viernes, 18 de junio de 2010

Argos, perro de Ulises, en un cuento borgeano

Con algunas variantes respecto a su versión definitiva, “El Inmortal”, cuento de Jorge Luis Borges incluido al comienzo de El Aleph, apareció publicado en la revista Los Anales de Buenos Aires nº 12 (febrero de 1947) bajo el título “Los Inmortales”. Dos años más tarde pasó al libro. Pero no importan aquí las diferencias entre una y otra edición, pues no existen discrepancias para la referencia que habremos de analizar; lo antedicho solo es una mención bibliográfica para quienes igualmente deseen un cotejo.

“El Inmortal” se desarrolla en la época de Gaius Aurelius Valerius Diocletianus, emperador que asume en el año 283 y abdica en 305. Son estos años de luchas en el Danubio, de persecución a cristianos, de campañas contra los persas, de reformas administrativas, del edictum de pretiis rerum venalium y de rebeliones en Egipto.

Que yo recuerde, mis trabajos comenzaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Dioclecíano era emperador.

Marco Flaminio Rufo es el personaje de esta historia: un tribuno que ha conseguido beber del “río secreto que purifica de la muerte a los hombres”. En la parte III se incluye el siguiente párrafo, que remite a la Odisea de Homero:

La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo.

Para poco más adelante agregar, en uno de esos esclarecimientos tan contundentes de la literatura borgeana:

Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol. Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta. Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.

Claro está, el troglodita recuerda ser Homero y haber bebido, también él, de ese río mágico que otorga la inmortalidad.

Si bien se puso en duda varias veces, hay una tendencia a aceptar que la Odisea fue compuesta cerca de una generación después que la Ilíada, que está fechada hacia el 725 a. de C. Flaminio encuentra a Homero en la época de Dioclecíano; el cómputo de Borges (mil cien años) es, por lo tanto, exacto.


* * *


El perro Argos aparece en el poema homérico en el momento en que Ulises está ante las puertas del que fuera su palacio. Ha vuelto irreconocible de su largo viaje; todos le dan por muerto y nadie ve al antiguo rey de Ítaca en su figura de pordiosero. Solo le distingue, precisamente, su perro. Veamos cómo nos lo cuenta Homero (Odisea, XVII, 290-327):

Tal hablaban los dos entre sí cuando vieron un perro
que se hallaba allí echado e irguió su cabeza y orejas:
era Argos, aquel perro de Ulises paciente que él mismo
allá en tiempos crió sin lograr disfrutarlo, pues tuvo
que partir para Troya sagrada. Los jóvenes luego
lo llevaban a cazas de cabras, cervatos y liebres,
mas ya entonces, ausente su dueño, yacía despreciado
sobre un cerro de estiércol de mulas y bueyes que habían
derramado ante el porche hasta tanto viniesen los siervos
y abonasen con ello el extenso jardín. En tal guisa
de miseria cuajado se hallaba el can Argos; con todo,
bien a Ulises notó que hacia él se acercaba y, al punto,
coleando dejó las orejas caer, mas no tuvo
fuerzas ya para alzarse y llegar a su amo. Éste al verlo
desvió su mirada, enjugóse una lágrima, hurtando
prestamente su rostro al porquero, y al cabo le dijo:
“Cosa extraña es, Eumeo, que yazga tal perro en el estiércol:
tiene hermosa figura en verdad, aunque no se me alcanza
si con ella fue también ligero correr o tan sólo
de esa clase de canes de mesa que tienen los hombres
y los príncipes cuidan, pues suelen servirles de ornato”.
Repondístele tu, mayoral de los cerdos, Eumeo:
“Ciertamente ese perro es del hombre que ha muerto allá lejos
y si en cuerpo y en obras hoy fuese lo mismo que era,
cuando Ulises aquí lo dejaba al partirse hacia Troya,
pronto echarás tú mismo de ver su vigor y presteza.
Animal que él siguiese a través de los fondos umbríos
de la selva jamás se le fue, e igual era en rastreo.
Mas ahora su mal le ha vencido: su dueño halló muerte
por extraño país; las mujeres de él no se acuerdan
ni le cuidan; los siervos, si falta el poder de sus amos,
nada quieren hacer ni cumplir con lo justo, que Zeus
el tonante arrebata al varón la mitad de su fuerza
desde el día que en él hace presa la vil servidumbre”.
Tal habló, penetró en el palacio de buena vivienda
y derecho se fue al gran salón donde estaban los nobles
pretendientes: y a Argos sumióle la muerte en sus sombras
no más ver a su dueño de vuelta al vigésimo año.


