viernes, 1 de abril de 2011

Informe: Imaginería en el cementerio de Tandil

La referencia más temprana de dos amuletos extraviados dentro del cementerio municipal de Tandil figura, inesperadamente, en un cuadernillo cuyo tema es la toponimia regional. Se ignora el autor; son treinta y dos páginas impresas en octavo mayor por la casa La Provincia, de Blas Grothe, en 1918. Fuera de la inclinación del cronista anónimo por la etimología thavn-lil (“piedra que late”) y de una buena descripción del manantial de Gardey, lo más llamativo del folleto es el testimonio de estas imágenes; el paciente y metódico interrogatorio a ciertos volúmenes prácticamente olvidados en la Biblioteca Rivadavia pueden complementar la información. Otra fuente, tan importante como dudosa, es el testimonio de los vecinos. Al respecto, poca gente menor de cincuenta años oyó hablar de la cuestión; los mayores apenas guardan un recuerdo nebuloso y distanciado. Más que una historia apócrifa, parece ser una historia velada.


Todos coinciden en los detalles básicos. Cada amuleto representa un esqueleto, quizá no en las proporciones adecuadas. Miden alrededor de cinco centímetros. Están tallados en mármol, con la reverencial paciencia que refleja su fino acabado y su lustre piadoso. Surge de inmediato la comparación con el famoso San La Muerte venerado en la zona de Corrientes; pero salvo unas escasas analogías de forma y tamaño, poco guardan en coincidencia. Por ejemplo, nunca se alude a un preso que esculpe, resignado, en la soledad nocturna de su celda. Tampoco se menciona una bendición clandestina en Viernes Santo, ni la plegaria de un desesperado peón de campo que invoca su fuerza de payé. Estas figuras carecen del fervor provinciano por el santoral no reconocido; están en el cementerio porque sí, porque tienen que estar, obedeciendo a una ley inescrutable. El imaginero anónimo concibió a uno de los esqueletos en mármol blanco y al otro en mármol negro. La adjudicación de poderes a partir del color pareciera tener escasa importancia, porque mientras algunos dicen que el blanco es benéfico y el negro es maligno, hay quien afirma que ambos son idénticamente nefastos. No llevan la guadaña característica de las alegorías de la Parca; tienen, en cambio, una minúscula argolla metálica, herrumbrada ya, adosada a cada calavera. En estos aros aún se perciben grabados unos caracteres hebreos: la letra shin corresponde al esqueleto blanco, la kof está en el negro. Esto indujo a creer que deberían existir, en realidad, tres esqueletos; tarde o temprano aparecería el faltante, llevando en su anillo la letra resh. (En el Zohar, o Libro del esplendor, se lee que shin, kof y resh están asociados para formar la palabra shéquer [mentira]. Aunque shéquer es anagrama de késher [nudo], lo que iniciaría una larga discusión cabalística.)


El poder de estos amuletos surge tan solo con encontrarlos, no requiriendo de otros conjuros. El único ritual imprescindible, al decir de la mayoría (discrepa en este sentido Agustina Barrenechea, que no registra tal cosa en su Compilación de supersticiones bonaerenses, Rauch, 1929), consiste en arrojar el esqueleto lo más lejos posible sin mirar dónde cae. Esta actitud no está debidamente explicada, pero la verdad es que nadie se atrevería a llevar un esqueleto consigo. Ni siquiera el blanco, suponiendo que tuviera efectos positivos. Dar con uno de estos esqueletos es, por lo que antecede, azaroso: al ser tirado a ciegas, puede caer quién sabe donde. Tal vez en una alcantarilla, por la que se perderá definitivamente; o quizá en lo alto de un mausoleo, de donde tardaría decenios en bajar. Una canaleta o un cúmulo de flores podridas pueden significar el fin de la historia. También puede caer fuera del recinto o, peor aún, dar con alguien que desconoce por completo su exigencia y que lo recoge y lo lleva a su casa como una curiosidad.


