viernes, 26 de noviembre de 2010

Sueños transcriptos (anteriores a 1990)

1 - Camino por una larga carretera, en medio de un vasta llanura de pasto seco. Nadie me acompaña. Hay unos árboles desperdigados aquí y allá. Anochece casi de golpe. Uno de los árboles, un plátano, tiene fuego en la copa. La distancia entre un árbol y otro es la suficiente como para que no se contagien el fuego, pero igualmente poco a poco van encendiéndose todos. Solo se queman sus copas. Estoy fuera de peligro, porque todo esto pasa lejos de la carretera; de todos modos siento miedo. Aparece gente, que corre hacia los árboles de fuego. El cielo se ha puesto rojo obscuro y la luna llena contrasta notoriamente. Nunca la vi tan grande y luminosa.


2 - Deambulo sin rumbo fijo por la calle donde transcurrió mi infancia. Es en una noche de verano, muy tarde; no hay ni una persona. Tampoco perros o automóviles. Hay una soledad absoluta. Las luces de mercurio arrojan sobre el empedrado de la calle una luz fantasmagórica. Calma, quietud general. Una de las viviendas tiene la puerta abierta. Observo desde la vereda: hay un extenso pasillo que se pierde entre sombras. Entro a curiosear, aprovechando la soledad total. Camino unos treinta metros y desemboco en un patio interior de baldosas coloradas, con algunas plantas y una vieja pileta de lavar ropa. El grifo está abierto, dejando correr gran cantidad de agua. Del pasillo se adivinan los patios de varias casas, y no resisto la tentación de contemplar aunque sea uno. Me apoyo no sé muy bien en qué (tal vez una maceta) y espío por encima de la tapia. Se ve la parte trasera de un departamento: un patio de baldosas en damero blanco y negro, con un motor bombeador de agua, una jaula vacía, una casilla para perro también solitaria, un banco de piedra y varios tiestos con cactus.


3 - Estoy en el claro de un bosque de cipreses. No entiendo muy bien qué es lo que hago allí; hay gente y parece ser la celebración de algo. Miro al cielo y veo, semicubierto por las puntas de los árboles, un enorme dirigible gris. Me asusta el tamaño descomunal del mismo, mucho mayor que los comunes. Realmente me aterra. Trato de no mirarlo, pero la tentación puede más y al echar otro vistazo compruebo que hay dos aparatos más en el cielo: un globo y otro aeróstato, algo menores, pero también gigantescos. El dirigible está casi de frente; a su izquierda está el globo; debajo está el otro aeróstato. El globo tiene franjas verticales de varios colores; el otro aparato es marrón. No se desplazan: están fijos en el cielo.


4 - Veo una lámina grabada en un enorme y antiguo libro. En ella hay un dibujo enigmático. Se ven dos carátulas teatrales sobre pequeños pedestales de mármol blanco. Pero ambas representan la tragedia; la comedia no está. Entre carátula y carátula hay una cebolla, con su largo tallo caído y amarillento, como cuando está a punto de ser cosechada. Debajo de cada máscara hay otras más chicas, también trágicas. El piso sobre el que está todo apoyado es pedregoso. Como epígrafe, al pie de la lámina está escrita la frase “Triunfo de la tragedia sobre la comedia”.


5 - Camino sobre un interminable puente, acompañado por personas que no conozco. Es una especie de procesión, o de huida. Flanquean al puente edificios de arquitectura gótica: torres, palacios y catedrales, con sus ventanas ojivales y sus grandes alturas. Hay un cierto aire fantasmal en todo ese paisaje extraño. Algunas casas son rarísimas: por ejemplo, una tiene una gran terraza plana cuadrangular, y sobre la terraza una torre desproporcionadamente alta y delgada; también veo una catedral muy grande que tiene delante una réplica algo más pequeña. Es mi deseo quedarme a ver la arquitectura que nos rodea, pero todos insisten en que continuemos adelante. Los árboles son oscuros cipreses. Está anocheciendo. Nos cruzamos con un muchacho que va en bicicleta. Llegamos pronto al final del puente, donde ya no hay camino; solo se abre ante nosotros una pradera interminable. Miro atrás: sobre el puente, el ciclista ha caído muerto.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 19 de noviembre de 2010

Un trato justo

Más de uno que ha viajado para el lado del río Saladillo por la ruta vieja, como quien va para Santiago, se habrá preguntado por una vía muerta que cruza y pareciera ir o venir de ninguna parte.

Pues bien: al oeste de Los Telares, en dirección a las salinas de Ambargasta, se abre un ramal ferroviario clausurado hace mucho tiempo y del que ya queda poco; solo esa vía muerta y fragmentada, los durmientes carcomidos por el salitre, alguna señal y varios postes de telégrafo de un solo hilo, sin el hilo.

