lunes, 24 de octubre de 2011

Una selección personal de los "Catasterismos" de Eratóstenes (siglo III a. C.)

(Catasterismo: “Colocación de algo o de alguien en medio de las estrellas”.)

I, 2: La Osa Menor. Arato dice que era de Creta y que fue la nodriza de Zeus, y que por ello fue honrada con una gracia en el cielo. Tiene una estrella brillante sobre cada ángulo del cuadrilátero y tres brillantes sobre la cola; en total siete. Hay otra estrella inferior, debajo de la del extremo de las explicadas (la llamada Polar), en torno a la cual parece que todo el orbe gira.

I, 7: Escorpión. Ártemis hizo que éste surgiera de una colina de la isla de Quíos para que picara a Orión, y por tanto, muriera, porque una vez la intentó violar en una cacería. Zeus lo colocó entre las constelaciones brillantes para que vieran los venideros su fuerza y poder.

I, 16: Casiopea. Sófocles, el poeta trágico, cuenta en su “Andrómeda” que Casiopea, tras rivalizar con las Nereidas en belleza, cayó en desgracia y que Posidón mandó un monstruo marino para que devastase su país. Por su causa su hija yace expuesta ante el monstruo, y así, al lado, está representada, familiarmente, sentada sobre un cojín.

I, 23: Pléyades. Gozan de la mayor gloria ente los hombres porque dan señales en una época del año. Tienen una muy buena posición porque están dispuestas, según Hiparco, en forma triangular.

I, 24: Lira. Como no tenían a quién dar la lira [de Orfeo muerto] pidieron a Zeus que la catasterizase, de manera que estuviera colocada entre las constelaciones en recuerdo de Orfeo. Así lo concedió, y fue colocada. Tiene una señal distintiva en relación con la desgracia de Orfeo: se oculta en cada estación.

I, 28: Sagitario. La mayoría dice que se trata de un centauro, aunque otros lo niegan porque no se le ven cuatro patas, sino que se mantiene de pie disparando un arco; y ningún centauro ha hecho uso de arco. El arquero es, antes bien, un varón con patas de caballo y cola como los sátiros.

I, 35: Argo. Atenea puso esta constelación Argo en las estrellas por ser ésta la primera nave que se construyó. Estaba dotada de voz.

II, 44: Vía Láctea. Hermes tomó a Heracles cuando nació y lo puso al pecho de Hera. Heracles mamaba de su pecho. Y Hera, una vez que se dio cuenta, lo arrojó de sí de una sacudida, y de esta manera, por la leche derramada en abundancia, se creó la Vía Láctea.


© 2011, Héctor Ángel Benedetti

martes, 11 de octubre de 2011

Ronda rugiente

Después de tanto tiempo, movido por un impulso tan íntimo que ni yo mismo podría explicarlo, he vuelto a visitar mi antiguo pueblo. Todo en él ya era extraño para mí, porque yo mismo lo era en sus calles; los frentes añosos, las veredas de ladrillo, los árboles, la plaza silenciosa con su busto de piedra y aquel almacén en la esquina más soleada no habían cambiado desde mi infancia y sin embargo no conseguía reconocerlos, como tampoco recordaba mi mano, al acariciarla, la verja del jardín de lo que supo ser mi casa. Pero no me asombró. Cuarenta años pasaron desde que nos fuimos, y yo aún no había cumplido ocho; la diferencia con la gran ciudad y la poca capacidad de añoranza que tenía entonces hicieron que despreciara y hasta borrara, incluso, el registro de mis primeros pasos. Es algo que suele ocurrir. Aunque en realidad, no obstante lo lívido de su imagen en mi memoria, una cosa retornó mientras caminaba por la villa: la iglesia vieja al otro lado de la estación, en los campos que eran de Auboyer.

