viernes, 23 de julio de 2010

Lambert, el de los dos nombres

(Escrito por Guada Aballe para El Sextante de Hevelius).

Si hubo un personaje de la época Tudor que tenía la habilidad de meterse en problemas ese fue, sin duda, John Lambert. O Nicholson, su verdadero nombre.

Nacido en Norwich y educado en Cambridge, se ordenó sacerdote pero terminó haciéndose protestante. Comenzó en Norfolk teniendo problemas por leer libros prohibidos. En Antwerp, durante el tiempo que estuvo como capellán de los Merchants Adventures, hacía propaganda protestante. En 1532 Tomás Moro lo hizo regresar a Inglaterra.

Llevado a Lambeth bajo sospechas de herejía, tuvo que responder distintas cuestiones relacionadas con la fe. El Arzobispo de Canterbury, William Warham, se ocupó de salvarlo y lo llevó a su casa de Ortford. Muerto Warham, Lambert abandonó el sacerdocio para dedicarse a enseñar latín y griego a los niños.

Pero Lambert no podía estar sin meterse en líos. En 1535 fue llevado frente a Cranmer y Latimer porque había cuestionado el culto a los santos. Liberado de la cárcel un viernes, el sábado se presentó solito con intenciones de seguir la discusión. Preso otra vez un tiempo.

En otra ocasión, cuando el Obispo Taylor predicaba un sermón sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía, Lambert se acercó al púlpito e intentó iniciar un debate. Se le dijo que lo haga por escrito. Lambert cumplió y como su línea de pensamiento estaba cerca del reformador suizo Zwinglio, lo enviaron con Cranmer como hereje sacramentario… ¡y Lambert no tuvo peor idea que apelar al rey de Inglaterra!

Para Enrique VIII esto era algo nuevo: se le presentaba la oportunidad de presidir personalmente y en calidad de jefe de la iglesia inglesa un juicio de herejía. Aceptó gustoso.

El 16 de noviembre de 1538 se llevó a cabo el juicio en Westminster Hall con la presencia de una gran asamblea de pares temporales y espirituales. El rey hizo su entrada vestido todo de blanco. Enrique comenzó el juicio:

—¿Cuál es vuestro nombre?
—Mi nombre es Nicholson aunque soy llamado Lambert.
—¡Qué! ¿Tenéis dos nombres? No confiaría en vos teniendo dos nombres aunque fueseis mi hermano.

Lambert-Nicholson explicó que había cambiado su nombre para escapar a las persecuciones de los obispos, pero fue obvio que a Enrique no le gustó nada el temita de los dos nombres. Intentó Lambert elogiar al rey pero éste le contestó:

—No vine aquí para escuchar mis propias alabanzas, pintadas en mi presencia. Id al asunto sin más detalle. Responded en relación al Sacramento del Altar, ¿es el cuerpo de Cristo o no?

Lambert intentó dar una explicación al tema citando a San Agustín, pero el rey:

—No me respondáis con San Agustín, decidme claramente si es Él.
—Entonces digo que no.

Por espacio de unas cinco horas intentaron convencerlo para que cambiara de pensamiento, hasta que a Enrique le pareció suficiente y volvió a preguntar:

—Después de todos estos trabajos tomados con vos, ¿estáis satisfecho? Elegid, ¡viviréis o moriréis!
—Me someto a la voluntad de Vuestra Majestad.
—Encomendad vuestra alma a Dios, no a mí.
—Encomiendo mi alma a Dios y mi cuerpo a vuestra clemencia.
—Entonces debéis morir, no seré patrón de herejes.

Cromwell leyó la sentencia y Lambert fue llevado a la hoguera en Smithfield, de acuerdo con la ley, cuatro días más tarde.

En torno a este insólito hecho se conserva la carta que Thomas Cromwell le escribió a Sir Thomas Wyatt, que dice:

“El dieciséis del presente mes, la Majestad del rey, por reverencia al santo Sacramento del Altar, se sentó públicamente en su sala, y allí presidió la disputa, proceso y juicio de un miserable hereje sacramentario, quien fue quemado el veinte del mismo mes. Fue una maravilla ver cuán principesco, con cuán excelente gravedad e inestimable majestad, Su Majestad ejercitó el oficio de cabeza suprema de su Iglesia de Inglaterra; cuán benignamente Su Gracia intentó convertir al miserable hombre; con cuán fuerte y manifiesta razón Su Alteza argumentó contra él. Deseé que los príncipes de la Cristiandad lo hubiesen visto, indudablemente ellos se deberían haber maravillado mucho ante la más elevada sabiduría y juicio de Su Majestad y reputado a él de ninguna otra manera, después del mismo, como espejo y luz de todos los otros reyes y príncipes de la Cristiandad. Lo dicho fue hecho abiertamente, con gran solemnidad”.

© 2010, Guada Aballe

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