A los costados de los caminos, no importa cuán inhóspita sea la región que atraviesen, hay centenares de ermitas levantadas con fervor místico en honor a un santoral que muchas veces es sospechoso y otras veces directamente profano.
Tal vez ya se ha establecido un catálogo; lo ignoro. Hay dos claros motivos que llevaron a erigirlas. El primero es el último coletazo de una época en que era un verdadero problema morirse en el campo. Siempre era mucha la distancia hasta el cementerio más cercano. Y si bien poco debía importarle al difunto el cansancio de su última recorrida, no eran de la misma opinión sus deudos, que necesitaban reparadoras escalas en el camino hasta el camposanto. Así, entre pésames y sudores, se construían aquellas ermitas que no eran sino mojones para hacer un alto en la procesión. Son los descansos. La otra causa, que es la más frecuente a lo largo de las carreteras argentinas, es el recuerdo a un accidente. Si el protagonista se salva, levanta el monumento para agradecer la suerte que ha tenido. Si perece, algunos familiares -y muchas veces los mismos campesinos de la zona- dejan la memoria de su desgracia. Estas ermitas son los testimonios.
Casi todas tienen el aspecto de una pequeña iglesia. El modelo más simple, que rara vez supera el metro y medio de altura, está hecho de ladrillo o de chapa, con una abertura frontal. Es común que esta abertura tenga una reja y hasta un cerrojo, que se abrirá vaya a saberse con qué llave. El techito a dos aguas suele rematarse con una cruz. Las paredes se blanquean y tienen, por lo general, placas de bronce o de otro metal con alguna inscripción, como agradecimientos por milagros cumplidos. Las placas también pueden ser de otro material, como la cerámica o la madera.
Lo que hay adentro es de lo más variado.
Muy frecuentes resultan las botellas con agua como tributo a la Difunta Correa, hija de un político de la Provincia de San Juan, veterano de las luchas por la Independencia, que hacia 1840 fuera perseguido y apresado por Facundo Quiroga. La leyenda informa que Deolinda, que así se llamaba la mujer, murió de sed intentando escapar a La Rioja con su hijito; unos arrieros que hallaron su cuerpo en medio de los cerros juraron que el pequeño aún vivía, porque los pechos de la fugitiva seguían amamantándolo después de la muerte. Esta creencia se extendió por todo el país y fue particularmente atendido por los camioneros, aunque en los últimos años su culto se ha visto desplazado por el del Gauchito Gil. Las ermitas dedicadas a Gil se identifican por estar rodeadas de banderines rojos y, a veces, matrículas de automóviles. Es obligación hacer sonar la bocina del vehículo cuando se pasa frente a ellas.
También hay imágenes de Ceferino Namuncurá, nativo de Chimpay, Provincia del Río Negro. Su fama de conceder cuanto prodigio se le solicite llevó a su trámite de beatificación, iniciado en 1945 y aún no concluido. Había muerto en 1905 en Italia, con solo dieciocho años y una confortante aureola de bondad.
Pueden encontrarse, además, reproducciones de San Cayetano o de San Cono, patronos que nada tuvieron que ver con la Argentina, pero que lograron su envidiada popularidad por razones antagónicas: uno por conseguirle trabajo al desocupado, otro por favorecerle números de lotería al apostante.
Bastante seguido suele aparecer San Jorge, suprimido actualmente por la Iglesia por sus asomos más bien legendarios. Fue tema predilecto de Paolo Uccello, de Donatello, de Giorgione, de Rafael; la iconografía obligada (exceptuando a Rosetti) fue mostrarlo de a caballo, con armadura, dando muerte al Dragón que custodiaba a una doncella.
Debido a la imaginería católica, algunos llaman santitos a los descansos y testimonios. En Hualcupén hallé santitos aprovechando los huecos de las rocas.
En los descansos y testimonios casi no falta Santa María, ya sea como la Virgen del Valle, de Luján, de Lourdes, de Guadalupe o de la Inmaculada Concepción. Vi una Virgen totalmente blanca en el camino de ascenso al volcán Copahue, en un testimonio a cielo descubierto. Esta es la forma menos frecuentada por los fabricadores de testimonios, pues lo corriente es la ermita; aunque debido a su ubicación probablemente se tratara de un descanso para los escaladores y no un testimonio propiamente dicho. Varias veces hallé dentro de un testimonio una réplica a escala diminuta de alguna iglesia real o imaginaria: una ermita dentro de otra ermita.
A menos que estén protegidas por un puertecita con vidrio, las estatuillas nunca son nuevas. Han soportado durante años polvo, viento y humo de velas. Habitualmente son de yeso y llegaron al santuario con vivos colores, pero el tiempo las fue despintando y mutilando. Así, se ven ídolos descabezados que pueden ser cualquier santo o ninguno, y de no ser por algunos atributos (el perro de San Roque, la espada del Arcángel Miguel, el cuerpo cribado de San Sebastián, el poncho de Laura Vicuña) no podrían reconocerse. En más de una oportunidad vi una figura de la Virgen tomada de un pesebre navideño.
Muchos testimonios merecerían capítulo aparte. He visto cerca de Plaza Huincul uno que es un monolito coronado por una pelota de fútbol, recuerdo de un accidente en el que murieron deportistas.
También hay variedad en los textos inscriptos. Existen las invocaciones al caminante, tal como se leía en ciertos epigramas funerarios griegos. Hacia los siglos II y III d. C., un hexámetro dactílico escrito sobre un sarcófago de Termeso podía decir “Adiós, caminante; ya conoces quién soy: sigue tu camino”. Un testimonio reciente, tan solo por perpetuar la tradición, quizá nos llame con palabras parecidas. Otras placas, carentes de consolatio o del sit tibi terra levis (porque no debe olvidarse que el testimonio no es una tumba, sino una variante de cenotafio), exhortan a la oración y proponen no se cuántas repeticiones de un Credo para conseguir lo anhelado o para recobrar lo perdido.
No solo hay ermitas o monolitos: también cruces, infinidad de simples cruces a la vera de nuestras carreteras.
© 2010, Héctor Ángel Benedetti
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