Ya estaba en desuso cuando yo era pequeño. Era casi en el borde de la estancia “La Cautiva”, cuyo alambrado marcaba de un lado el comienzo del pueblo y del otro el fondo de las muchas hectáreas de aquella rica propiedad. Además de la capilla había en ese sector un vivero forestal, el más grande del partido. Esto era todo cuanto yo (y cualquier otro) podía ver de la hacienda. El casco nunca lo conocí, porque estaba muy adentro; pero sé que lo imaginaba fastuoso, rodeado por un parque legendario a donde acudían, por las tardes, felices niñas hermosas a tomar el té. ¡Qué vuelco dio mi corazón al acercarme ahora hasta aquel sitio! El descuido había transformado al vivero en un bosque tan cerrado que ocultaba a la iglesia; nada de ella se notaba desde el camino.

Volví entristecido a las calles del pueblo, y recién entonces caí en la cuenta de algo que había notado sin que me alertase demasiado, pero que ahora me llenaba de inquietud: el campo no era lo único que estaba abandonado. Una de las grandes casonas también estaba vacía; otra tenía su techo derrumbado; más allá había una tienda cerrada, y en la misma cuadra un hotelito ya había sido tapiado.

Fui hasta el almacén. Pedí una bebida y me presenté. Le dije al patrón quién era yo y de quiénes era el hijo; aclaré —por si acaso— que antes vivíamos en la casa amarilla frente a la escuela. No hacía falta: el nombre de mis padres todavía le sonaba familiar. El hombre recibió todas mis noticias con interés y quiso corresponderme con las módicas novedades de cuatro décadas del pueblo, pero los nombres que barajaba eran irreparablemente ajenos a mi conocimiento. Fingí algún recuerdo solo para mantener viva la conversación; y cuando sentí que esta se agotaba, pregunté por el destino del campo de los Auboyer.

Me habló de un accidente ocurrido mucho antes de que yo naciera. Mis padres, que yo recuerde, nunca lo comentaron. Auboyer, en sociedad con otro inversor, había comprado “La Cautiva” a un español que había sido su fundador, al cual pertenecían también los terrenos donde se hizo el pueblo. Bajo la nueva administración los campos fueron muy prósperos; la fortuna permitió que no solo hicieran una capilla neogótica para uso personal, sino además una escuela para los hijos de los peones, igualmente dentro de la propiedad; y más cerca de la casona principal también instalaron un pequeño zoológico privado. Un día, un leoncito de aquel zoológico mató a la nieta del cuidador. La decapitó. Entonces decidieron, los Auboyer o el juez, que había que sacrificar al animal. La noticia trascendió y parece que hasta llegó gente de Buenos Aires para presenciar la matanza, que sería a cargo de un tirador profesional. Es cierto que cualquier empleado hubiera podido hacerlo, pero tal vez fueron a lo seguro. Y con esta desdicha gravitando sobre el lugar, todos —sus dueños, los peones, la gente del pueblo— comenzaron a tomar aprensión hacia la estancia. Unos años después fue vendida al señor Ferrater, un empresario que dirigía un importante laboratorio en la Capital. Cuando este falleció (la fecha más o menos podría ubicarse hacia la de mi nacimiento), una desavenencia entre sus herederos hizo que todo decayera definitivamente. Muchos en la villa dependían de “La Cautiva”, y terminaron marchándose.

Pagué y me fui.

Confieso que una obsesión se apoderó de mí desde aquel momento: la de buscar un asiento de estos hechos. Comencé la tarea apenas estuve otra vez en Buenos Aires. No dejé colección de periódicos ni de revistas sin visitar. En algún lado tendría que figurar, ¿el hombre del estaño no había dicho, acaso, que esto se había divulgado y que acudieron personas desde lejos para ver cómo mataban al león? Y efectivamente, al mes de búsqueda apareció el recuadro amarillento que tanto ansiaba leer: lo hallé en un diario de los llamados “serios”, lo que le otorgaba un carácter indubitable.