Ciento un kilómetros exactos tiene este ramal olvidado, al que los lugareños llaman “el Seghezzo” por el nombre una antigua compañía que pensaba explotar minerales en la zona aprovechando el desvío. De todo eso hoy queda apenas un recuerdo que con los años se vuelve más difuso, más impreciso.

Otros dicen que es “el ramal perdido” y no les falta razón. Por ejemplo: nunca tuvo estaciones, y de hecho terminaba en la nada. Quien revise un plano de ese lugar comprobará que la vía única pasaba por un paraje llamado El Sandialito y luego por otro, Ambargasta, sin tener siquiera un apeadero; cada tanto se abrían cortas bifurcaciones para cargas o maniobras, y así hasta llegar a la inmensa salina, donde el ramal doblaba abruptamente hacia el sur, pasando entre la salina y la sierra hasta terminar con tosquedad, cincuenta kilómetros adelante, contra unos durmientes clavados a pique: únicos indicadores del final del tendido. Eso era (y es) la parada Kilómetro 101. En derredor, el monte.

Un trecho antes, en una especie de puesto sin nombre siquiera, alguien vivía. O mejor dicho: alguien quedaba.

Eran las Castro, de aquellos Castro que estaban en la zona desde que el mundo era mundo; y bien pequeño que era este mundo, por cierto: nada más que un punto en el mapa, sin accesos visibles, pasando la laguna del Quimilar.

Las Castro, también conocidas como las Emilianas, eran de ahí. Tenían un pariente más bien borroso que muchos años atrás había trabajado en el ramal, cuando todavía mandaban alguna formación hasta el 101. Gracias a su conversación estaban enteradas de lo que decían las inscripciones de los rieles, cerca de las eclisas, y los números y la fecha de casi un siglo atrás (la derivación al 101 no tenía tanta antigüedad, pero los rieles eran veteranos de vaya a saberse qué otra línea); también les había explicado el por qué de aquella columna de mampostería que se veía en el 88, pero costaba imaginar que allí hubiese existido alguna vez un aserradero. De estos y otros asuntos del tren acostumbraba hablar aquel pariente.

Por él supieron que jamás pasaron por allí locomotoras grandes, porque hubieran destruido los rieles. Emiliana Castro Chica, con sus ocho o nueve años, miraba aquellos fierros y pensaba que con o sin tráfico de todos modos hubieran terminado rompiéndose: la salina ya los había roído bastante de abajo hacia arriba, y el suelo arenisco y las matas de cachiyuyos los cubrían por falta de mantenimiento. Pero en la casa sentían aún cierto orgullo recóndito —casi proverbial, podría decirse— por aquel hombre y su pasado ferroviario; y de hecho ya no quedaba otra persona, de Taco Pozo a Totoralejos ni de Chuñaguasi a Chilca Juliana, que hubiera conocido tan bien los pormenores del Seghezzo.

Por esta razón, para la nena no se trataba de un “ramal perdido”. Estaba ahí enfrente; de la entrada a la vía muerta habría unos veinte metros como mucho. Lo conocía de memoria.

A veces las Castro se llegaban hasta Ojo de Agua, a poco menos de seis leguas a caballo, después de pasar por Lomitas Blancas y por Las Chacras para saludar un Cristo. Un poco más importante era Sumampa, a donde solo iban muy de tanto en tanto y por lo general en noviembre, para el Santuario. Y una de esas veces, la pequeña Emiliana vio un mixto pasando a toda máquina rumbo a Santiago. Los perfiles estropeados del 101 eran bien distintos del tren que pasaba por Sumampa, y eso que Sumampa tampoco era gran cosa. Esta línea también cerró; por lo menos en algo pudo hermanarse con el humilde Seghezzo.

Tan escaso era el horizonte de las Castro, tan breves eran los motivos de su asombro. Si hasta sus propios nombres evocaban la cortedad del páramo; desde la Emiliana Castro Vieja, que se había casado con su primo Sebastián Castro para tener tres hijos: el Sebastián Chico, que se había muerto hacía poco; el Antonio Castro, que trabajaba en el Chaco, y la otra Emiliana, a la que le decían la Emiliana Castro Grande, que de soltera tuvo a la Emiliana Castro Chica y que para siempre se había quedado en el puesto cercano al 101.

Ahora solo estaban ellas dos, la Grande y la Chica. Primitivas y silenciosas, duras como todo lo que estaba ahí; embrutecidas de tanto no ver a nadie durante semanas enteras, y aún meses para cuando llegaba la seca; mujeres atrasadas por las muchas generaciones que se educaron bajo el temor por cierta entidad del monte, el Toro Súpay, que protegía la escasa hacienda de la región saladina, pero que también podía aparecerse con sus poderes durante la siesta. Nadie sabía decir muy bien cómo era ni qué poderes detentaba exactamente aquel misterio, aunque daban por sentado que existía y que podía salir enojado si alguno interrumpía su modorra. Madre e hija eran, en fin, la Grande y la Chica; olvidadas a la buena de Dios y solo visitadas por el rumor de un levísimo soplo sobre la fronda del monte bajo, con el grito lejano y repetido de un bichofeo, y los coyoyos de siempre que saludaban a los veranos más tórridos de los que se tuviera memoria en Ambargasta.

