Después de tanto tiempo, movido por un impulso tan íntimo que ni yo mismo podría explicarlo, he vuelto a visitar mi antiguo pueblo. Todo en él ya era extraño para mí, porque yo mismo lo era en sus calles; los frentes añosos, las veredas de ladrillo, los árboles, la plaza silenciosa con su busto de piedra y aquel almacén en la esquina más soleada no habían cambiado desde mi infancia y sin embargo no conseguía reconocerlos, como tampoco recordaba mi mano, al acariciarla, la verja del jardín de lo que supo ser mi casa. Pero no me asombró. Cuarenta años pasaron desde que nos fuimos, y yo aún no había cumplido ocho; la diferencia con la gran ciudad y la poca capacidad de añoranza que tenía entonces hicieron que despreciara y hasta borrara, incluso, el registro de mis primeros pasos. Es algo que suele ocurrir. Aunque en realidad, no obstante lo lívido de su imagen en mi memoria, una cosa retornó mientras caminaba por la villa: la iglesia vieja al otro lado de la estación, en los campos que eran de Auboyer.
Ya estaba en desuso cuando yo era pequeño. Era casi en el borde de la estancia “La Cautiva”, cuyo alambrado marcaba de un lado el comienzo del pueblo y del otro el fondo de las muchas hectáreas de aquella rica propiedad. Además de la capilla había en ese sector un vivero forestal, el más grande del partido. Esto era todo cuanto yo (y cualquier otro) podía ver de la hacienda. El casco nunca lo conocí, porque estaba muy adentro; pero sé que lo imaginaba fastuoso, rodeado por un parque legendario a donde acudían, por las tardes, felices niñas hermosas a tomar el té. ¡Qué vuelco dio mi corazón al acercarme ahora hasta aquel sitio! El descuido había transformado al vivero en un bosque tan cerrado que ocultaba a la iglesia; nada de ella se notaba desde el camino.
Volví entristecido a las calles del pueblo, y recién entonces caí en la cuenta de algo que había notado sin que me alertase demasiado, pero que ahora me llenaba de inquietud: el campo no era lo único que estaba abandonado. Una de las grandes casonas también estaba vacía; otra tenía su techo derrumbado; más allá había una tienda cerrada, y en la misma cuadra un hotelito ya había sido tapiado.
Fui hasta el almacén. Pedí una bebida y me presenté. Le dije al patrón quién era yo y de quiénes era el hijo; aclaré —por si acaso— que antes vivíamos en la casa amarilla frente a la escuela. No hacía falta: el nombre de mis padres todavía le sonaba familiar. El hombre recibió todas mis noticias con interés y quiso corresponderme con las módicas novedades de cuatro décadas del pueblo, pero los nombres que barajaba eran irreparablemente ajenos a mi conocimiento. Fingí algún recuerdo solo para mantener viva la conversación; y cuando sentí que esta se agotaba, pregunté por el destino del campo de los Auboyer.
Me habló de un accidente ocurrido mucho antes de que yo naciera. Mis padres, que yo recuerde, nunca lo comentaron. Auboyer, en sociedad con otro inversor, había comprado “La Cautiva” a un español que había sido su fundador, al cual pertenecían también los terrenos donde se hizo el pueblo. Bajo la nueva administración los campos fueron muy prósperos; la fortuna permitió que no solo hicieran una capilla neogótica para uso personal, sino además una escuela para los hijos de los peones, igualmente dentro de la propiedad; y más cerca de la casona principal también instalaron un pequeño zoológico privado. Un día, un leoncito de aquel zoológico mató a la nieta del cuidador. La decapitó. Entonces decidieron, los Auboyer o el juez, que había que sacrificar al animal. La noticia trascendió y parece que hasta llegó gente de Buenos Aires para presenciar la matanza, que sería a cargo de un tirador profesional. Es cierto que cualquier empleado hubiera podido hacerlo, pero tal vez fueron a lo seguro. Y con esta desdicha gravitando sobre el lugar, todos —sus dueños, los peones, la gente del pueblo— comenzaron a tomar aprensión hacia la estancia. Unos años después fue vendida al señor Ferrater, un empresario que dirigía un importante laboratorio en la Capital. Cuando este falleció (la fecha más o menos podría ubicarse hacia la de mi nacimiento), una desavenencia entre sus herederos hizo que todo decayera definitivamente. Muchos en la villa dependían de “La Cautiva”, y terminaron marchándose.
