viernes, 13 de agosto de 2010

La torre del matadero

El lago Epecuén, que de tanto en tanto verificaba algunas grandes crecidas, en 1985 desbordó descontroladamente. Poco difundida entonces resultó la noticia de una familia entera (un trabajador rural, su esposa y sus dos hijos) que fueron encontrados sin vida encerrados en lo alto de la torre de un matadero. Todo indica que acudieron a buscar refugio, pero se desconoce la causa de sus muertes. Las imágenes del pueblo entero bajo las aguas pusieron en un segundo plano a esta tragedia, que a decir verdad ni siquiera fue investigada con seriedad y que solo dos o tres diarios recogieron escuetamente. Lo que sigue es un testimonio espontáneo vinculado con este hecho, que bajo el título “Declaración” apareció traspapelado unos años después dentro de un expediente en los tribunales de La Plata. Sus formas son más literarias que judiciales; intuimos por ello que quien lo presentó no tuvo asesoramiento legal, sino que lo redactó por cuenta propia.


Me llamo Pablo Lowe. Mis abuelos provenían de Irlanda; esto, para los paisanos de Epecuén, era lo mismo que ser inglés. En vano mi familia se empeñaba en demostrarles su tradición católica y el antiguo rencor por Britania: mi padre, el primer Lowe argentino, debió resignarse a que lo llamaran “el inglesito”, y más adelante no faltó quien le echase en cara algunas prácticas imperialistas que nada tenían que ver con su ascendencia. Para la época en que nací (1912) los Lowe ya eran terratenientes; la prosperidad les permitió darnos a mi hermano y a mí una educación cuidadosa. Me enviaron a Buenos Aires a estudiar abogacía, pero por la rebeldía atávica de mi sangre torcí el rumbo y no sin disgusto de los míos terminé recibiéndome de arquitecto, profesión que todos consideraron inútil para administrar los campos que, se suponía, alguna vez habría de recibir.

Fue durante la gobernación de Fresco que obtuve mi primer trabajo: me designaron asistente de Francisco Salamone, aquel excéntrico constructor de edificios tan monumentales como insólitos, enclavados en medio de la provincia. Pocos se acuerdan de él. Hizo enormes y futuristas palacios municipales para pueblos que no tenían más de dos mil habitantes; diseñó plazas fantásticas y pórticos de cementerios desproporcionadamente grandes, solo para conseguir un efecto dramático. Una especialidad suya fueron los mataderos, igualmente imponentes, con innecesarias torres de estilo entre expresionista y art decó. En realidad no eran tan descomunales, pero Salamone trabajaba mucho con líneas verticales y contra fondos despojados; teniendo en cuenta nuestro ángulo bajo de visión, en conjunto ofrecían un aspecto más grande de lo que eran.

En el segundo lustro de los años treinta hicimos uno de estos mataderos en las afueras de Adolfo Alsina, hoy llamada Carhué; es decir, en una zona que me era absolutamente familiar. El proyecto del matadero incluía una torre cuya punta era semejante a la hoja de una cuchilla. Yo no era quién para opinar, pero me llamaba la atención la rapidez con que se construía no solo el matadero, sino todo lo que el gobierno encargaba a Salamone.

“Lowe”, recuerdo que me dijo cierta vez; “usted es muy joven y ya tendrá tiempo, pero póngase en mi lugar. Fresco no será eterno, y el día que lo echen nadie va a querer proseguir con estas obras”.

Y tenía razón: en marzo de 1940 se terminó, abruptamente, el ciclo.


* * * * *


Muy avanzada la construcción del matadero ocurrió un desagradable episodio. Durante varios días venía notando que uno de los peones, carhuense como yo, buscaba provocarme con pequeñas tonterías. Sin duda lo irritaba que un muchacho de apellido europeo, también de Carhué aunque notoriamente aporteñado, le diera órdenes. Vengaba su inferioridad con armas de niño; por ejemplo, cuando pasaba cerca suyo él hablaba imitando un acento inglés, o aludía a la ignorancia de los universitarios sobre cuestiones prácticas del campo, o en ruedas de mate fingía contrariedad por no tener whisky o té para ofrecerme. Harto de sus imbecilidades, una tarde hice valer mi posición y lo expulsé de la obra. Sus compañeros guardaron silencio y quizá hasta me aprobaron, pues era aquel un sujeto molesto para todos.

Pero al día siguiente estaba de nuevo en el obrador, empujando una carretilla. Lo había reincorporado el propio Salamone, quizá sin comprender que así menoscababa mi autoridad ante los demás. Mordí la rabia que sentí en ese momento y continué en lo mío. Por fortuna las chanzas no se reiteraron; el hombre, después del susto, había vuelto amansado a su trabajo de albañil.

Con el correr de los días fui quitando toda importancia al asunto y, aunque no nos dirigimos una sola palabra, di por terminada la historia.