Las dos Emilianas habitaban aquel panorama invariable del tanque seco, la cuerda de la ropa tendida, el hornito, el perro dando cabezadas, los arbustos groseros como todo el paisaje, y más allá las matas de color verde limón y la vía, la eterna vía al 101 que reverberaba en la tarde.

Era un día de febrero y a la hora en que más tremendo caía el sol al pie de la sierra cuando la Emiliana Castro Chica miraba los rieles fósiles del Seghezzo, pensando una vez más en el tren que nunca, ni ella ni su madre, vieron pasar. Hasta con vergüenza los miraba, calentándose en el tedio de las horas, entre las arenas y los tallos de las plantas recias; esas plantas que de tan prendidas al suelo se arrancaban levantando raíz y todo, dejando un agujero entre los durmientes. La criatura nunca se alejaba más allá de una carrerita corta detrás de las gallinas, cerca del tanque; no había otra cosa que hacer a esa altura del día, cuando el calor era más fuerte.

Era un día de febrero el día de esta historia. Del lado del 101 se veían venir, caminando por la vía, dos personas. El reflejo del sol las tremolaba un poco a la distancia; pero haciendo pantalla con la mano se notaba claramente que eran dos y que se acercaban. ¿De dónde vendrían, y para qué? Más allá del 101 no había nada; estaba el camino de tierra que llegaba de La Esperanza, a cincuenta kilómetros y pasando largo el límite con Córdoba, pero podían irse los años esperando que alguien hiciera aquel camino. El mapa de la Firestone lo marcaba clarito, pero estando ahí se comprobaba que era más bien una huella; había que ser gente de la zona para seguirla e incluso para encontrarla.

Y sin embargo venían de ese lado, del sur. Dos hombres; uno con sombrero, otro acarreando un teodolito. Se detuvieron faltando unos cien metros, no más, para la casa de las Emilianas. Una cuadra, como quien dice; aunque nada significaba “una cuadra” en ese paraje donde daba lo mismo un kilómetro que cincuenta o cien o ciento uno. Desplegaron papeles, conversaron; luego montaron un trípode y uno (el más joven, parecía) armó una varilla que traía franjas rojas y blancas alternadas, y se fue más lejos, hasta que desde el puesto no se lo vio más. Para el lado del algarrobo blanco pareció irse. El otro, el del sombrero, esperó un tiempo junto al teodolito; prendió un cigarrillo, aguantó más y al rato se puso a observar por el instrumento.

Las Emilianas miraban todo desde la distancia y en completo silencio, sin barruntarse la menor explicación. No interpretaban absolutamente nada, pero tampoco se decidían a ir hasta donde estaban los hombres, que parecían estar tomando medidas de algo. Vieron al del aparato hacer un gesto con el brazo bien en alto, dándole a entender al otro que había terminado, que se volviera. En efecto, poco después apareció caminando su compañero, que venía del lado del algarrobo blanco con la varilla en la mano. Siguieron hablando entre sí mientras escribían en unas libretas, y después los dos se fueron por donde habían venido.

La Emiliana Castro Chica tuvo, de pronto, el presentimiento que aquello no era nada bueno. El pariente ferroviario les había comentado (y ya haría de eso unos tres años: la última vez que el hombre anduvo por ahí) que en otras partes de Santiago las cuadrillas habían comenzado a levantar rieles de ramales abandonados. ¿Querrían ahora las vías del 101? Es cierto que ella miraba los fierros con vergüenza, pero en definitiva eran sus fierros.

Aquella noche rezó ayudándose con la imagen lívida que venía a su mente del Santuario que había visto en Sumampa. Su religión era confusa: primero pidió al Cristo del camino a Las Chacras y luego pidió al Toro Súpay que tanto la atemorizara; porque es bueno rezarle a Dios y a la Virgen y a Santiago Apóstol, pero por las dudas también al Diablo que siempre anda suelto. Al Cristo le prometió unas flores; al Toro le garantizó silencio a la hora de la siesta.

—¿Y qué es lo que pide, m’ hijita?

—Nada, mamá. Pido por nosotras. Mis oraciones alguien tendrá que cumplir.


* * *


Amaneció sobre el puesto sin nombre que estaba junto al Seghezzo. Del otro lado de los rieles, dos gallinas nuevas, hermosas e inexplicables, se interesaban por escarbar bajo el sol inmenso de la mañana. Y algunos kilómetros vía adelante estaba tirado el teodolito; pero de esto las Emilianas, la Grande y la Chica, nunca se enteraron.



