viernes, 4 de marzo de 2011

El movimiento pictórico

—Gurney, le ruego que venga pronto. Mañana mismo si fuera posible. Ha ocurrido algo tremendo con el Squarcione; no le encuentro explicación y necesito su consejo.

Tras disculparse por la hora en que hizo este llamado, porque ya estaba muy avanzada la noche, Vernant colgó el tubo del teléfono y se recostó unos minutos en el antepecho de la ventana, tratando de reordenar sus pensamientos. Miró el cielo de verano y buscó alguna forma entre las estrellas; miró luego desde lo alto el umbroso parque de su residencia de estilo Tudor, que tenía ligustros cortados en formas caprichosas y varias estatuas antiguas rodeando un estanque, todo ello inquietantemente iluminado por la luna; y sin poder tranquilizarse una vez más fue hasta la sala donde tenía su colección de arte.

Allí estaba la pintura de Francesco Squarcione, oculta a los ojos del mundo. Solo se conocían dos obras indudablemente legítimas de este artista (una Madonna en Berlín y un políptico en Padua); Vernant tenía la tercera, guardada con celo indescriptible en su mansión y apenas mencionada al pasar en un olvidado artículo de Berenson de 1905, donde el crítico afirmaba que el cuadro se hallaba “en paradero desconocido”. Bien lo sabían el rico aficionado Vernant, de Bristol, y Alice Gurney, la experta que se lo había hecho comprar hace una década. Y esta noche, después de tantos años, el millonario se desvelaba frente a aquella tabla del quatroccento, sentado en una alta banqueta, lupa en mano, escrutando minuciosamente cada milímetro de la escena retratada.

Gurney llegó a la mansión de Bristol hacia el mediodía. Era notorio que Vernant había dormido poco y mal.

—Gracias al Cielo que llegó, querida Gurney. Por favor, vayamos a la sala de las pinturas; quiero que usted misma lo vea.

La mujer temió que Vernant la acusara de estafarlo, pero esto no era posible. El Squarcione era verdadero.

—¿Y bien…?

—Vernant, el cuadro es auténtico; solo tiene una intervención arriba a la derecha, en el segundo ángel, probablemente por la mano de algún discípulo; pero no puede caber la menor duda que el conjunto es de Squarcione.

—¡No me refiero a eso! —y prosiguió, moderando la voz: —No, Gurney; hablo de las figuras. Fíjese bien. Se han movido.

—No veo descascaramientos. La pintura está bien conservada, no hace falta ninguna restauración. Que de todas formas tampoco sería conveniente, ya que no desea dar a conocer esta obra…

—Gurney, sé que el cuadro está en perfecto estado. Lo que quiero decir es que las figuras se han movido. Hace diez años, este pastor —señaló uno— estaba más a la derecha y no tenía una mano alzada señalando al cielo. La oveja que está a su lado estaba pastando; mírela: ahora tiene su cabecita levantada. La Estrella de Belén también se desplazó un poco, hacia la izquierda. Se movieron.

La erudita miró a Vernant un instante y volvió a estudiar el cuadro, ahora desde más cerca; su nariz casi tocaba la tabla. Al rato, se volvió y le dijo con aspereza:

—Disculpe, Vernant; no entiendo de qué me habla. Esto no ha sido repintado nunca: hasta un aprendiz podría confirmárselo. Sinceramente no recuerdo ni la mano del pastor, ni el hambre de la oveja, ni la posición de la Estrella; pero sí puedo decirle que está tal cual salió de la bottega de Squarcione hacia 1450.

—No. Se movieron. En diez años, los personajes se movieron. Lo hicieron a un ritmo muy lento, imperceptible, como si un segundo dentro del cuadro fueran varios años de los nuestros. Y hasta sospecho que en tiempos de Squarcione el pastor ni siquiera estaba, sino que entró al cuadro por la derecha y fue acercándose al centro de a poco, durante quinientos años. Es claro: está siguiendo a la Estrella. Para él transcurrieron unos cinco minutos, que son los que le llevaron caminar por el sendero que ahí se ve pintado; pero para nosotros fueron cinco siglos y no nos dimos cuenta.

Gurney ahora sí interpretó lo que estaba diciéndole Vernant, aunque la previsible conclusión de la erudita fue que el coleccionista o bien quería hacerle una broma (algo así como la introducción jocosa a un tema más serio que tal vez se desarrollara durante el almuerzo), o bien que estaba chiflado (porque enseguida entendió que nadie la llamaría “con urgencia” para recibirla con un chiste, como tampoco nadie podría sostener en una forma tan perfecta su papel de perturbado). Por ello, le siguió la corriente un poco más con la esperanza de que llegase de una buena vez el remate de la broma o la confirmación de la locura de aquel hombre. Viendo que todo apuntaba hacia esto último, trató de desembarazarse lo más rápido posible de la cháchara de Vernant; asintió, puso cierta excusa vaga y amable, y escapó de tan depresiva situación jurándose no volver a atenderlo, salvo para alguna otra operación comercial (después de todo, presumía que aún podía venderle un Holbein: haría un magnífico juego con el estilo de la casa y, como era un retrato, ¡por Dios! no se movería a menos que Catherine Howard guiñase un ojo).