El de Tandil, como muchos cementerios que están en las afueras de las cabeceras de partidos, posee sectores claramente delimitados y que a su modo explican el crecimiento que tuvo la localidad tanto en lo demográfico como en lo económico y hasta en lo estético. Hay amplios cuadros de sepulturas en tierra, con cruces de piedra o metal que a veces exhiben recargadas y caprichosas ornamentaciones: son las más viejas, categóricamente separadas de las nuevas, que tienen mayor discreción de líneas; hay corredores largos con cientos de nichos, que del lado exterior del camposanto asemejan murallas perimetrales (lo son); también hay bloques de bóvedas reunidas según la fecha de habilitación y, por lo tanto, conformando diferentes grupos estilísticos. Desde el gran pórtico de entrada, una veredita conduce rectamente a los panteones de más antigüedad, en donde no es raro ver frisos, resaltos y adornos de complicada y fúnebre elaboración; las declaraciones recogidas sobre los amuletos se ambientan exclusivamente en esta parte, y es natural que así sea. La dilatada frecuencia entre un hallazgo y otro revelan que las visitas a estos mausoleos son cada vez más aisladas.


Encuentros reales, fueron documentados solamente tres. Todos los escritores recogieron la primera aparición de uno de los amuletos, aunque ninguno arrimó más claridad. Habría sido en la última década del siglo XIX. José A. Cabral, en un artículo publicado en el periódico masón Luz y Verdad, habló en 1901 de “…unas risibles leyendas en el cementerio durante la intendencia de Juan Bautista de la Canal, sin duda fomentadas por el propio radicalismo”; quizá estuviera refiriéndose al mismo tema, pero tan imprecisas son sus palabras que es preferible no considerarlas: mejor continuar remitiéndose a aquel trabajo toponímico de 1918, citado al principio de esta monografía. Por este y los demás textos se deduce que entre 1895 y 1900 un enterrador vio el esqueleto blanco y notó un relieve, “como una doble ve”, en una pequeña agarradera oxidada. Estaba depositado sobre una lápida con forma de libro abierto.


El negro surgió algo más tarde, en unas circunstancias tan chocantes que difícilmente pudieran creerse de no provenir del relato de don Esteban Irasusta, médico emparentado con los Santamarina. El anciano aseguró que fue en el otoño de 1915, cuando debió asistir a un sepelio en el mausoleo de esta familia tradicional de Tandil. Todo aquel que entre a la parte antigua del cementerio notará cómo destaca esta construcción monumental y sombría, con dos accesos, hoy en ruinas. Por el frente se ingresa a un oratorio; desde atrás se baja a la cripta donde están los ataúdes, dispuestos en nichos con tapas de mármol. Ahora la puerta trasera está siempre abierta y cualquiera puede descender al viejo y abandonado depósito; entonces tampoco eran muchos quienes entraban al sepulcro y todo indica que ya solo iban a la capillita de adelante. Aquel día de 1915, cuando bajaron para la inhumación, vieron que el subsuelo estaba anegado; una filtración, sin duda, era la causante. El cuidador trepó por las molduras del exterior para llegar a la cúpula; allí comprobó que el desagüe estaba obstruido. Al remover el fango apareció la estatuilla negra.


El Tandil misterioso pareciera circunscribirse al derrumbe de la famosa Piedra Movediza, a la presencia inquietante de algunos “corrales” líticos en campos aledaños, a unos túneles que se detectaron en ciertos lugares fundacionales y que todavía no fueron suficientemente esclarecidos (como los del Fuerte Independencia), y a las andanzas del matrero Tata Dios en 1872; es desconcertante que el asunto de los amuletos fuera disimulado, aún cuando hay bibliografía que prueba su existencia. Esto lleva a pensar que hablar de las imágenes es cosa tabú, y avala semejante sospecha el episodio que narra Lucas Figueroa en su libro Del viejo Tandil, sin pie de imprenta (c. 1966). Este autor, inusualmente memorioso, cuenta uno de los hallazgos con fecha precisa: pasó en la tarde del 3 de mayo de 1935. “Fui testigo cuando una mujer joven y enlutada vio el esqueleto blanco en el fondo de un cántaro, al renovar las flores de una tumba. La reacción de la muchacha, temerosa de ser víctima de algún extraño maleficio, fue quedarse como el querubín que se observa en el medallón de una bóveda de 1874; su estupor era inocultable. Algo malo ocurrió, dijo con una voz que no reflejaba su pavura. El crujido de la hojarasca se repetía ahora en los pasos de algún caminante, y si esto se oía era porque ninguno de los dos pudimos seguir hablando. Así paralizados como estábamos, era más impresionante nuestro temor…” (tomo II, página 139).


Los demás cronistas se basan en las fuentes antedichas y reiteran estas historias, con ligeras y simpáticas variantes.


© 2011, Héctor Ángel Benedetti

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