
Ya estaba en desuso cuando yo era pequeño. Era casi en el borde de la estancia “La Cautiva”, cuyo alambrado marcaba de un lado el comienzo del pueblo y del otro el fondo de las muchas hectáreas de aquella rica propiedad. Además de la capilla había en ese sector un vivero forestal, el más grande del partido. Esto era todo cuanto yo (y cualquier otro) podía ver de la hacienda. El casco nunca lo conocí, porque estaba muy adentro; pero sé que lo imaginaba fastuoso, rodeado por un parque legendario a donde acudían, por las tardes, felices niñas hermosas a tomar el té. ¡Qué vuelco dio mi corazón al acercarme ahora hasta aquel sitio! El descuido había transformado al vivero en un bosque tan cerrado que ocultaba a la iglesia; nada de ella se notaba desde el camino.
Volví entristecido a las calles del pueblo, y recién entonces caí en la cuenta de algo que había notado sin que me alertase demasiado, pero que ahora me llenaba de inquietud: el campo no era lo único que estaba abandonado. Una de las grandes casonas también estaba vacía; otra tenía su techo derrumbado; más allá había una tienda cerrada, y en la misma cuadra un hotelito ya había sido tapiado.
Fui hasta el almacén. Pedí una bebida y me presenté. Le dije al patrón quién era yo y de quiénes era el hijo; aclaré —por si acaso— que antes vivíamos en la casa amarilla frente a la escuela. No hacía falta: el nombre de mis padres todavía le sonaba familiar. El hombre recibió todas mis noticias con interés y quiso corresponderme con las módicas novedades de cuatro décadas del pueblo, pero los nombres que barajaba eran irreparablemente ajenos a mi conocimiento. Fingí algún recuerdo solo para mantener viva la conversación; y cuando sentí que esta se agotaba, pregunté por el destino del campo de los Auboyer.
Me habló de un accidente ocurrido mucho antes de que yo naciera. Mis padres, que yo recuerde, nunca lo comentaron. Auboyer, en sociedad con otro inversor, había comprado “La Cautiva” a un español que había sido su fundador, al cual pertenecían también los terrenos donde se hizo el pueblo. Bajo la nueva administración los campos fueron muy prósperos; la fortuna permitió que no solo hicieran una capilla neogótica para uso personal, sino además una escuela para los hijos de los peones, igualmente dentro de la propiedad; y más cerca de la casona principal también instalaron un pequeño zoológico privado. Un día, un leoncito de aquel zoológico mató a la nieta del cuidador. La decapitó. Entonces decidieron, los Auboyer o el juez, que había que sacrificar al animal. La noticia trascendió y parece que hasta llegó gente de Buenos Aires para presenciar la matanza, que sería a cargo de un tirador profesional. Es cierto que cualquier empleado hubiera podido hacerlo, pero tal vez fueron a lo seguro. Y con esta desdicha gravitando sobre el lugar, todos —sus dueños, los peones, la gente del pueblo— comenzaron a tomar aprensión hacia la estancia. Unos años después fue vendida al señor Ferrater, un empresario que dirigía un importante laboratorio en la Capital. Cuando este falleció (la fecha más o menos podría ubicarse hacia la de mi nacimiento), una desavenencia entre sus herederos hizo que todo decayera definitivamente. Muchos en la villa dependían de “La Cautiva”, y terminaron marchándose.
Pagué y me fui.
Confieso que una obsesión se apoderó de mí desde aquel momento: la de buscar un asiento de estos hechos. Comencé la tarea apenas estuve otra vez en Buenos Aires. No dejé colección de periódicos ni de revistas sin visitar. En algún lado tendría que figurar, ¿el hombre del estaño no había dicho, acaso, que esto se había divulgado y que acudieron personas desde lejos para ver cómo mataban al león? Y efectivamente, al mes de búsqueda apareció el recuadro amarillento que tanto ansiaba leer: lo hallé en un diario de los llamados “serios”, lo que le otorgaba un carácter indubitable.
Salvo en dos o tres detalles menores cuya discrepancia resolví a favor del diario, el relato coincidía con el de mi informante. Los Auboyer y los familiares de la pequeña se habían negado a hacer declaraciones; lo que el periodista recogía era el testimonio de un sacerdote, que no podía ser otro que el mismo que solía oficiar en la capilla y educar en la escuela. O bien por discreción, o bien porque no hubo testigos del momento del accidente, las noticias del cura eran moderadas; ante la pregunta inevitable de cómo pudo acontecer, se limitó a decir (dos veces) que “estaba escrito que así sería”.
La crónica finalizaba con un comentario irónico sobre el sacerdote, a quien evidentemente acusaban de apelar a un fatalismo inoportuno. Pero yo, al leer esto, entendí claramente a qué se refería…
Y determiné volver al pueblo en la primera oportunidad que tuviera. Así lo hice. Pensaba: no había estado en cuarenta años, pero regresaba dos veces en pocas semanas, ¡qué extrañas son las propuestas que a veces nos surgen! Llegué en una mañana tan calma que parecía irreal; anhelante crucé el terreno de la estación y me dirigí hasta el borde del campo de “La Cautiva”, donde comenzaba el bosque, para buscar la iglesia.


© 2011, Héctor Ángel Benedetti
No hay comentarios.:
Publicar un comentario