
Resignada a no poder ofrecerme una educación que me contuviera, mi madre dejó que el resto de aquel año holgazaneara a gusto. Nunca dejaré de agradecerle, porque quedándome en casa un día descubrí sus libros de pintura. Fue un momento mágico de mi vida. Sin consultarlo, todas las tardes tomaba uno de los volúmenes de la biblioteca y me iba con él al pequeño y atestado desván, iluminado por los haces del sol que se filtraban por un ventanuco; allí, en completa soledad, hojeaba las láminas y disfrutaba con el arte de los grandes maestros.
¡Qué placer hermoso, qué serena felicidad me brindaban aquellas reproducciones! No podía descifrar ni los nombres de los pintores ni los títulos de sus cuadros; estas cosas las sabría mucho después, pero entonces, sin necesidad de otros conocimientos, yo podía estar largo tiempo contemplando la Anunciación de Fra Angélico, que me llamaba especialmente la atención por una escena secundaria, a la izquierda, en donde se veían dos personajes caminando en medio de la floresta y un minúsculo ángel carmín; también me fascinaba el cuadro Sobre la ciudad, de Marc Chagall, que lo mostraba a él mismo junto a su esposa, Bella, flotando por los cielos de una aldea; recuerdo el extraño mundo a donde me llevaba La habitación encantada, de Carlo Carrà, por ser tan parecido al mismo cuarto en donde pasaba mis horas de observador; y llegué a enamorarme perdidamente de la Odalisca recostada, de Francesco Hayez, de espaldas a un ventanal por el que se divisaba el océano: con ella quería salir a navegar.
Al dormir, continuaban inquietándome ciertos detalles que había advertido en esas pinturas. No era raro que mis sueños aparecieran cosas tales como el distante y obscuro montgolfier que se ve a la derecha del autorretrato de Rousseau, la luna que puso Magritte en Le Domaine d’Arnehim, los extraños híbridos concebidos por el Bosco, el no menos curioso huevo con patas y cuchillo que fantaseó Brueghel habitando el país de Jauja, el Cristo flagelado de Piero della Francesca, un demonio arrojado de Arezzo por Giotto, o el patio visto desde una puerta abierta en la callejuela de Vermeer…
Desde aquel tiempo rara vez pasé un día sin el gozo de la pintura, que ha sido una de mis formas de dicha y mi evasión en las horas tristes. Con seis años recién cumplidos, ya distinguía no menos de sesenta artistas diferentes y en mi mente albergaba un pequeño catálogo de preferencias; cuando supe leer, aprendí nombres y logré una precoz fama de entendido entre mis maestros de escuela. Mi madre pintaba influída por el surrealismo, tendencia que transportaba mi imaginación más allá de cualquier límite.
En 1981 el Museo Nacional de Bellas Artes organizó una exposición con obras de Giorgio de Chirico, Max Ernst, René Magritte y Joan Miró; yo tenía once años y pedí que me llevasen. Aún conservo el catálogo de aquella muestra.





© 2010, Héctor Ángel Benedetti