La señorita Mora, casi invisible en la Capital, destacaba un poco más en San Andrés de Giles. Había viajado solo para tener un fin de semana diferente; eligió el destino tras leer algo en el diario y luego le buscó justificación: ella misma terminó creyendo que deseaba conocer la Cruz del Obispo Escalada y un busto de Mitre que, según pudo enterarse, fue el primero que hubo en el país. Llegó al pueblo el viernes por la noche y se alojó en un hotel improvisado en la parte trasera de una imprenta.
Las pocas y deprimentes habitaciones rodeaban un patio; al asomarse con las primeras luces del sábado, Mora comprobó que este patio era como el de una casa cualquiera. El cuarto de enfrente tenía su puerta abierta: no era otro dormitorio, sino un desván. Mora decidió inspeccionarlo. Desde afuera no se veía nada interesante (un colchón arrollado, una jaula herrumbrada, latas de pintura y pinceles secos e irrecuperables, el cuadro que alguna vez se compró en una mueblería, etcétera); pero un atado de revistas amarillentas atrajo un poco más su curiosidad y entró. Eran viejos ejemplares de Leoplán. ¿Y si se los pidiera al hotelero? Seguramente habría de regalárselos, aunque debía ser cauta y disimular que anduvo metiendo las narices donde no le correspondía.
Mora se dio vuelta y salió del cuarto de los cachivaches. Pero al segundo paso cayó en la cuenta de que no estaba otra vez en el patio del hotel de la imprenta. Frente suyo tenía las rocas y la gris arena de una costa escarpada; más allá de la costa estaba el mar.
Las pocas y deprimentes habitaciones rodeaban un patio; al asomarse con las primeras luces del sábado, Mora comprobó que este patio era como el de una casa cualquiera. El cuarto de enfrente tenía su puerta abierta: no era otro dormitorio, sino un desván. Mora decidió inspeccionarlo. Desde afuera no se veía nada interesante (un colchón arrollado, una jaula herrumbrada, latas de pintura y pinceles secos e irrecuperables, el cuadro que alguna vez se compró en una mueblería, etcétera); pero un atado de revistas amarillentas atrajo un poco más su curiosidad y entró. Eran viejos ejemplares de Leoplán. ¿Y si se los pidiera al hotelero? Seguramente habría de regalárselos, aunque debía ser cauta y disimular que anduvo metiendo las narices donde no le correspondía.
Mora se dio vuelta y salió del cuarto de los cachivaches. Pero al segundo paso cayó en la cuenta de que no estaba otra vez en el patio del hotel de la imprenta. Frente suyo tenía las rocas y la gris arena de una costa escarpada; más allá de la costa estaba el mar.
© 2011, Héctor Ángel Benedetti
No hay comentarios.:
Publicar un comentario