenía tal renombre que los porteños no dudaban en emprender un viaje de más de sesenta kilómetros para bailar y acostarse en sus instalaciones.
¿Valía la pena? Porque es seguro que, al llegar, los que tenían alguna pretensión experimentaban un ineludible desengaño: La Estrella jamás ascendió de su condición de reducto inmundo, por más que de vez en cuando le dieran una mano de pintura y el boca a boca de sus parroquianos tendiera a favorecerlo. Esto último —su idealización— fue lo que recogieron también, apresuradamente, los cronistas posteriores.

El baile lo animaba la humilde orquesta de Antonio Curzio, “El Viejo Pucho”. Los grandes (Greco, Arolas, Maglio) preferían la cabecera de aquel viejo ferrocarril; no su punta de rieles.
© 2011, Héctor Ángel Benedetti