domingo, 30 de junio de 2013

El crítico


Comenzaba la carrera profesional de quien fuera uno de los bandoneonistas y compositores más destacados de todos los tiempos: Anselmo Alfredo Aieta (1896-1964). Como en la mayoría de los principios, todo era cuesta arriba. Poco o ningún provecho le había reportado su primera composición, su tango inicial de adolescente: La primera sin tocar (hacia 1912).
 
Le salió un trabajo bastante lejos de sus condiciones, de sus expectativas y hasta de su Buenos Aires natal, pero no podía darse el lujo de rechazarlo. Era en Salto, para un bailongo mishio con menos de salón que de borrachería y menos de borrachería que de lupanar, con un sueldo de sesenta pesos (a compartir con un amigo guitarrista), más los diez centavos que abonaban los bailarines por pieza.
 
Cierta vez cayó al bailongo un gaucho. Conviene imaginarlo como un peón de estancia antes que como una estampa de José Hernández; sería falaz verlo entrar al bailongo de otra manera. En un costado llevaba –esto no debe dudarse– su enorme y certero facón; un facón que lucía aún en las pendencias más vulgares, un facón para el que debía ser lo mismo despenar un animal, trozar un asado con cuero y batirse después en una riña. El aspecto del gaucho era perfectamente acorde con su arma.
 
Podemos emplear el presente histórico para continuar esta anécdota. Aieta y su amigo terminan un tango. No sabemos cuál, pero no importa; la cuestión es que ocurre algo insospechado: el gaucho (que ha escuchado el tema puntualmente) está emocionado y llora. Se acerca al tablado.
 
“Qué lindo es esto...”, articula en su modesto vocabulario.
 
Y de un solo tajo mutila con el facón las seis cuerdas de la guitarra. Luego, como para rubricar su agrado, clava ese filo terrible en el fuelle del bandoneón.
 
Los dos músicos quedan paralizados de terror. Protestar sería un suicidio: si aquello era la crítica favorable, no quisieran pensar en la desaprobación.
 
“No se asusten, amigos”, prosigue el gaucho; “es que me han hecho lagrimear...”
 
Y los invita con unas ginebras. Luego, con la suerte de unas cuadreras, los indemniza con seis “canarios” (billetes de cien pesos) para que se compren otro bandoneón y otra guitarra.
 
© 2013, Héctor Ángel Benedetti

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