viernes, 16 de julio de 2010

Cisternas cegadas en una ciudad que olvida

Un acercamiento al libro Historias del comer y del beber en Buenos Aires, de Daniel Schávelzon (Aguilar)

I. - Episodio de Heliogábalo el Horrible. Mucho antes de muerto Rómulo Augústulo y con él el Imperio Romano, ambos a manos de los bárbaros, un emperador cuyas costumbres fueron insólitas aún para los cánones de la época amplió hasta un límite incomprensible los excesos que tanto escandalizarían, siglos después, a los biógrafos de Calígula, Nerón y Cómodo. Se llamaba Vario Avito Basiano y había sido proclamado en el año 218 con el nombre de Marco Aurelio Antonino. Pasaría a la historia como Heliogábalo, que era su nombre complementario y su distintivo como adorador del Sol, cumpliendo así con un rito de su familia siria que él mismo se encargaría de establecer en Roma.

No interesan tanto ahora los pormenores políticos de su gobierno (que ni a él mismo parecían interesarle), sino su vida cotidiana. Conocemos el retrato literario de Heliogábalo bajo la pluma de Antonin Artaud, pero el francés se entusiasma más por su degeneración que por su etiqueta.

Heliogábalo solía invitar a los siete hombres más gordos de Roma y tras algunas bromas que formaban parte del protocolo (como ser sentados en almohadones que se desinflaban de golpe, echándolos por los suelos), eran agasajados con un banquete que podía incluir arañas en gelatina, repostería con excrementos de león y comidas esculpidas en mármol, cristal o marfil. Rechazar estos manjares hubiera sido una descortesía inimaginable en Palacio.

Una vez, como parte del ceremonial, hizo derramar pétalos de rosa sobre los convidados. Tantos, que hubo algunos asfixiados.

Estos detalles aparentan ser insustanciales, pero pintan de alguna manera lo que podía ser la extraña usanza en la mesa en un período igual de extraño.

Con sabia justicia, la Guardia Pretoriana acabó con él a comienzos del año 222.


I. - El arte de la observación. No menos llamativas eran las costumbres de Buenos Aires quince siglos después de Heliogábalo. De la otra Buenos Aires; de aquella que con mejor objetividad describieran los viajeros en libros que resultarían, con el correr de los años, más verdaderos que las idealizadas láminas escolares.

O quizá no había tanta diferencia: la cuestión era saber mirar esas láminas. Los grabados de la época –estamos hablando de la Colonia y la traumática formación del Estado argentino– aportan hoy datos por demás interesantes para quien sabe interpretarlos. Un detalle agregado u omitido puede ser de magnífica importancia y hasta podría torcer cualquier suposición, por más fiable que esta parezca.

La cantidad de pruebas es abrumadora. Por ejemplo, gracias a una litografía de 1856 ó 1857 puede saberse que existió un monumento en la plaza Once de Septiembre, ya demolido y olvidado, pero que bien pudo ser el segundo erigido en estas tierras después de la Pirámide de Mayo. Los viejos planos de la ciudad revelan la existencia de algunos arroyos en pleno Centro (los llamados Terceros, uno de los cuales trazaba su maloliente cauce por lo que hoy es la calle Tres Sargentos). Y no faltan pinturas que nos muestran como era una botella de cerveza, un plato de cara vajilla o un aguamanil de la época de Rosas.

De esta manera nació, varió o cambió de raíz el concepto de lo cotidiano en el pasado próximo. La historia, aún escrita con tinta fresca, acusaba lagunas en las cosas más triviales; a todas luces, el nuestro era un pretérito imperfecto. Una pregunta banal, del tipo “¿cómo era una merienda en los años de la Restauración?”, era imposible de responder con mediana seriedad.

La arqueología urbana constató pacientemente cada una de las noticias que aportaban escritos y dibujos. Todo hallazgo era importante. Exhumar un vaso roto servía para reconstruir los almuerzos de antaño; una pipa de caolín devolvía la imagen entera del fumador.

El investigador Schávelzon, libro tras libro (La arqueología urbana en la Argentina, Arqueología e historia del Cabildo, los cuatro volúmenes de Arqueología histórica de Buenos Aires...), nos ha ido acostumbrando al redescubrimiento de estos módicos fragmentos del ayer, a las pequeñas monedas del tiempo que perduraron y se hicieron hallar para que hoy sepamos cómo vivían los personajes del diccionario de Muzzio o de las morosas biografías de Mitre.


III. - Heliogábalo en el Plata. Historias del comer y del beber en Buenos Aires es un libro de Schávelzon donde la mesa es el centro de enfoque y la excusa para una válida sorpresa del lector ante los rituales que exigían otrora las buenas maneras. Veamos un muestrario.

* Hacia 1810 el café con leche se tomaba del siguiente modo: se servía un platillo con una medida de azúcar (por supuesto sin refinar) tapada por la taza, mucho más grande que las que usamos hoy; se daba vuelta la taza, se volcaba el azúcar en ella y recién ahí el mozo echaba el café y la leche hasta rebalsar y llenar también el platillo. Mansilla cuenta que tomaba el café mezclado con huevos crudos batidos.

