jueves, 2 de febrero de 2006

Una misteriosa historia de Roma

Nada —pero absolutamente nada— se conoce de la biografía del señor Iulius Obsequens, habitante del siglo IV o principios del V; sólo puede deducirse que era lector de Tito Livio y que se ocupaba de separar los prodigios, tan abundantes en su libro de historia, para anotarlos siguiendo un orden cronológico. No hay referencias suyas ni de sus trabajos en ningún otro texto antiguo, y su nombre mismo aparenta ser un pseudónimo. Sus primeros editores modernos, en el siglo XVI (la editio princeps fue en Venecia, en 1508, por Aldo Pío Manucio y Andrea Asulano), aseguraron basarse en cierto manuscrito regalado por un tal Iucundus; pero faltaban las primeras hojas, donde quizá un prólogo hubiera arrojado algo de luz sobre su autor. El manuscrito terminó perdiéndose del todo, como si fuese una broma literaria que comenzara desde los mismos nombres de sus protagonistas, ya que Obsequens significa “complaciente” y el puntual amigo Iucundus puede traducirse como “gracioso”.


El Liber prodigiorum (= “Libro de los prodigios”) es una de las obras más entretenidas que dio la Antigüedad; condición que comparte con las Noches áticas de Aulo Gelio, los XVII libros de la Historia de los animales de Claudio Eliano, la Interpretación de los sueños de Artemidoro, los Catasterismos de Eratóstenes, y varios más que entre latinos y griegos conforman un grupo de clásicos “menores” de muy agradable lectura.


Por cierto que la tarea de este Obsequens fue muy simple. Él tuvo frente a sí un ejemplar completo de Ab urbe condita, de Tito Livio; apartó los hechos asombrosos y los compiló para formar otro libro. Con el tiempo, Obsequens, el paradoxógrafo, se volvió complementario de Livio, el historiador, ya que el texto de este último no ha sobrevivido íntegro. Tal carácter subsidiario hizo que el Liber prodigiorum no tuviese una primera edición por separado, pero curiosamente no se lo incorporó al libro de Tito Livio: salió de imprenta junto a las cartas de Plinio el Joven y a otra historia: la de Suetonio. Tras su redescubrimiento, pudieron observarse más de veinte ediciones en menos de cien años; el insigne humanista Conrado Licóstenes, en Basilea, lo publica en 1552 independientemente de Livio y de cualquier otro, e incurre en la tentación de añadirle prodigios desconocidos en el original del esquivo Iucundus. El Index de libros prohibidos ni se molestó en vetar a Obsequens, pero desde 1518 y hasta la aparición de su primera traducción al castellano, en 1990, no tuvo edición en país católico. La exclusión geográfica y lingüística impidió que muchos lectores accedieran a esta Roma supersticiosa.


El prodigium (palabra que lleva implícito un mal agüero, y que también contempla una acepción como “monstruo”) era tan importante que el Senado lo trataba todos los años, en su primera sesión.


En Obsequens, muchas veces (la mayoría) el relato de un prodigio se remata con un hecho histórico importante, que por estar dentro del mismo párrafo pareciera ser una maravilla más. No fue sobrenatural el aplastamiento de los celtíberos ni la derrota de los ejércitos romanos en Numancia, aunque la yuxtaposición de esta información a una frase del tipo “en Amiterno nació un niño con tres pies” u otra como “llovió leche en Preneste” hace que la reseña histórica también parezca una cosa fuera de la común, o en todo caso una consecuencia de los prodigios. Por ejemplo, este fragmento que corresponde a los fenómenos habidos durante el consulado de Quinto Elio Peto y Marco Junio Peno (año 167 a. de C.): “En Roma algunos lugares sagrados y profanos fueron alcanzados por el rayo. En Anagnia llovió tierra. En Lanuvio fue visto en el cielo un meteoro ígneo. En Calacia, en un terreno público, manó sangre durante tres días y dos noches. Gencio, rey del Ilírico, y Perseo, rey de Macedonia, fueron vencidos”. La última oración no comunica ningún milagro, pero es fácil tentarse con relaciones de causa y efecto.




De vez en cuando Obsequens explica un prodigio, aclarando que tal análisis es el que hicieron oportunamente los adivinos. A él no le compete la interpretación, tarea reservada a los arúspices o a los custodios de los Libros Sibilinos; y lo que es más: tampoco se preocupa por determinar si un prodigio tiene origen ultraterreno (“En Preneste y en Cefalenia pareció que habían caído del cielo unas enseñas”) o es, en cambio, un simple accidente atmosférico (“Una torre de los jardines de César, junto a la puerta Colina, fue alcanzada por un rayo”). A los efectos, es lo mismo; hay algo que está alterando la normalidad, que puede y debe ser traducido y purgado.


Sobre esto último —la reparación de la seguridad mediante la expiación del prodigio— Obsequens dejó algún escueto informe. Si se encontraba un hermafrodita, era necesario arrojarlo al mar. Si un enjambre de abejas se posaba sobre el Foro, debía ofrecerse un sacrificio. Su estilo es llano; todo el interés se sostiene exclusivamente en el carácter insólito de las descripciones de prodigios. Los hay de precipitaciones (“Llovió sangre en la explanada de Vulcano”), de pozos surgentes (“En Caura manaron de la tierra arroyos de sangre”), de furia de los elementos (“Una violenta borrasca azoto el templo de Júpiter”), zoológicos (“En las Esquilias nació un potrillo con cinco patas”), botánicos (“En Bononia nacieron mieses en los árboles”), geográficos (“En Sicilia emergió una nueva isla en el mar”), astronómicos (“En Capua fue visto el sol durante la noche”). Estas lacónicas noticias pueden ser fácilmente despreciadas por el sujeto racional del siglo XXI; mejor sería que se pusiera en lugar del romano, tratando de explicar un parhelio.


El Liber prodigiorum ha sufrido un destino extraño, como esas cosas que narra. Pocos lo han leído directamente, pero igual suele citárselo para justificar inexplicables manuales modernos de ciencias ocultas.


© 2006, Héctor Ángel Benedetti

1 comentario:

Guada dijo...

Un artículo muy interesante e ilustrativo. Felicitaciones.