© 2010, Héctor Ángel Benedetti

jueves, 4 de noviembre de 2010

Madame Blanche

En la Buenos Aires de antaño, lo parisino propiciaba la excitación. Tal gusto debería corresponder al período iniciado con la Olimpia de Manet, prolongado por postales fin de siècle, más tarde sostenido por la mirada sugerente de Michèle Morgan, y después prácticamente anulado por la literatura de Sartre; con un poco más de acotación, puede decirse que su punto álgido fue nuestra belle époque en torno al Centenario, cuando en el oficio del amor el viejo peringundín a la criolla debió competir con la distinguida maison a la francesa.

No tan distinguida, después de todo; al igual que las tradicionales, estas residencias europeizantes (que en realidad no eran muchas) desatendían la ordenanza que prohibía el baile, y organizaban tangueadas en medio de un equívoco concepto de elegancia que consistía en adulterar el ambiente con cualquier vulgaridad. Y por cierto que las pupilas rara vez eran auténticamente francesas.

Un lugar así: el establecimiento de Madame Blanche.

Puede imaginársela como una estereotipada proxeneta gala, irradiando autoridad con su sobrecarga de kilos y de maquillaje y de bisutería. En verdad, nada sabemos de ella; así que lo mismo da esta o cualquier otra imagen.

En cambio, sí se sabe que el suyo no fue ni un “lugar pintoresco”, ni una “casita” o “sitio alegre”, como ha querido vérselo. Lo de Madame Blanche, como tantos lugares clandestinos en donde el burdel alternaba con el baile, fue un antro. Cambió varias veces de domicilio hasta llegar a pleno Centro, en Montevideo 775; en todos, fue un local infeccioso con las peores formas de depravación. Ocurre que Madame Blanche, al igual que su competidora Laura, ponía alfombras, gobelinos, un par de jarrones, y con eso ya fingía cierta categoría; luego, la historia del tango solo anotó el recuerdo de estas fruslerías, y no el hecho de que en sus habitaciones hubiera, por ejemplo, corrupción de menores.

Por alguna razón, las bailarinas que pasaban por allí se volvían muy conocidas. Es difícil determinar el grado de compromiso que tendrían con la casa, porque no era una academia ni un salón de baile ni una confitería: aquello era un lupanar, donde hacerse famosa no era precisamente reflejo de virtud. Las más recordadas fueron Sarita y una tal Juana “La Cívica” (que quizá haya vivido lo suficiente para conocer el voto femenino).

Tuvo pianistas estables, como Enrique Saborido, Samuel Castriota y Alfredo Bevilacqua. Se asegura que fue en lo de Madame Blanche donde Saborido estrenó su famoso tango Felicia, dedicado a la bailarina Felicia Ilarregui, hacia 1907-1908.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 29 de octubre de 2010

El olor de la pintura bermellón

En 1975 yo ya estaba en edad de ingresar al kindergarten. Escribo esta palabra y no su equivalencia española (“jardín de infancia”) porque el sonido germánico es ideal para recordar el ambiente marcial que tenía ese parvulario. Muy ilusionados ante la perspectiva de iniciar mis estudios formales, prepararon para mí un delantal cuadriculado, un moño azul, un zurrón con mi nombre bordado y varios elementos didácticos. Duré exactamente tres días: la maestra Rosita me hizo una encuesta tan irritante (“¿dónde vives?”, “¿qué comida prefieres?”, “¿quiénes son tus amigos?”) que la acusé de chismosa, al tiempo que le asestaba un buen golpe en la cabeza con mi trozo de arcilla (uno de los elementos didácticos). Fui expulsado, y por cierto que no conozco ningún otro caso de un niño despedido categóricamente de la enseñanza preescolar.

Resignada a no poder ofrecerme una educación que me contuviera, mi madre dejó que el resto de aquel año holgazaneara a gusto. Nunca dejaré de agradecerle, porque quedándome en casa un día descubrí sus libros de pintura. Fue un momento mágico de mi vida. Sin consultarlo, todas las tardes tomaba uno de los volúmenes de la biblioteca y me iba con él al pequeño y atestado desván, iluminado por los haces del sol que se filtraban por un ventanuco; allí, en completa soledad, hojeaba las láminas y disfrutaba con el arte de los grandes maestros.

¡Qué placer hermoso, qué serena felicidad me brindaban aquellas reproducciones! No podía descifrar ni los nombres de los pintores ni los títulos de sus cuadros; estas cosas las sabría mucho después, pero entonces, sin necesidad de otros conocimientos, yo podía estar largo tiempo contemplando la Anunciación de Fra Angélico, que me llamaba especialmente la atención por una escena secundaria, a la izquierda, en donde se veían dos personajes caminando en medio de la floresta y un minúsculo ángel carmín; también me fascinaba el cuadro Sobre la ciudad, de Marc Chagall, que lo mostraba a él mismo junto a su esposa, Bella, flotando por los cielos de una aldea; recuerdo el extraño mundo a donde me llevaba La habitación encantada, de Carlo Carrà, por ser tan parecido al mismo cuarto en donde pasaba mis horas de observador; y llegué a enamorarme perdidamente de la Odalisca recostada, de Francesco Hayez, de espaldas a un ventanal por el que se divisaba el océano: con ella quería salir a navegar.