Salvo en dos o tres detalles menores cuya discrepancia resolví a favor del diario, el relato coincidía con el de mi informante. Los Auboyer y los familiares de la pequeña se habían negado a hacer declaraciones; lo que el periodista recogía era el testimonio de un sacerdote, que no podía ser otro que el mismo que solía oficiar en la capilla y educar en la escuela. O bien por discreción, o bien porque no hubo testigos del momento del accidente, las noticias del cura eran moderadas; ante la pregunta inevitable de cómo pudo acontecer, se limitó a decir (dos veces) que “estaba escrito que así sería”.

La crónica finalizaba con un comentario irónico sobre el sacerdote, a quien evidentemente acusaban de apelar a un fatalismo inoportuno. Pero yo, al leer esto, entendí claramente a qué se refería…

Y determiné volver al pueblo en la primera oportunidad que tuviera. Así lo hice. Pensaba: no había estado en cuarenta años, pero regresaba dos veces en pocas semanas, ¡qué extrañas son las propuestas que a veces nos surgen! Llegué en una mañana tan calma que parecía irreal; anhelante crucé el terreno de la estación y me dirigí hasta el borde del campo de “La Cautiva”, donde comenzaba el bosque, para buscar la iglesia.

La encontré luego de saltar el alambre y deambular unos cuantos metros entre la espesura, apartando maleza y pisando la hojarasca de muchos inviernos. Lo que vi fue desolador. La capilla particular de los Auboyer había sido un templo de hermosa arquitectura, pero solo quedaban ruinas. Por fuera, diseminados entre los pastos, yacían escombros y dos o tres de los pináculos que otrora decoraran los contrafuertes. Fui hasta el frente. La escalinata, que terminaba bajo el arco de entrada, antes daba contra una puerta ojival de madera; la puerta había desaparecido. Tampoco estaban los cristales del rosetón, ni los de ningún otro ventanal. Avancé. El techo de la nave central ya no existía; los pilares no soportaban nervio alguno. Plantas grotescas subían por la desnuda pared semicircular del ábside, gracias al cual deduje la posición del comulgatorio y del altar ausente. Nada del mobiliario; ni una figura, ni uno de los cuadritos (que seguramente debieron estar) representando el viacrucis. Noté que en algunos entrepaños se conservaban, raídas por el tiempo, unas frases en bajorrelieve: las reconocí como versículos de los Salmos.

Comprendí de pronto que allí tenía la clave que justificaba todo. El sacerdote no era fatalista: hablaba en sentido recto al decir que la desgracia estaba escrita. Porque cerca de una lucerna, a una altura que me sobrepasaba varias veces, arañadas por las lluvias aunque todavía legibles, estaban grabadas las palabras del salmista: EL DIABLO RONDA COMO LEÓN RUGIENTE BUSCANDO A QUIÉN DEVORAR.

© 2011, Héctor Ángel Benedetti

jueves, 29 de septiembre de 2011

Productos comerciales mencionados al pasar en tangos del repertorio de Gardel

Marcas y artículos que otrora supieron ser muy populares, un día dejaron de fabricarse y con el correr del tiempo se los fue olvidando. Mencionados al pasar en los tangos, ciertos productos requieren hoy una explicación detallada. Incluso más de un cantor jamás vio las mercancías citadas en determinadas letras de tango; son referencias desconocidas para el público actual, pero que tuvieron su momento de gloria comercial y que no pasaron desapercibidas para los poetas de la época. Los tres productos que comentaremos hoy son solo unos pocos ejemplos. Escogimos tres del repertorio de Carlos Gardel.

1.- Llevando el bacalao de la Emulsión de Scott. Pocos saben que el muñequito hecho con neumáticos Michelin tiene nombre propio: se llama Bibendum (por la locución latina Nunc est bibendum, del poeta Horacio). El castizo Anís del Mono y la inquietante cabeza de Geniol también formaban parte de ese mundo publicitario de antaño, habitado por personajes característicos, inmortales. Enrique Santos Discépolo, en su tango Victoria (del año 1929) mencionó otro personaje análogo: “el bacalao de la Emulsión de Scott”, que remitía a la viñeta llamada “El Hombre del Abadejo” que servía de propaganda para el producto farmacéutico. Cual Sísifo condenado, el hombre llevando aquel gran pez a sus espaldas era para Discépolo la metáfora de una carga difícil de soportar. Una especie de Atlante moderno. Los manuales de comercio de los años ‘20 y ‘30 daban al “Hombre del Abadejo” como un ejemplo práctico de cómo cierta imagen podía convertirse en la identificación perfecta para determinados productos.