Pagué y me fui.
Confieso que una obsesión se apoderó de mí desde aquel momento: la de buscar un asiento de estos hechos. Comencé la tarea apenas estuve otra vez en Buenos Aires. No dejé colección de periódicos ni de revistas sin visitar. En algún lado tendría que figurar, ¿el hombre del estaño no había dicho, acaso, que esto se había divulgado y que acudieron personas desde lejos para ver cómo mataban al león? Y efectivamente, al mes de búsqueda apareció el recuadro amarillento que tanto ansiaba leer: lo hallé en un diario de los llamados “serios”, lo que le otorgaba un carácter indubitable.
Salvo en dos o tres detalles menores cuya discrepancia resolví a favor del diario, el relato coincidía con el de mi informante. Los Auboyer y los familiares de la pequeña se habían negado a hacer declaraciones; lo que el periodista recogía era el testimonio de un sacerdote, que no podía ser otro que el mismo que solía oficiar en la capilla y educar en la escuela. O bien por discreción, o bien porque no hubo testigos del momento del accidente, las noticias del cura eran moderadas; ante la pregunta inevitable de cómo pudo acontecer, se limitó a decir (dos veces) que “estaba escrito que así sería”.
La crónica finalizaba con un comentario irónico sobre el sacerdote, a quien evidentemente acusaban de apelar a un fatalismo inoportuno. Pero yo, al leer esto, entendí claramente a qué se refería…
Y determiné volver al pueblo en la primera oportunidad que tuviera. Así lo hice. Pensaba: no había estado en cuarenta años, pero regresaba dos veces en pocas semanas, ¡qué extrañas son las propuestas que a veces nos surgen! Llegué en una mañana tan calma que parecía irreal; anhelante crucé el terreno de la estación y me dirigí hasta el borde del campo de “La Cautiva”, donde comenzaba el bosque, para buscar la iglesia.
La encontré luego de saltar el alambre y deambular unos cuantos metros entre la espesura, apartando maleza y pisando la hojarasca de muchos inviernos. Lo que vi fue desolador. La capilla particular de los Auboyer había sido un templo de hermosa arquitectura, pero solo quedaban ruinas. Por fuera, diseminados entre los pastos, yacían escombros y dos o tres de los pináculos que otrora decoraran los contrafuertes. Fui hasta el frente. La escalinata, que terminaba bajo el arco de entrada, antes daba contra una puerta ojival de madera; la puerta había desaparecido. Tampoco estaban los cristales del rosetón, ni los de ningún otro ventanal. Avancé. El techo de la nave central ya no existía; los pilares no soportaban nervio alguno. Plantas grotescas subían por la desnuda pared semicircular del ábside, gracias al cual deduje la posición del comulgatorio y del altar ausente. Nada del mobiliario; ni una figura, ni uno de los cuadritos (que seguramente debieron estar) representando el viacrucis. Noté que en algunos entrepaños se conservaban, raídas por el tiempo, unas frases en bajorrelieve: las reconocí como versículos de los Salmos.
Comprendí de pronto que allí tenía la clave que justificaba todo. El sacerdote no era fatalista: hablaba en sentido recto al decir que la desgracia estaba escrita. Porque cerca de una lucerna, a una altura que me sobrepasaba varias veces, arañadas por las lluvias aunque todavía legibles, estaban grabadas las palabras del salmista: EL DIABLO RONDA COMO LEÓN RUGIENTE BUSCANDO A QUIÉN DEVORAR.
© 2011, Héctor Ángel Benedetti
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