viernes, 1 de octubre de 2010

Una altanería entre dos guardias

Si fue o no Mi Noche Triste el poema que inauguró la tristeza como cuestión de tango (verificándose tal llegada hacia fines de 1916, principios de 1917), es asunto discutible y mal estudiado, a pesar de las páginas y páginas que se han escrito aprobando el dato. Hay ejemplos ligeramente anteriores, como Maldito Tango –también conocido como Ave de Noche– y otros más antiguos aún en donde la tristeza se asoma por lo menos como una posibilidad. Mérito de Mi Noche Triste fue popularizar e instalar para siempre este dolor, y hasta darle una forma casi canónica. Y desplazar lo que fue hasta entonces una característica más o menos excluyente: la soberbia.

La felicidad propiamente dicha ya era escasa antes de Contursi. En realidad, lo que dominaba era la soberbia en esas letras de corte autobiográfico y camorrero, en esos alardes de guapo que estuvieron desde los orígenes mismos del tango cantado. Prometían amenazas que nada les impedía concretarse en una paliza, un barbijo o la muerte sin más trámite. También anunciaban destrezas en una o dos armas, invitando a la medición en duelos de atrio o de lupanar; también proponían constatar virtudes dudosas o ausentes. El protagonista se creía magnífico y lo avisaba. Todo ello, narrado en primera persona, lo que movía al desprecio (cuando no al enojo) antes que a la alegría. Estas letras pueden resultar risueñas recién hoy, cuando se han perdido sus propósitos originales.

Surge Mi Noche Triste por la misma época en que el malevo en estado puro comienza a extinguirse. Los valores ya son otros y se prefiere alardear una pena íntima, no un firulete cometido en un bailongo del Bajo ni una muesca nueva en el mango de un facón. No obstante este progreso, la soberbia siguió viva, con el desenfado corregido y atenuado por influencia de las nuevas generaciones.

El compadrito vanidoso aparecerá de modo aislado y ya nadie podrá tomarlo en serio; un sujeto que pide respeto y menta sus caprichos se volverá intolerable. Se darán formas de soberbia más sutiles; los personajes deberán presumir por motivos morales o correrán peligro de que la soberbia se invierta y sea el oyente quien se sienta superior y lo demuestre. De hecho, a partir de 1920 decir “soy (o hago, o tengo) lo mejor” se admite sin reproche de anacronismo únicamente en tangos como Primero Yo, algunos pasajes de Barajando, tal vez Contramarca, y otros en donde la ponderación de las virtudes propias tiene un fin aleccionador. Se descalifica al otro contraponiendo las habilidades particulares, con actitud docente. En la Guardia Vieja también quería enseñarse algo, pero con menos método: como mucho, se proponía la imitación.

¿Puede considerarse a la soberbia como un tema del tango? Más bien, es una cualidad observada en sus actores. En Así se Baila el Tango el danzarín peca por soberbio, pero el tema es el baile; en El Nene del Abasto el facineroso también es soberbio, pero se trata de un catálogo delictivo.

Al transformarse en una música recóndita, el tango le dijo adiós a la exageración de las prendas propias. Fue más común que los arrogantes fueran señalados con un jocoso dedo acusador, al estilo de Mascarón de Proa o de Qué Careta. Salvo excepciones como las de líneas arriba, la soberbia quedó para ser castigada. Era el triunfo ético de ir a menos.

En el tango perduran muchas faltas (traiciones, olvidos...), pero no la altanería. ¡Fugaz gloria la de aquellos canfinfleros, que vivían satisfechos de sí mismos y lo pregonaban!


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Bienvenidas tus grandes reflexiones, Héctor!
El tango es un catálogo de sentimientos pendulares: soberbios y frustrados, alegres y depresivos, cariñosos y violentos, sinceros y falsos. Siempre los extremos. Típico de Buenos Aires, y quizás típico de la alienación del hombre que ha perdido su centro, su equilibrio interior. El tango perdura porque "habla del individuo desde el individuo". Aislado, perdido, fragmentado en su soledad, busca una respuesta: ¿quién soy? El hombre se refleja en la sociedad, y se auto-valora según la imagen que le devuelva ese espejo roto, que tiene mil caras. El tango no ofrece ninguna solución a la pregunta, ni ofrece una visión del conjunto. Cada tango se detiene a mirar una imagen facetada del espejo. La mira de frente, sin esquibarle al bulto, por más cruel que resulte: la traición, el abandono, la muerte, la miseria moral... A lo sumo puede burlarse o llorar ante esas imágenes. La más de las veces, se consuela en remover esa herida absurda, que algunos llaman vida.

Marcelo Martínez