2.- No te acordás que traía aquella Crema Lechuga. “Que hasta la última verruga de la cara te piantó…” Estos versos, que podrían servir para una antología del reclamo de amor vulgar, figuran en el tango Ivette, grabado por Carlos Gardel en 1920. Lechuga era el nombre de una crema de belleza que distribuía la firma Beauchamps, de París; aunque en París, “lechuga” (la verdura, la lechuga de la ensalada) se dice laitue. Era un cosmético muy requerido como suavizante del cutis. Las imitaciones posteriores, hijas bastardas de la original, también se llamaban Lechuga y circularon hasta hace poco. Venían en unos envases redondos de lata, y por lo general eran una porquería: todo el mundo sabe que para sacarse las verrugas, lo mejor siempre es acudir a una curandera.

3.- El lustre distinguido necesario pa’ triunfar. Disimulado en los ambages de la retórica, haciendo uso y abuso de complicados tropos al servicio de la malicia, ciertos tangos escondían marcas registradas. Uno de ellos, Dos en uno, de Rodolfo Sciammarella y Enrique Cadícamo, aparenta hablar de un señor mujeriego, juerguista y, a fin de cuentas, digno de admiración. Pero en ciertos versos se deslizan frases sospechosas: “con todo ese brillo, quién no se va a encandilar”; “el lustre distinguido necesario pa’ triunfar”; “al fajar una lustrada, cómo cambian su pobreza y se ponen a brillar…” En realidad, “2 en 1” era el nombre de un producto cuyas propiedades son las que Cadícamo asignaba al personaje del tango. La dedicatoria de la partitura despejaba cualquier resto de duda: “A los oyentes de Radio Buenos Aires, en la audición de la Pomada del Hogar 2 en 1”. Este tango lo grabó Gardel el 12 de agosto de 1929. Como curiosidad adicional, puede consignarse que en una de sus tomas se escucha la rotura de una cuerda de guitarra.



© 2011, Héctor Ángel Benedetti

martes, 13 de septiembre de 2011

Viejas postales de cosas que ya no existen





I.- Los Portones de Palermo
Estuvieron desde 1875 frente a la plaza Italia. Por ellos se accedía al parque Tres de Febrero, por la avenida Sarmiento. Fueron demolidos en 1917.







II.- La Villa Lago Epecuén
Importante balneario termal a unos kilómetros de Carhué. Las primeras instalaciones fueron durante la década de 1920. Arrasado por una inundación en noviembre de 1985, no se lo reconstruyó.






III.- El Canal del Norte
Faraónico canal artificial navegable, que uniría a Junín con la costa del río Paraná a la altura de Baradero, pasando por Chacabuco, Salto y Arrecifes. Fue en gran parte construido a partir de octubre de 1904; pero las obras se suspendieron en 1909 y se cancelaron definitivamente en 1911.








IV.- La Piedra Movediza de Tandil
La roca, que pesaba cerca de 300 toneladas, cayó del cerro La Movediza, donde había estado balanceándose por siglos, el 29 de febrero de 1912.










V.- La Gruta de Plaza Constitución
La extraña obra conocida como “La Gran Rocalla” (cuya historia ya hemos desarrollado en este mismo blog en marzo de 2011) se inauguró en 1887 y fue eliminada del paisaje porteño en 1914.










VI.- La Zanja de Alsina
Casi 400 km de largo tuvo este sistema de fosas y fortines, que iba desde Italó (sur de Córdoba) hasta Nueva Roma (al norte de Bahía Blanca) para defensa contra ataques indígenas. Comenzó a tenderse en 1876. Con el correr de los años, la erosión y algunos rellenos prácticamente la borraron del mapa.










