sábado, 3 de abril de 2010

El tabaco holandés

Blaquier, guardado en un brilloso robe de chambre y apoltronado en su sillón de lectura, repasaba sin interés evidente un libro decimonónico mientras fumaba su pipa favorita de cánula alargada; y en ese aburrimiento estaba cuando de pronto notó que las paredes de su habitación cobraban otras dimensiones y se pandeaban horrorosamente, a la vez que el empapelado estilo William Morris mutaba en un revoltijo de tallos y flores aberrantes que parecían estrangular la cabeza de jabalí, también deformada hasta lo grotesco; las llamas de la estufa eran salamandras danzantes, el jarrón inglés latía como si estuviese animado, y el paisaje de Constable adquiría una profundidad decididamente impropia en un cuadro al óleo.

Poco después todo estaba de nuevo en su sitio y la sonería del reloj sobre la estufa anunciaba las doce.

“Buena porquería resultó este tabaco de Holanda”, se dijo Blaquier observando con preocupación la pipa. Vació las cenizas de la cazoleta, dispersó un poco los leños de la estufa para que se apagasen, y enfiló al dormitorio. Aquella noche tuvo un sueño feliz, sin cuartos alabeados ni jabalíes sonrientes, con empapelados William Morris en estado de perfecta quietud.

Solo tuvo un inconveniente: despertó antes de que amaneciera del todo, convertido en un búho. Pero a fuerza de golpear contra la ventana del dormitorio logró salir y volar hasta el campanario de St. Ambrose.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti

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