
Le salió un trabajo bastante
lejos de sus condiciones, de sus expectativas y hasta de su Buenos Aires natal,
pero no podía darse el lujo de rechazarlo. Era en Salto, para un bailongo
mishio con menos de salón que de borrachería y menos de borrachería que de
lupanar, con un sueldo de sesenta pesos (a compartir con un amigo guitarrista),
más los diez centavos que abonaban los bailarines por pieza.
Cierta vez cayó al bailongo un
gaucho. Conviene imaginarlo como un peón de estancia antes que como una estampa
de José Hernández; sería falaz verlo entrar al bailongo de otra manera. En un
costado llevaba –esto no debe dudarse– su enorme y certero facón; un facón que
lucía aún en las pendencias más vulgares, un facón para el que debía ser lo
mismo despenar un animal, trozar un asado con cuero y batirse después en una
riña. El aspecto del gaucho era perfectamente acorde con su arma.
Podemos emplear el presente
histórico para continuar esta anécdota. Aieta y su amigo terminan un tango. No
sabemos cuál, pero no importa; la cuestión es que ocurre algo insospechado: el
gaucho (que ha escuchado el tema puntualmente) está emocionado y llora. Se
acerca al tablado.
“Qué lindo es esto...”, articula
en su modesto vocabulario.
Y de un solo tajo mutila con el
facón las seis cuerdas de la guitarra. Luego, como para rubricar su agrado,
clava ese filo terrible en el fuelle del bandoneón.
Los dos músicos quedan
paralizados de terror. Protestar sería un suicidio: si aquello era la crítica
favorable, no quisieran pensar en la desaprobación.
“No se asusten, amigos”, prosigue
el gaucho; “es que me han hecho lagrimear...”
Y los invita con unas ginebras.
Luego, con la suerte de unas cuadreras, los indemniza con seis “canarios” (billetes de cien pesos) para
que se compren otro bandoneón y otra guitarra.
© 2013, Héctor Ángel Benedetti
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