VII.- El dirigible LZ-127 Graf Zeppelin
Había visitado a la Argentina el 30 de junio de 1934. Este dirigible alemán voló exitosamente entre 1928 y 1937; en 1940 fue desguazado para aprovechar el aluminio como material de guerra.










VIII.- El ferry-boat Lucía Carbó
Buque diseñado para cruzar los trenes entre Zárate (provincia de Buenos Aires) e Ibicuy (Entre Ríos), el “Lucía Carbó” fue botado en 1907 y prestó servicios hasta la inauguración del puente Zárate-Brazo Largo en 1979. En 1990 fue radiado.










IX.- La Aduana de Taylor
Estuvo detrás de la Casa de Gobierno. Inaugurada en 1857 y derribada en 1894. En su lugar hoy está el Parque Colón.











X.- El Mercado Central de Frutos
Fue la barraca más grande del mundo. Estaba en Avellaneda. Su construcción comenzó en junio de 1887 y funcionó hasta 1963; tras su cierre, todo el conjunto fue demolido. Hoy casi no queda rastro alguno de que alguna vez estuviera allí.









© 2011, Héctor Ángel Benedetti

jueves, 1 de septiembre de 2011

El mendigo Raúl Grigeras


Ángel Bassi —compositor de la Guardia Vieja, autor de El Canillita, Pipiolo, Fray Mocho y otros tangos poco visitados— publicó en una oportunidad El Negro Raúl, “séptimo tango criollo para piano” según la calificación de su partitura. Esta obra se halla comprometida con el olvido, opacada por la presencia mucho más poderosa del otro agente: el homenajeado, el propio Negro Raúl. Un personaje típico, víctima de una Buenos Aires que cada tanto se vuelve cruel.



I.- Reducido en su condición de persona hasta quedar apenas como un charro objeto decorativo, Raúl Grigeras habitaba la esquina de Corrientes y Esmeralda con la misma fortuna que podrían tener allí un maniquí o un afiche.


Había nacido hacia 1886. No se saben ni la fecha exacta ni el lugar, aunque él aseguraba provenir de una buena familia de los barrios del Sur. Mencionaba un padre organista, activo en la iglesia de Nuestra Señora de Montserrat. Esta ascendencia nebulosa alcanzó a su propio apellido, tambaleante entre Grigera, Grijera, Grigeras o Grijeras; puede optarse por la forma Grigeras por el solo hecho de ser la más repetida, aunque en realidad se lo conoció siempre como el Negro Raúl.


Se instaló en aquella esquina en algún momento de los años diez, en calidad de pordiosero, durmiendo en cualquier hueco y con las comidas sin cumplir. Fue casi invisible hasta que una noche lo descubrieron los “niños bien”, los patoteros de alcurnia, ociosos y llenos de fastidio, que lo adoptaron como paje.



II.- Al principio, este padrinazgo consistió nada más que en vestirlo con los trajes que sobraban de los guardarropas jailaifes. El Negro Raúl paseaba su mendicante africanidad bajo un vestuario de lujo; su atuendo incluía polainas, guantes, chistera y bastón. Había algo en su figura, algo en todo aquel despliegue grosero, que lo volvía más chabacano y, por consiguiente, más gracioso ante sus protectores.


Comenzaron por el atavío, pero al tiempo ya estaban trasladándole sus actitudes de dandy. No era raro verlo pasear por la calle Florida del brazo de algún joven patricio; esta yuxtaposición, más algunas bufonadas circunstanciales, se compraban con una levita usada o con un almuerzo decente. El pobre Negro Raúl se había convertido en un profesional de lo grotesco.


Estaban de moda los viajes a París por snobismo; el Negro Raúl fue arrastrado por un grupito que lo llevó a disfrutar de la limosna en la Ciudad-Luz. Hasta qué punto debió rebajarse para complacer a sus mecenas, es cosa que nadie divulgó; él hacía cualquier cosa a cambio de una pechera nueva, de una corbata con monograma ajeno.


