sábado, 1 de mayo de 2010

Tres angelitos

¡Les digo que todos los niños tienen algo desconcertante! Estoy convencido de ello. Son capaces de guardar secretos que para cualquier adulto serían insoportables. Entre sí suelen sellar pactos muy extraños. Ocurre que los niños en raras ocasiones hacen cosas de niños. Después llega la edad adulta y uno se olvida que alguna vez pensó u obró de tal o cual manera; y si en verdad lo recuerda, trata de justificar aquellos actos como simples travesuras. No lo son. Ellos razonan de una manera muy compleja.

¿Han visto el recordatorio que está sobre el camino que lleva a Santos Unzué? Una ermita pequeña, blanca, que tendrá medio metro de alto o poco más. Adentro había una imagen de la Virgen; se la robaron hace tiempo, pero en el hueco todavía hay restos de velas y quizá queden algunas viejas flores de tela y una botella de yeso, ennegrecida por el humo. ¿Se fijaron en lo que está escrito en esa capillita? Acérquense, corran los yuyos. Leerán “Julián, Esteban y Rosa”. Son los nombres de tres chicos que murieron hace veinte años, cuando volvían de la escuela, caminando sobre el terraplén del Midland; el tren los agarró de atrás. A la semana algún chacarero ya había construido la ermita como testimonio. Durante un tiempo, pasando por el lugar del accidente aún se podía encontrar tirado un lápiz, un sacapuntas… Pregunto: ¿cómo fue que no sintieron el tren? Y no me digan que “eran criaturas”; eso pasó al mediodía, y el maquinista seguramente hizo sonar el silbato. Por más distraídos que fueran, tendrían que haberse dado cuenta que venía algo. Lo que pienso —aunque más de uno me critique— es que jugaron a sentir riesgo, que se pusieron de acuerdo para ver si morían o no. Por eso reitero que los niños hacen alianzas insólitas, que la mayoría de las veces no entendemos.

De tanto recorrer los mismos pueblos uno termina sabiendo el nombre de las familias y se hace amigo de bolicheros, de peones, de puesteros; incluso de los más perdidos entre las vueltas y vueltas de una calle vecinal. Y se aprende a escucharlos. Cuando un borracho me asegura que en Indacochea se ven luces raras en el cielo, no le doy fe; pero si me cuentan que en Norumbega nació un ternero con dos cabezas, según quien lo diga ya es para creerlo. Aclaro esto para que no piensen que me dejo llevar por cualquier historia. Si aseguro que los tres nenes de Santos Unzué tenían un arreglo entre sí, no es por invento de nadie. Iban juntos, y entiendo que decidieron quedarse en ese lugar en ese momento.

Son compromisos misteriosos. Los he visto cuando juegan, mientras repiten situaciones y reglas que vienen de muchas generaciones atrás. Vendan los ojos de uno y lo ponen en el centro de una ronda; los demás giran alrededor como locos o ebrios, tomados de las manos, cantando letrillas que quizá no entienden cabalmente. De pronto, obedeciendo a un impulso desconocido, se detienen y callan todos a la vez. ¿Un impulso? Mejor decir: ¡un acuerdo! Eso no es inocente, y me inquieta pensar que yo mismo lo hice cuando era niño. Fíjense en los nombres que ponen a sus juegos; parecen los naipes de un adivino: el gallo ciego, la gata parida, la torre en guardia, el ahorcado…

Como todos, creí que la desgracia de Santos Unzué había sido una fatalidad; pero diez años más tarde, en 1946, ocurrió algo parecido. Fue en Morea. Tres escolares: dos varones y una nena, en esa calle que tiene un cantero central frente a la estación; esta vez se le cruzaron a un camionero. El pobre hombre (digo “pobre” porque lo comprendo perfectamente) juró que la chiquilina se pasó al otro carril de golpe y que los otros dos saltaron de inmediato tras ella. No hubo margen para nada. Los vecinos no atendieron a la versión del conductor y los pocos policías del destacamento de Morea tuvieron que protegerlo, porque los familiares de los chicos muertos lo querían linchar. Se lo llevaron a Nueve de Julio y no se supo más. El camión quedó arrumbado durante cinco años, más o menos, en un terreno municipal; si pasaba alguien que no era de la zona, no faltaba el comedido que se lo señalara como una curiosidad, porque Morea es de esos lugares que poco tienen para mostrar al forastero. También era una referencia: el almacén de López queda a la vuelta de donde está el camión que mató a los tres chicos.

A esos también les dedicaron un testimonio, un pequeño monolito de cemento pintado con cal. Años después lo quitaron porque estaba justo sobre la línea de un alambrado que debieron renovar.

Hasta aquí podría considerarse una casualidad. Pero pasó otra década, y de nuevo murieron tres chicos de delantal y llevando carteritas de colegio, aunque fue en plena noche; caminaban por el medio de una calle de tierra que parecía una boca de lobo, a cinco kilómetros de Ortiz de Rozas. Hay una escuela más adelante, a mano izquierda; lo que a todos sigue intrigando es la hora, porque ni los perros andarían sueltos por ahí, en aquella oscuridad. El automóvil que los atropelló venía de atrás. La bocina sonó dos veces. El vehículo respondió bien a una maniobra desesperada, pero ya los tenía encima. La más chica llegó a darse vuelta y por un segundo quedó encandilada con los faros; los dos varoncitos ni siquiera voltearon.

Señores: piensen lo que quieran, pero tres veces en veinte años no puede ser una coincidencia. Yo digo que es una confabulación. Ni se imaginan cómo era la mirada que me clavó la nena.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti

4 comentarios:

Anónimo dijo...

excelente relato.... excelente desenlace... mis mas sinceras felicitaciones

Héctor Ángel Benedetti dijo...

Muchas gracias...! Saludo cordial. Héctor.

Pedro dijo...

Che, qué lindo.
Mete miedo.
¡Qué misterio la literatura!
Disfruto que meta miedo.
¿Cuánto hay de fantasía y cuánto fue levantado en tus viajes por la pampa?

Héctor dijo...

Estimado Pedro: La ambientación es 100% real y son lugares que he visitado; en cambio las situaciones, lamentablemente, son ficticias.