* Ver gauchos comiendo carne asada era una excepción, a pesar de lo que nos hicieran creer las películas y las canciones folklóricas. Hasta bien entrado el siglo XIX los paisanos preferían la carne hervida; una imagen difícil de digerir hoy. Schávelzon es contundente: la proporción entre ollas y parrillas era de siete a uno.

* Un refrigerio dulce, difundido ampliamente, era el “agua de panal”: un vaso de agua con un trozo de panal de abejas adentro. Pero igualmente podía beberse un refresco a base de azúcar y vinagre. Y en la región de Cuyo se comían como postre, hasta 1857, unas figurillas de cerámica que fabricaban las monjas clarisas de Chile. También en la corte de España se comía cerámica.

* Pichones de lechuza, huevos de tero, caldos con menudos de aves y fiambres de hígado de yegua parecen caprichos, pero eran bocados tan habituales como exquisitos.


IV. - Una lenta metamorfosis. Borges contó que en cierta ocasión fue censurado por su padre por comer achuras, a las que consideraba las partes más viles de la vaca. Este no era sólo un concepto vegetariano, sino una herencia del siglo XIX. Los mataderos tiraban las achuras, que rápidamente iban a recoger los más pobres de la ciudad. Quedó un reflejo de esta costumbre en la obra de Echeverría.

Y así como cambiaron los paladares, también se transformaron los modales de mesa, la mantelería, la vajilla. Lo que es corriente hoy, no lo era ayer; y viceversa. Por ejemplo, en la mesa colonial casi nunca se veía una botella. No era costumbre que se pusiera ahí.

Uno de los capítulos más llamativos del libro de Schávelzon describe el uso posterior de la vajilla. El autor jura haber hallado soperas empleadas como bacías para afeitarse y bacinicas convertidas en macetas. También se usaban porrones de ginebra para planchar, ladrillos calientes envueltos en trapo para poner en la cama en las noches de invierno, cazoletas transformadas en pebeteros y platos mudados en proyectiles para las guerras domésticas, práctica que aún se mantiene en muchos matrimonios.


V. - El Toro de Minos. ¿Cuál es el método de Schávelzon? ¿Con qué ojos ve más allá que el común de la gente y presenta tan vívidamente un cuadro cotidiano de hace más de un siglo? No vamos a exponer los fatigosos tecnicismos de la arqueología, pero podría decirse sin miedo a ser superficiales que la mayor información la obtiene de antiguos sumideros, pozos de agua anulados y rellenados con basura (cuyos distintos substratos dan noticias preciosas sobre los habitantes, sus épocas y sus hábitos) y, por supuesto, una abundante bibliografía de antaño, además de la iconografía hecha de láminas y fotos que se mencionó antes.

Buenos Aires dista mucho de ser un terreno virgen para la exploración arqueológica, pero lo cierto es que no siempre se ha empleado un método científico o el instrumental adecuado. La falta de recursos económicos y personal capacitado retrasó considerablemente esta disciplina, y la ignorancia edilicia atentó contra la conservación de nuestra propia historia. En trabajos anteriores, Schávelzon llamaba la atención sobre túneles supuestamente “misteriosos” que en la realidad no eran sino sótanos, sistemas de desagüe o depósitos de agua subterráneos.

Ante una investigación seria, toda aquella fantasía se apagaba. No había pasadizos secretos con restos de esclavos contrabandeados, ni mechones de las trenzas de los Patricios, ni esqueletos de monjas sodomizadas, ni cofres con fortunas fabulosas, ni corredores por donde hubiera podido huir Rosas.

Los estudios a conciencia de túneles, pozos y ruinas dieron un resultado desolador desde el punto de vista poético, pero abrieron el camino para una ciencia no menos sentimental: la arqueología urbana.


VI. - Juguete del tiempo. En Historias del comer y del beber en Buenos Aires, Schávelzon hace una lectura doble del pasado. Por un lado, la del Sr. Schliemann, romántico descubridor de Troya; por otro, la de Mr. Wells, capaz de viajar hasta ella a través del tiempo y entrevistar a Helena.

Schliemann necesitaba indicios y un método razonable; Wells, un artificio mecánico en una novela. Emparentado científicamente con el primero y artísticamente con el segundo, Schávelzon, para demostrar sus elucubraciones, precisa una cisterna cegada en una ciudad que olvida.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que interesante, y que bien escrita, está la nota. Muchas veces es más interesante profundizar en la vida cotidiana de nuestros antepasados que en los acontecimientos excepcionales (batallas, revoluciones...), pues esas mismas costumbres ritualizadas nos han llevado a estructurar nuestra propia cotidianidad. Los que más popularizaron la indagación de la vida "privada" fueron los franceses Philippe Aries y Georges Duby, con su magnífica colección de 7 tomos de la "Historia de la vida privada", que arranca justamente en la Roma Antigua y termina en los años '90. Sé que hay un argentino que intentó algo similar, Ricardo Cicerchia, que escribió "Historia de la vida privada en la Argentina", pero no sé qué tal estará ese libro. Saludos! Marcelo Martínez

Héctor Ángel Benedetti dijo...

Estimado Marcelo: Muchas gracias. En mi opinión, los tomos de "Historia de la vida privada en la Argentina", escritos y maquetados a semejanza de la serie de Aries y Duby, constituyen una obra de primera calidad, muy completa y documentada. Un abrazo...! Héctor.