La historia que va a trenzarse
es la de un mentao varón
que otrora supo llamarse
Tiberio Claudio Nerón.
El primer emperador
fue Octavio, de apodo “Augusto”;
la mersa, por entrador,
vio en él un fulano justo.
Cuando el quía fue jovato,
en la primera ocasión
se piantó a la Quinta ‘el Ñato
sin hacer la sucesión.
Al no tener descendencia
a quien pasarle el laurel
hubo un problema de herencia,
y andá a cantarle a Gardel.
En medio de la tertulia
no había prole postulada.
Sólo una mina: la Julia,
pero estaba desterrada.
Desde el fondo del salón
se abrió paso un militar:
Tiberio, que en la reunión
de compadre entró a tallar.
El milico era famoso:
la Galia había gobernao,
en los Alpes fue brioso
y siempre andaba destacao.
Ante el fato medio trucho
Tiberio peló un papel:
—El patrón me quería mucho
y hasta me hizo hijastro de él.
Mi viejo, por si no saben,
era Tiberio Nerón;
mi vieja, pa’ que no hablen,
era Livia. ¡Creanselón!
Livia, sí, que cuando viuda
y con vento que da gusto
pa’ sentirse copetuda
se casó con Don Augusto.
Si pa’ testar fue un mamerto,
¿hoy el trono es para quién?
Su yerno, Agripa, está muerto;
mi hermano Druso también.
Se dio un breve cotorreo
entre bandos adversarios:
—Muchachos, esto está feo;
nombrar jefe es necesario.
—¿Quién se supone que tiene
que conducir nuestro imperio?
—Yo ya sé lo que se viene,
vamo’ a ponerlo al Tiberio...
Pues de Augusto se sospecha
que a Tiberio había nombrao
como su mano derecha
en asuntos del Estao.
Nadie quiso responder
su derecho a coronarse,
pues siempre es bueno tener
columna ande ir a rascarse.
Hecha ¡al fin! la ceremonia
—allá en el año catorce—
vino un chisme de Panonia
telegrafiado con Morse.
En esa frontera ansiosa
se le habían sublevao
tres legiones numerosas
con mucho sueldo atrasao.
Tomó carta en el asunto
y a todos apaciguó;
garpó las deudas, y punto:
la “Pax Romana” volvió.
Con éste, su primer acto,
liberóse de un embrollo.
No olvidó de hacer un pacto:
“Apoyame, que te apoyo”.
Tiberio fue capo en Roma,
gobernó con mano dura;
y al venirse la maroma
reforzó su apoyatura.
Encanó a sus enemigos
y los mandó ajusticiar;
se pasó bien por los higos
la nobleza consular.
Decían que él era amarrete
con la guita del tributo;
los impuestos, ¡la gran siete!,
te ponían la jeta ‘e luto.
Pero muchos lo adoraban
por buen administrador:
en la Via Appia comentaban
que había lustre y esplendor.
Puso a varios de sus hombres
a someter la Germania
(el barrio cambió de nombre:
hoy todo eso es “Alemania”).
Allí mandó a su sobrino,
hijo de Druso: Germánico.
Popular éste se vino
y a su tío le entró el pánico.
Pues Tiberio bien sabía
que el trono en que se sentaba
si Germánico volvía
por ái se lo disputaba.
Por demasiado eficiente
sin herirle la autoestima
lo mandó lejos, a Oriente,
pa’ sacárselo de encima.
Él no estaba muy seguro
rodeao de conspiradores
y sintiéndose maduro
temió un puñal en su cuore.
Entonces se fue a vivir
a la isla e’ Capri, tranquilo;
y los nervios por sufrir
los calmó con té de tilo.
Pasó durante su mando
que en una apartada región
se la pasó predicando
un señor su religión.
De un Dios juró ser el hijo,
y a los suyos dieron pesto.
Suetonio, historiador, dijo
que su nombre era Cresto.
(Suetonio pifió de pleno,
y eso que había estudiao;
pues Cresto es, en griego, “bueno”,
mientras Cristo es “bautizao”).
En el año treinta y siete
Tiberio, anciano, espichó;
se duda si dio el rosquete
o si alguien lo despachó.
© 2010, Héctor Ángel Benedetti.
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