Una vez lo pasearon por la Avenida de Mayo con un cartel que decía “Se Alquila”. Al igual que Quasimodo coronado, el Negro Raúl sonreía con su desdentada boca y los bendecía, o quizá los perdonaba.


El colmo fue cuando lo encerraron en un ataúd, lo cargaron en un tren y lo remitieron como “regalo” a unos botarates de Mar del Plata. Cuando emergió medio asfixiado del cajón, estallaron las carcajadas de los patoteros y llovieron las monedas sobre su asustado rostro bantú.



III.- Llegó a ser un personaje de historieta: la revista El Hogar editó una con su nombre a partir de 1916, dibujada por Arturo Lanteri, en donde se le adjudicaban situaciones tan pintorescas como ficticias.


Pero cuando bajaron las cotizaciones de vacas y cereales, con ellas descendió la generosidad de los hijos de estancieros. Descendió, es verdad; y tanto, que se esfumó por completo.


El ocaso del Negro Raúl fue rápido. Primero debió vender alguna chaqueta; luego, su sombrero; más tarde, sus botines. Poco después ya estaba vistiendo de nuevo su conocida indumentaria de menesteroso, aunque guardaba algunos elementos de aquel prestado abolengo de antaño: los giros presumidos de su conversación, un anillo barato y aparatoso.


Contaba su historia a cambio de un vaso de vino, en estaños progresivamente sucios y ante públicos cada vez más toscos. Había sido el entretenimiento de la alta sociedad; ahora era la burla de cualquier patán con diez centavos para pagarle un moscato. Empezó a deambular de callejón en callejón, hablando solo y sufriendo prematuras alucinaciones. Cuando dejaba el Centro para aventurarse por algún barrio, los chicos lo corrían a pedradas. Entonces, preso de una súbita vergüenza, desaparecía por algún tiempo y se lo daba por muerto: los periódicos más de una vez publicaron su necrológica, seguida a los pocos días de una rectificación.


Tras una hipérbole de treinta años, durante los cuales no fue noticia, el Negro Raúl falleció de verdad y para siempre el 9 de agosto de 1955 en la colonia psiquiátrica “Dr. Domingo Cabred”, de Open Door. Nadie reclamó sus restos, que fueron arrojados a una fosa común.



© 2011, Héctor Ángel Benedetti


lunes, 15 de agosto de 2011

Breve antología de textos de magia en papiros griegos (siglos I a. C. al IV d. C.)

Para que una mujer, mientras duerme, confiese el nombre del que ama: “Pon bajo sus labios o sobre su corazón una lengua de pájaro y pregúntale, y dirá su nombre tres veces” (Papiro LXIII).

Práctica jocosa: “Para que los hombres que beben en un banquete les parezcan a los que están fuera hocicos de asno, toma de noche la mecha de la lámpara y mánchala con sangre de asno; pon la mecha nueva en una lámpara nueva y enciéndela para los que beben” (Papiro XI, B).

Vaso sumamente maravilloso: “La fórmula pronunciada sobre el vaso dila siete veces: Tú eres vino; no eres vino, sino la cabeza de Atenea. Tú eres vino; no eres vino, sino las entrañas de Osiris, las entrañas de Iao, Pacerbet; Semesilam ōōō ē patachna iaaa. En el momento en que entres en las entrañas de fulana, haz que me ame a mí, fulano, todo el tiempo de su vida” (Papiro VII, 34).

Conjuro de la maga Sira: “Conjuro de Sira de Gádara contra todo tipo de quemaduras. El iniciado en los misterios se quemó, se quemó en el monte más alto. Siete fuentes de lobos, siete osos, siete leones. Siete muchachas de ojos oscuros sacan agua con cántaros oscuros y apagan un fuego inextinguible” (Papiro XX).

Medio de saber mediante un dado si alguien vive o si murió: “Así: Haz que el interesado realice el cálculo en el plato. Que lo llene de agua; añade tú a la cifra que haya salido el número 612, que es el nombre de dios, esto es Zeus, y que reste de esta suma el número 353, que es el nombre de Hermes. Pues bien, si se encuentra una cifra par en el dado, vive; en caso contrario, ha muerto” (Papiro LXII, 2).