Vernant no era un tonto. Se dio cuenta de que Gurney no le había creído nada de las figurillas móviles de la pintura de Squarcione. Por los rombos de la ventana de la pinacoteca la vio alejarse entre los setos podados como esculturas; primero la miró con piedad (era una incrédula), luego con desprecio (era una ignorante), finalmente con odio (era una imbécil). ¡Al diablo ella y sus cuadros, cuadros que después de todo solo conseguía como simple intermediaria entre familias arruinadas y él…!

Bueno, pero ¿qué hacer con este descubrimiento, si no podía comentarlo con nadie más? Inútil sería, por ejemplo, compartirlo con el mayordomo por más que innumerables veces le hubiera pasado el plumero al Squarcione. Vernant estaba definitivamente convencido que había dos tiempos en su habitación: el suyo, mensurable según el calendario gregoriano y el meridiano de Greenwich; y el de la pintura, tiempo propio y mucho más lento, aunque no menos real. Pero ¿y si todos los cuadros tuvieran esa propiedad? En la pared opuesta había una tela de escuela flamenca, una naturaleza muerta. Pero no; nada estaba marchito en ella. ¿O tal vez porque, al igual que en el caso de Squarcione, para el cuadro solo habían pasado unos pocos minutos, siendo tiempo insuficiente para notar la corrupción de las frutas y la podredumbre de las flores? Quizá hubiera entrado a escena una mosca, pero ¡nada…! Mejor sería ver otra obra más “cinemática”. Ese cuadro de la carreta andando… No; tenía solo cien años, imposible percibir algo… Otro, más antiguo: la Pesca miracolosa de Ansuino da Forli, más o menos de la misma época de Squarcione. ¡Ay! Difícil recordar sus detalles…

Transcurrieron varios días así, durante los cuales Vernant volviose cada vez más ermitaño. La servidumbre se preocupó; temía la locura del señor, que ya apenas salía del salón de las pinturas. Una tarde, quizá para alejar un poco su obsesión, pasó largo rato mirando desde la ventana al jardinero mientras podaba un ligustro en forma de reloj de arena.

Entonces, Vernant tuvo una inspiración prodigiosa. Mandó llamar al relojero que solía atender los cronómetros y la sonería de la mansión; el más capacitado de los relojeros de Bristol, aunque semejante consideración no significara gran cosa. Le pidió que diera tal atraso al reloj de la pinacoteca, que en la esfera la marca de un minuto demorase cien años.

—Eso es imposible, señor —le explicó el técnico—; como mucho podría hacer que atrase o adelante unos segundos, pero ¡un siglo…! No hay engranaje para ello; debería cambiar todo el sistema y ponerle reducciones especiales, a medida; tal vez incluso haya que agrandar la caja, imagínese. Y aún así sería muy difícil de controlar para saber que marcha correctamente. Para comprobar el segundero habría que mirarlo durante más de un año y medio, si no fallan mis cálculos. Con todo respeto: ¿para qué quiere un reloj así? Usted tendrá sus razones, pero ¿no sería más práctico, en todo caso, cambiar el cuadrante y en vez del I al XII ponerle 365 pequeñas divisiones? Dejo la aguja del minutero, y ajusto para que cada minuto le marque un “año” sobre el cuadrante. Con una vuelta entera de la aguja, usted ya tendría marcados sesenta años; y al final del día, casi un milenio y medio. Sigo sin entender para qué, pero en fin…

—Pues hágalo. Llévese el maldito reloj y tráigalo como dice. Solo le ruego que no lo devuelva andando; quiero ser yo quien lo ponga en marcha.

—Tendrá algún problema con los bisiestos.

—No puede pedirse todo.

Al cabo de un mes insoportable, el relojero trajo el aparato. Vernant lo colocó donde estaba originalmente: en una repisa de la pinacoteca, entre dos marfiles. Le dio cuerda y volteó para ver el cuadro de Squarcione.

Lo que pasó entonces es difícil de describir.

Eran las nueve de la mañana. Las figuras del cuadro comenzaron a moverse a un ritmo tan frenético que fue imposible notar claramente cualquier cosa. La Estrella se puso de golpe; los pastores y los Reyes y la escena piadosa se borraron al segundo; el ciclo de día y noche empezó a parpadear con alta frecuencia; con el correr de los minutos, el pesebre se desplomó; unas horas después y el río ya estaba seco; un puente fue reemplazado muchas veces; cruzaron como rayos muchas caravanas, primero, y luego largas peregrinaciones; hubo batallas; el paisaje se transformó varias veces en desierto y en vergel; de tanto en tanto se prendía un débil cometa que duraba varias noches; surgieron y se esfumaron construcciones por doquier; y al cabo de veinticuatro horas, cuando ya eran las nueve de la mañana del día siguiente, de una fortaleza pintada en el fondo se habían visto crecer y caer sus grandes murallas al menos dos o tres veces.

Y de Vernant apenas quedaba un polvillo tenue, flotante entre los brillantísimos haces del sol que se filtraban por los rombos de la ventana.


© 2011, Héctor Ángel Benedetti

1 comentario:

Natalia dijo...

Muy bueno! ahora que lo descubrí, seguiré leyendo... :)