La fidelidad de Argos, que espera tanto para ver a su dueño y enseguida morir, ha sido tomada a lo largo de la historia como un ejemplo de conducta; el perro queda confirmado, así, como símbolo de la lealtad. “Aparece muy frecuentemente bajo los pies de las figuras de damas esculpidas en los sepulcros medievales”, señala Juan-Eduardo Cirlot en su Diccionario de Símbolos; indicación necesaria para introducir la primera función del perro en casi todas las mitologías: la de psicopompo. Ahí están el Anubis egipcio, el Cerbero guardián del Hades, el Xolotl de las tradiciones aztecas y el perro del alquimista chino Wei-Po-Yang. Para muchas culturas, el perro no solo es compañero en la vida: también lo es en la muerte.

Pero en la relación “Argos (perro – lealtad) / Homero (poeta – inmortalidad)” que hace Borges, existe una similitud inquietante con un simbolismo oriental que registraron Chevalier y Gheerbrant en un diccionario análogo al del mencionado Cirlot. Se trata de una creencia china en la que el perro acompaña con irreprochable puntualidad a Inmortales como Han-Tsen o el Gran Venerable. El único punto de contacto entre el símbolo chino y el Argos de Homero es la fidelidad; con el Argos del cuento de Borges, en cambio, esta unión es doble: lealtad e inmortalidad.


* * *


Claudio Eliano, “autor romano en lengua griega” al decir de Filóstrato, anota en su Historia de los animales (llamada en latín indistintamente De Natura Animalium e Historia Animalium) una interesante observación sobre la longevidad del perro Argos (IV, 40):

Lo más que puede vivir un perro son catorce años. Así que Argos, el perro de Ulises y la historia concerniente a el, tienen el aire de ser un divertimento de Homero.

Esta lectura racional que hace Eliano llega a tal punto que luego, al escribir anécdotas de diverso origen sobre el afecto del perro, ni siquiera lo menciona (VI, 25; VII, 10; VII, 40; y XI, 13). Sin embargo, en Eliano mismo surge un pasaje decididamente contrapuesto cuando narra la leyenda de un comerciante y su perro fiel (Fray Luis de Granada, varios siglos después, volvería a referirla en El símbolo de la fe). Cuenta Eliano (VII, 29):

Así que, divino Homero, ni el perro Argos fue una ficción literaria tuya, ni exageración poética, si todo lo que he contado aconteció verdaderamente al hombre de Teos.

No debe sorprender esta falta de coherencia de Eliano. Sus escritos están llenos de citas mal atribuidas, líneas que desdicen lo expuesto con anterioridad, noticias de segunda o tercera mano imposibles de verificar y, por supuesto, una ingente cantidad de datos absolutamente equivocados. Dentro mismo de su fábula del comerciante hay una contradicción, ya que atribuye su patria primero a Colofón y después a Teos. Por ello, las dudas sobre la veracidad del perro Argos y su posterior aprobación deben tomarse como una de las tantas muestras de la caótica —pero entretenida— compilación de Eliano. No hay necesidad de expedirse a favor o en contra de Homero.

Más debe llamar la atención una correspondencia que existe entre los versos donde Homero habla de Argos y unos del poeta latino Tito Lucrecio Caro en De Rerum Natura (II, 352-360):

Pues muchas veces ante los adornados templos de los dioses, al lado del ara donde arde el incienso, cae un novillo degollado, arrojando de su pecho un caliente río de sangre. Pero su madre, deshijada, recorre los verdes montes e intenta reconocer en el suelo las huellas de sus hendidas pezuñas, escudriñando con los ojos todos los parajes, por si puede ver en alguno al hijo que ha perdido; parándose, llena de quejas el frondoso bosque y vuelve sin cesar a mirar al establo, con la nostalgia del hijo clavada en el pecho.

Este paralelismo tan emotivo fue explorado por José Manuel Pabón; su fallecimiento le impidió señalarlo en la edición de la Odisea que tradujo y que post mortem publicara la madrileña Editorial Gredos.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Qué viene a ser un psicopompo? ¡Qué palabra más graciosa! Lito.

Héctor Ángel Benedetti dijo...

Estimado Lito: El psicopompo es quien acompaña al recién fallecido en su viaje al Más Allá; es el "conductor del alma", un guía para el muerto. Saludo cordial.

Jorge dijo...

Muy interesante!

Jorge dijo...

Muy interesante!

Jorge dijo...

Muy interesante!