Al dormir, continuaban inquietándome ciertos detalles que había advertido en esas pinturas. No era raro que mis sueños aparecieran cosas tales como el distante y obscuro montgolfier que se ve a la derecha del autorretrato de Rousseau, la luna que puso Magritte en Le Domaine d’Arnehim, los extraños híbridos concebidos por el Bosco, el no menos curioso huevo con patas y cuchillo que fantaseó Brueghel habitando el país de Jauja, el Cristo flagelado de Piero della Francesca, un demonio arrojado de Arezzo por Giotto, o el patio visto desde una puerta abierta en la callejuela de Vermeer…

Desde aquel tiempo rara vez pasé un día sin el gozo de la pintura, que ha sido una de mis formas de dicha y mi evasión en las horas tristes. Con seis años recién cumplidos, ya distinguía no menos de sesenta artistas diferentes y en mi mente albergaba un pequeño catálogo de preferencias; cuando supe leer, aprendí nombres y logré una precoz fama de entendido entre mis maestros de escuela. Mi madre pintaba influída por el surrealismo, tendencia que transportaba mi imaginación más allá de cualquier límite.

En 1981 el Museo Nacional de Bellas Artes organizó una exposición con obras de Giorgio de Chirico, Max Ernst, René Magritte y Joan Miró; yo tenía once años y pedí que me llevasen. Aún conservo el catálogo de aquella muestra.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 22 de octubre de 2010

Descansos y testimonios

A los costados de los caminos, no importa cuán inhóspita sea la región que atraviesen, hay centenares de ermitas levantadas con fervor místico en honor a un santoral que muchas veces es sospechoso y otras veces directamente profano.

Tal vez ya se ha establecido un catálogo; lo ignoro. Hay dos claros motivos que llevaron a erigirlas. El primero es el último coletazo de una época en que era un verdadero problema morirse en el campo. Siempre era mucha la distancia hasta el cementerio más cercano. Y si bien poco debía importarle al difunto el cansancio de su última recorrida, no eran de la misma opinión sus deudos, que necesitaban reparadoras escalas en el camino hasta el camposanto. Así, entre pésames y sudores, se construían aquellas ermitas que no eran sino mojones para hacer un alto en la procesión. Son los descansos. La otra causa, que es la más frecuente a lo largo de las carreteras argentinas, es el recuerdo a un accidente. Si el protagonista se salva, levanta el monumento para agradecer la suerte que ha tenido. Si perece, algunos familiares -y muchas veces los mismos campesinos de la zona- dejan la memoria de su desgracia. Estas ermitas son los testimonios.

Casi todas tienen el aspecto de una pequeña iglesia. El modelo más simple, que rara vez supera el metro y medio de altura, está hecho de ladrillo o de chapa, con una abertura frontal. Es común que esta abertura tenga una reja y hasta un cerrojo, que se abrirá vaya a saberse con qué llave. El techito a dos aguas suele rematarse con una cruz. Las paredes se blanquean y tienen, por lo general, placas de bronce o de otro metal con alguna inscripción, como agradecimientos por milagros cumplidos. Las placas también pueden ser de otro material, como la cerámica o la madera.

Lo que hay adentro es de lo más variado.

Muy frecuentes resultan las botellas con agua como tributo a la Difunta Correa, hija de un político de la Provincia de San Juan, veterano de las luchas por la Independencia, que hacia 1840 fuera perseguido y apresado por Facundo Quiroga. La leyenda informa que Deolinda, que así se llamaba la mujer, murió de sed intentando escapar a La Rioja con su hijito; unos arrieros que hallaron su cuerpo en medio de los cerros juraron que el pequeño aún vivía, porque los pechos de la fugitiva seguían amamantándolo después de la muerte. Esta creencia se extendió por todo el país y fue particularmente atendido por los camioneros, aunque en los últimos años su culto se ha visto desplazado por el del Gauchito Gil. Las ermitas dedicadas a Gil se identifican por estar rodeadas de banderines rojos y, a veces, matrículas de automóviles. Es obligación hacer sonar la bocina del vehículo cuando se pasa frente a ellas.

También hay imágenes de Ceferino Namuncurá, nativo de Chimpay, Provincia del Río Negro. Su fama de conceder cuanto prodigio se le solicite llevó a su trámite de beatificación, iniciado en 1945 y aún no concluido. Había muerto en 1905 en Italia, con solo dieciocho años y una confortante aureola de bondad.

Pueden encontrarse, además, reproducciones de San Cayetano o de San Cono, patronos que nada tuvieron que ver con la Argentina, pero que lograron su envidiada popularidad por razones antagónicas: uno por conseguirle trabajo al desocupado, otro por favorecerle números de lotería al apostante.