Petición de sueños: “Escribe con tinta de mirra en un papiro puro: Te invoco a ti, el que ilumina todo el mundo habitado y no habitado, cuyo nombre tiene treinta letras, en el que se encuentran las siete vocales con las cuales a todo dais nombres. Dioses poderosos, vaticinadme, señores, sobre tal asunto con firmeza y por medio del recuerdo. Señores de la fama, vaticinadme sobre tal asunto esta noche” (Papiro VII, 39).

Práctica para dominar la sombra: “Después de hacer una ofrenda consistente en harina de trigos, moras maduras, sésamo y hierbas que no han tocado el fuego, añádele acelgas y serás el dueño de tu propia sombra, de tal manera que se pondrá a tu servicio” (Papiro III, 8).

Encantamiento amoroso: “Nombre de Afrodita que nadie conoce inmediatamente. Neferieris [de hermosos ojos]: éste es el nombre. Si quieres conseguir una mujer hermosa, purifícate durante tres días, ofrece incienso invocando sobre él este nombre, y acercándote a la mujer dirás en tu interior siete veces el nombre mientras la miras, y así vendrá a ti. Haz esto durante siete días” (Papiro IV, 10).

Para no concebir: “Coge una haba con un insecto y cuélgatela. O toma una haba perforada, átala con piel de mulo y cuélgatela” (Papiro LXIII).




© 2011, Héctor Ángel Benedetti

jueves, 4 de agosto de 2011

Z Club

Entre las tantas historias mal conocidas que tiene el tango, está la de Z Club. Siguiendo las referencias que aportaron los primeros cronistas, habría sido fundado por un escribano: el doctor Esteban Benza, a quien Augusto P. Berto ofreciera su tango Don Esteban. La carátula de la partitura original lo muestra como un respetable letrado ante su severo escritorio; imposible dudar de su circunspección. Entre los primeros afiliados se encontraría un señor Guidobono, quien tres décadas más tarde informaría en una carta a los hermanos Bates que mensualmente aquella institución organizaba bailes exclusivos para sus socios.

Con tales elementos es fácil pensar en Z Club como un distinguido círculo de caballeros reunidos en asamblea para debatir actividades mutualistas, que con regularidad ofrecía correctas reuniones danzantes, quizá en beneficio de obras de enjundia.

Nada más alejado de la realidad. Z Club no era un establecimiento, un lugar físico: era una comunidad reservada a un número preciso de asociados, exactamente cuarenta, entregados a prácticas libertinas. No era la única en Buenos Aires; pero la falta de discreción de sus miembros y un par de tangos dedicados a la cofradía (Atalaya, de Casalins, y sobre todo Z Club, de Mendizábal) hicieron de ella la más famosa de tales alianzas.

Una vez por mes, Z Club alquilaba lugares por una noche (por ejemplo el Salón San Martín, de Rodríguez Peña 344; o alguno de los domicilios de María La Vasca) y armaba una milonga, para la que contrataba prostitutas de la más baja categoría. Entre los cuarenta adeptos había hombres de variada extracción social, incluyendo jóvenes de acomodadas familias del patriciado porteño. Un individuo especialmente importante en Z Club era cierto inspector municipal, en cuyo legajo pesaban reiteradas denuncias por chantaje a dueñas de prostíbulos.

El baile, por supuesto, era la primera parte de una fiesta escandalosa, donde había de todo.

De todo, menos cautela. La información de lo que se hacía puertas adentro empezó a filtrarse. Hacia 1905 algunos periódicos puritanos ya acusaban a Z Club de lo que en verdad era —una hermandad depravada— y esto significó el comienzo del fin. Cabe preguntarse cómo hicieron los periodistas defensores de la moral y las buenas costumbres para obtener ciertos datos con lujo de detalles; pero este es otro asunto.

© 2011, Héctor Ángel Benedetti