
Las pocas y deprimentes habitaciones rodeaban un patio; al asomarse con las primeras luces del sábado, Mora comprobó que este patio era como el de una casa cualquiera. El cuarto de enfrente tenía su puerta abierta: no era otro dormitorio, sino un desván. Mora decidió inspeccionarlo. Desde afuera no se veía nada interesante (un colchón arrollado, una jaula herrumbrada, latas de pintura y pinceles secos e irrecuperables, el cuadro que alguna vez se compró en una mueblería, etcétera); pero un atado de revistas amarillentas atrajo un poco más su curiosidad y entró. Eran viejos ejemplares de Leoplán. ¿Y si se los pidiera al hotelero? Seguramente habría de regalárselos, aunque debía ser cauta y disimular que anduvo metiendo las narices donde no le correspondía.
Mora se dio vuelta y salió del cuarto de los cachivaches. Pero al segundo paso cayó en la cuenta de que no estaba otra vez en el patio del hotel de la imprenta. Frente suyo tenía las rocas y la gris arena de una costa escarpada; más allá de la costa estaba el mar.
© 2011, Héctor Ángel Benedetti