Bastante seguido suele aparecer San Jorge, suprimido actualmente por la Iglesia por sus asomos más bien legendarios. Fue tema predilecto de Paolo Uccello, de Donatello, de Giorgione, de Rafael; la iconografía obligada (exceptuando a Rosetti) fue mostrarlo de a caballo, con armadura, dando muerte al Dragón que custodiaba a una doncella.

Debido a la imaginería católica, algunos llaman santitos a los descansos y testimonios. En Hualcupén hallé santitos aprovechando los huecos de las rocas.

En los descansos y testimonios casi no falta Santa María, ya sea como la Virgen del Valle, de Luján, de Lourdes, de Guadalupe o de la Inmaculada Concepción. Vi una Virgen totalmente blanca en el camino de ascenso al volcán Copahue, en un testimonio a cielo descubierto. Esta es la forma menos frecuentada por los fabricadores de testimonios, pues lo corriente es la ermita; aunque debido a su ubicación probablemente se tratara de un descanso para los escaladores y no un testimonio propiamente dicho. Varias veces hallé dentro de un testimonio una réplica a escala diminuta de alguna iglesia real o imaginaria: una ermita dentro de otra ermita.

A menos que estén protegidas por un puertecita con vidrio, las estatuillas nunca son nuevas. Han soportado durante años polvo, viento y humo de velas. Habitualmente son de yeso y llegaron al santuario con vivos colores, pero el tiempo las fue despintando y mutilando. Así, se ven ídolos descabezados que pueden ser cualquier santo o ninguno, y de no ser por algunos atributos (el perro de San Roque, la espada del Arcángel Miguel, el cuerpo cribado de San Sebastián, el poncho de Laura Vicuña) no podrían reconocerse. En más de una oportunidad vi una figura de la Virgen tomada de un pesebre navideño.

Muchos testimonios merecerían capítulo aparte. He visto cerca de Plaza Huincul uno que es un monolito coronado por una pelota de fútbol, recuerdo de un accidente en el que murieron deportistas.

También hay variedad en los textos inscriptos. Existen las invocaciones al caminante, tal como se leía en ciertos epigramas funerarios griegos. Hacia los siglos II y III d. C., un hexámetro dactílico escrito sobre un sarcófago de Termeso podía decir “Adiós, caminante; ya conoces quién soy: sigue tu camino”. Un testimonio reciente, tan solo por perpetuar la tradición, quizá nos llame con palabras parecidas. Otras placas, carentes de consolatio o del sit tibi terra levis (porque no debe olvidarse que el testimonio no es una tumba, sino una variante de cenotafio), exhortan a la oración y proponen no se cuántas repeticiones de un Credo para conseguir lo anhelado o para recobrar lo perdido.

No solo hay ermitas o monolitos: también cruces, infinidad de simples cruces a la vera de nuestras carreteras.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 15 de octubre de 2010

El primer rey Tudor

(Escrito por Guada Aballe para El Sextante de Hevelius)

Enrique Tudor nació en Pembroke (Gales) el 28 de enero de 1457. Su madre, Margaret Beaufort, tenía catorce años y su padre, Edmund Tudor, había muerto mientras su madre estaba embarazada. Su abuelo había sido Ower ap Meredith ap Tudur, aquel aventurero galés que había enamorado a la viuda de un rey.

Eran tiempos de la guerra civil York-Lancaster. Su familia estaba en el lado lancasteriano. Con motivo de un triunfo yorkista, el niño estuvo bajo al custodia de Lord Herbert. Y con un nuevo gobierno de la Casa de Lancaster, su tío Jasper Tudor pudo ocuparse de él. Los yorkistas volvieron al poder y Jasper con su sobrino se vieron obligados a partir para el exilio: Francia.

Con el tiempo Enrique Tudor se convirtió en pretendiente al trono por la Casa de Lancaster. En 1483 intentó invadir Inglaterra pero no pudo a causa de las tormentas.

La situación política en la isla estaba cada vez peor, no solamente la guerra civil parecía no terminar sino que el Lord Protector Ricardo de Gloucester había hecho llevar a su sobrino, el niño rey Eduardo V, junto con su hermanito a la Torre de Londres “para custodia”. Ricardo usurpó el trono con el nombre de Ricardo III y los chicos desaparecieron.

En 1485, con un ejército que contaba entre 3.000 y 4.000 hombres, Enrique entró en Inglaterra y gracias a la defección de los Stanley en el campo de batalla pudo derrotar a Ricardo en Bosworth Field. Se casó con Elizabeth, la princesa yorkista sobrina de Ricardo III y hermana de los chicos desaparecidos. Unió de esta manera las casas de York y Lancaster y se puso fin a la guerra civil. Asumió el poder como Enrique VII con un pueblo feliz de ver terminada una guerra civil de unos treinta años de duración.

