viernes, 13 de mayo de 2011

Mi experiencia castrense

En 1987 llegó el momento de que yo hiciera el servicio militar. Recordemos que en aquel tiempo era obligatorio para nosotros, los varones de dieciocho años de edad; éramos reclutados por sorteo y luego, tras la revisación médica que certificaba nuestra aptitud, mediante un sistema de cupo variable éramos distribuidos entre las tres fuerzas armadas.

Si algo yo tenía en claro entonces, era que no quería ir a vestir un uniforme de fajina y andar haciendo saltos de rana, paso ligero y todo eso a lo que, por puro eufemismo, llamaban “instrucción”. Francamente no me veía montando guardias, ni limpiando el cuartel, ni saludando con la venia a un mero subteniente.

A medida que se aproximaba la fecha del sorteo para la conscripción, empecé a prestar atención a los comentarios de la gente mayor. Escuchaba tonterías tales como que allí aprendería “a ser hombre” (¿cómo, y qué había sido yo hasta entonces?), y que por fin iría a servir a la Patria (¿barriendo la comandancia?). La mayoría de los comentarios favorables hacia el servicio provenían, claro está, de personas que jamás lo habían hecho; o de viejos que ya tenían una visión deformada hacia el romanticismo. En todo caso, el sueño de cualquier pibe en su sano juicio era sacar un número de sorteo bajo. No sabíamos con precisión cuál era el límite, pero calculábamos que más o menos habrían de salvarse los que sacaran hasta el 400; de ahí en más, los primeros números se destinarían a infantería, los siguientes a aeronáutica y el resto a la marina.

La mañana que distribuyeron a la “clase 69” (es decir, a los nacidos en 1969) éramos muchos en el aula del colegio, reunidos con permiso del profesor en torno a una radio portátil. El locutor de la lotería primero decía la últimas tres cifras del número de documento de identidad (“número de orden”) y a continuación informaba lo que había extraído del bolillero (“sorteo”). A veces podía darse una situación confusa, con lo que se detenía el sorteo (el locutor decía “¡rectifico…!”), y se volvían a cantar algunos números.

Empezó el acto. Poco a poco se acercaba el turno de mi documento. Mi mala suerte habitual me hacía suponer que como mínimo habría de tocarme ser paracaidista en la Antártida. Ciertos compañeros iban cayendo víctimas del azar y otros festejaban tras verse favorecidos; la tensión era, en todo caso, insufrible. Algunos rezaban.

De pronto, quedé frente a frente con la verdad.

“Número de orden xxx
“Sorteo, 264”

¡Número bajo! ¡Me había salvado! Salí corriendo del aula anunciando la buena nueva a cada alumno, preceptor, profesor o directivo que encontraba. Una chica del bachillerato me abrazó y me dio un beso.

Sin embargo, faltaba una cosa más para dejar totalmente atrás esa pesadilla: la revisión médica y la firma del documento por la autoridad militar del distrito. Porque si bien no iría al servicio, de todos modos debía pasar por la revisación. Sin embargo, cuando fui a cumplir con el trámite (en la localidad de Ramos Mejía) me enteré que eran tantos los eximidos que ni siquiera hacía falta que me revisen.

Por eso, hoy no tengo interminables anécdotas del servicio militar para aburrir al mundo: toda mi experiencia castrense se limitó al día en que fui a que me estamparan el sello de “No Convocado”.

Aún así me quedó algo que contar: en la fila había un travesti, que iba para que lo exceptuaran. En 1987 esto era tan raro como hallar un gaucho en el Polo Norte.

Y ahora sí, definitivamente, luego de este episodio nada más tengo para decir de mi paso por el ejército.



© 2011, Héctor Ángel Benedetti

1 comentario:

Anónimo dijo...

te hubieras comido unos dias en calabozo porque a los milicos les molesta la gente pensante y seguramente vos te hubieras manifestado ja