Apenas concluida la extraña torre del matadero de Salamone, hubo en mi casa una fiesta de cumpleaños. Fue la noche de la gran tormenta. Bebí de más, supongo que por primera vez en la vida; reía por cualquier cosa y esa lluvia de afuera no era sino “la bendición de Dios”, aunque a pocos kilómetros todo estuviera inundándose. Ni hace falta que diga que hoy me arrepiento de semejante irresponsabilidad; en ese entonces no lo pensé, porque el festejo y el vino me impedían razonar.

A las dos de la mañana sentí que gritaban mi nombre desde afuera y, obnubilado como estaba, me asomé a la galería. Bajo la lluvia fuerte, en medio de la negrura y fugazmente visibles cada vez que un rayo alumbraba las nubes, estaba el peón que antes me provocara, con su esposa y los dos hijos. A los tumbos corrí hasta ellos: estaban desesperados.

“¡Lowe, necesitamos que nos ayude, está todo tapado en el puesto de Celay, queremos ir al matadero, Lowe!”

No entendí muy bien. Insistieron.

“¡Lowe, la torre, ahí no va a llegar el agua, llévenos hasta el matadero…!”

Aún borracho me daba cuenta que eso era una locura, y con balbuceos y gestos le ofrecí que se quedasen en casa.

“¡No, Lowe, mi familia solo va a estar segura arriba, en la torre, por favor llévenos!”

Mis padres estaban igual de asustados ante lo desencajado del peón y el miedo de su esposa y los niños, pero trataban de calmarlos.

“No vamos a poder con el Ford”, les dijo mi hermano; “el camino está imposible, pasen la noche acá. Si el Celay está inundado, seguro que el campito del Alpataco también; ese camino se corta con la menor llovizna, imagínese cómo estará hoy”.

El peón no atendía a las palabras de mi hermano, estaba fuera de sí por el terror y continuaba dirigiéndose a mí; yo ya los veía borrosos.

“¡Lowe, por favor, alcáncenos hasta Epecuén, al matadero, ahí es alto!”

Toda esta situación no había logrado despejarme; seguía mareado.

“¡Lowe…!”

Pero este grito fue lo último que recuerdo, porque sentí que todo giraba en torno de mí, y caí desmayado.


* * * * *


Desperté hacia el mediodía. La tormenta continuaba. Pregunté por el peón y su familia: se habían ido sin guarecerse en la casa. Una culpa me rondaba: la de no haber insistido para que se quedasen; incluso por la fuerza, pues obligándolos a pernoctar con nosotros hubieran estado mucho más seguros que dejándolos marchar por el campo con ese clima.

Aquella lluvia pertinaz, que duró una semana entera, nos impidió seguir con los trabajos de terminación. El lago, mientras tanto, crecía. Todos en la estancia sabíamos muy bien lo que eso significaba. Aclaro que por nuestra ubicación los Lowe no corríamos riesgos, pero las noticias que traían los vecinos sobre lo que estaba pasando en las tierras próximas al Epecuén eran angustiosas. En dos días el agua ascendió peligrosamente; dos días más y entraba a las primeras casas; otros dos, y ya no se diferenciaban terrenos de caminos, pues el nivel estaba por encima de los alambrados. Pasó un mes y medio hasta que pudimos retomar los trabajos del matadero.

Esa mañana hallé muy perturbados a quienes estaban desde temprano; corrían de un lado a otro y pedían arrebatadamente que yo subiera a inspeccionar la torre. Ascendí presuroso, dando grandes zancadas. Al llegar al último peldaño lancé un grito, horrorizado; bajé corriendo y, como en la primera noche de la tormenta, otra vez sufrí un desvanecimiento. Sé que trajeron un médico que apenas conseguía despertarme por unos segundos, pues yo caía nuevamente dormido; sé que me trasladaron hasta la estancia y que costó mucho que volviese en mí por completo, porque continuaba venciéndome el recuerdo espantoso de haber encontrado al peón y a su familia, acurrucados contra una esquina, inertes desde hacía por lo menos tres semanas, con sus ropas en jirones como si hubieran sido atravesadas por cuchillas, las caras que empezaban a deformarse, aquel hedor penetrante y las ratas chillando alrededor.


* * * * *


Hoy, cuando ya han pasado casi cinco décadas, aquí en La Plata me entero por los periódicos que otra vez crecieron las aguas del Epecuén y que otra familia volvió a morir buscando refugio en la torre del matadero de Salamone. Si bien hace mucho que no piso Carhué, confieso ser el culpable de estas muertes; por si queda alguna duda: me refiero a las de 1985, no a las de mil novecientos treinta y tantos. En verdad no hubo inundación en aquel tiempo; nadie murió trágicamente, el matadero siguió impecable. En ese entonces la inundación y la familia que condené a morir solo estuvieron en mi delirio de borracho. Lo cual no rebaja ni en lo más mínimo la culpa que tengo, porque apenas es un detalle que en la realidad todo esto ocurra recién ahora, con otros protagonistas, cincuenta años después.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

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