Sin experiencia alguna de gobierno asumió el poder en un reino nada envidiable:

-la nobleza dividida y diezmada

-los yorkistas activos en las sombras y dispuestos a volver a cualquier precio

-de los últimos cuatro reyes que había visto Inglaterra (con o sin derechos legítimos) los cuatro habían sido depuestos; 1 de ellos asesinado (Enrique VI), 1 muerto en batalla (Ricardo III) y otro aún seguía desaparecido (Eduardo V)

-el país estaba en bancarrota y hasta las Joyas de la Corona estaban empeñadas

Cuando falleció 24 años después, en el país había superavit, él mismo murió en su cama, nunca fue destituido y logró dejarle el trono a un sucesor que tomó el poder sin hechos violentos por primera vez en 87 años. La última transición pacífica había sido en 1422.

Como rey su fuerte fueron las finanzas. Bajó los gastos del reino. Evitó guerras innecesarias. Controlaba personalmente las cuentas diariamente y además empleaba auditores para tener doble control. Se manejó con un sistema de multas y fianzas para recaudar dinero.

Su principal característica era la desconfianza que sintió toda su vida hacia la nobleza, a la que hostigó, controló y amedrentó. Se ocupó que ningún noble se creyera por encima de la ley y hacía nombramientos teniendo en cuanta la capacidad de la persona y no su cuna. Creó pocos nobles (con la intencionalidad que el número de pares decayera con el tiempo). De las 62 familias de pares 7 estaban bajo “attainder”, 36 bajo fianzas, 3 con restricciones y solo 16 vivían en paz.

Tenía el hábito de reunirse con su consejo privado regularmente y presidirlo. Estimuló los viajes de los Caboto y el comercio con el extranjero (hasta dispuso un embargo a los Países Bajos para que dejaran de apoyar a los yorkistas). Detectó futuros problemas sociales y en 1489 promulgó un acta que frenaba el cercamiento a las tierras comunes. Lamentablemente cuando murió se había convertido en alguien impopular por su costumbre de aplicar multas descomunales para recaudar fondos a lo largo y ancho del país.

Enrique VII supo ser rudo, firme y severo cuando la ocasión lo requería pero a diferencia de su famoso hijo jamás se manejó por caprichos o veleidades insólitas. Su matrimonio con Elizabeth de York fue feliz y tuvo varios hijos de los cuales destacamos a Arturo (el más célebre de los Príncipes de Gales), Margaret (a través de ella desciende la familia real británica actual), Enrique VIII y Mary (la abuela de Lady Jane).

Murió el 21 de abril de 1509.

© 2010, Guada Aballe

sábado, 9 de octubre de 2010

La trágica Maria Melato

Los años de preparación .- Es probable que todo aquel que viera actuar alguna vez a Maria Melato nunca más pudiese olvidarla.

Quien habría de convertirse en una de las más importantes actrices italianas de todos los tiempos nació en Reggio Emilia el 16 de octubre de 1885. No sufrió alguna de esas oposiciones familiares que tanto gustan en registrar las biografías de los artistas; su vocación se desarrolló temprano y fue estimulada: era maravilloso oír a la niña recitando las trágicas creaciones decimonónicas, con las que conmovía no por su precocidad, sino por su legítimo talento. Los primeros trabajos profesionales los hizo en el grupo de Teresa Mariani y Vittorio Zampieri, como actriz especializada en roles de amorosa; de ahí pasó a ser la prima attrice giovane de la compañía de Irma Gramatica y Flavio Andò.

Entre 1909 y 1921 se perfeccionó bajo las órdenes (“severas y apasionadas”, acota un cronista) de Virgilio Talli, una de las figuras más importantes de la escena italiana de entonces, que luego de agotar el repertorio clásico le hizo conocer el lenguaje y los motivos de los autores contemporáneos: Luigi Pirandello, Gabriele D’Annunzio, Rosso di San Secondo, Massimo Bontempelli.

Talli la asesoró también en sus incursiones cinematográficas: Il ritorno (1914), Anna Karenine (1917), Le due Marie (1918), Il volo degli aironi (1920), Il trittico dell’amore (1920), Le due esistenze (1920).


La década de su esplendor .- Doce años siguiendo la disciplina de Talli fueron preparándola para el lanzamiento de su compañía propia. Ya se había ganado el derecho a ser conocida como “La” Melato, distinción solo reservada a las grandes divas.

Su concepto de lo que debía ser una verdadera capocomica no era solo el pulimento preciso de cada gesto o diálogo suyo: ella estaba al frente de una gran empresa y debía controlar absolutamente todo. Para sus montajes, hasta los actores con mínima incidencia en el libreto y aún aquellos que estaban por pura decoración debían cumplir con ensayos extenuantes; cada juego de luces, cada escenografía, cada elemento en escena —incluyendo un teléfono trivial o un jarrón que apenas se veía— pasaban antes por su rigurosa aprobación. Ni hablar de la música o del vestuario: jamás delegaba una decisión al respecto. Y noche tras noche el aplauso del público confirmaba lo acertado de sus enérgicas resoluciones.

Dejó de hacer películas porque entendió que había muchas cosas en este medio que le serían imposibles de vigilar.


Una gloria del pasado .- Pasó con enorme éxito por Buenos Aires en 1923 y en 1925, y volvió en 1929 tras el suceso sin precedentes que había logrado en el Vittoriale haciendo La figlia di Jorio, de D’Annunzio.

Pero en la década del '30, después de sus giras latinoamericanas, regresó a los clásicos. Era el tipo de arte que promovía el Duce, mejor dispuesto para la vida de Escipión que para las problemáticas del momento. Melato seguía siendo una gran estrella, pero su entorno ya no era el mismo. En los '40 empezó a resignar su obsesivo afán de control; disolvió su compañía y después de veintidós años sin pisar un set no tuvo más remedio que volver a hacer cine, ahora bajo la censura fascista (La principessa del sogno en 1942, Redenzione en 1943).

El estilo de Melato era considerado “antiguo” aún antes de la caída de Mussolini, y en la Italia liberada sus actuaciones fueron espaciándose. Dos películas más (Quartieri alti en 1945 e Il fabbro dil convento en 1947) poco le aportaron. En el teatro, que era su terreno natural, obtuvo otro triunfo en 1947 con La voix humaine, un monólogo de Cocteau: de nuevo a los modernos, pero con un libreto que ya tenía diecisiete años y que todo el mundo recordaba interpretado por Berthe Bovy. Aunque alcanzó a rearmar su compañía, sus últimas apariciones memorables las hizo sola, recitando, con acompañamiento de piano.

El 24 de agosto de 1950, en Forti dei Marmi, Melato falleció tras caerse del tren que tenía que llevarla a Turín, donde debía intervenir en un radioteatro basado en textos de Somerset Maugham.

Hay un busto en memoria suya en el Parco del Popolo.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 1 de octubre de 2010

Una altanería entre dos guardias

Si fue o no Mi Noche Triste el poema que inauguró la tristeza como cuestión de tango (verificándose tal llegada hacia fines de 1916, principios de 1917), es asunto discutible y mal estudiado, a pesar de las páginas y páginas que se han escrito aprobando el dato. Hay ejemplos ligeramente anteriores, como Maldito Tango –también conocido como Ave de Noche– y otros más antiguos aún en donde la tristeza se asoma por lo menos como una posibilidad. Mérito de Mi Noche Triste fue popularizar e instalar para siempre este dolor, y hasta darle una forma casi canónica. Y desplazar lo que fue hasta entonces una característica más o menos excluyente: la soberbia.

La felicidad propiamente dicha ya era escasa antes de Contursi. En realidad, lo que dominaba era la soberbia en esas letras de corte autobiográfico y camorrero, en esos alardes de guapo que estuvieron desde los orígenes mismos del tango cantado. Prometían amenazas que nada les impedía concretarse en una paliza, un barbijo o la muerte sin más trámite. También anunciaban destrezas en una o dos armas, invitando a la medición en duelos de atrio o de lupanar; también proponían constatar virtudes dudosas o ausentes. El protagonista se creía magnífico y lo avisaba. Todo ello, narrado en primera persona, lo que movía al desprecio (cuando no al enojo) antes que a la alegría. Estas letras pueden resultar risueñas recién hoy, cuando se han perdido sus propósitos originales.

Surge Mi Noche Triste por la misma época en que el malevo en estado puro comienza a extinguirse. Los valores ya son otros y se prefiere alardear una pena íntima, no un firulete cometido en un bailongo del Bajo ni una muesca nueva en el mango de un facón. No obstante este progreso, la soberbia siguió viva, con el desenfado corregido y atenuado por influencia de las nuevas generaciones.

El compadrito vanidoso aparecerá de modo aislado y ya nadie podrá tomarlo en serio; un sujeto que pide respeto y menta sus caprichos se volverá intolerable. Se darán formas de soberbia más sutiles; los personajes deberán presumir por motivos morales o correrán peligro de que la soberbia se invierta y sea el oyente quien se sienta superior y lo demuestre. De hecho, a partir de 1920 decir “soy (o hago, o tengo) lo mejor” se admite sin reproche de anacronismo únicamente en tangos como Primero Yo, algunos pasajes de Barajando, tal vez Contramarca, y otros en donde la ponderación de las virtudes propias tiene un fin aleccionador. Se descalifica al otro contraponiendo las habilidades particulares, con actitud docente. En la Guardia Vieja también quería enseñarse algo, pero con menos método: como mucho, se proponía la imitación.

¿Puede considerarse a la soberbia como un tema del tango? Más bien, es una cualidad observada en sus actores. En Así se Baila el Tango el danzarín peca por soberbio, pero el tema es el baile; en El Nene del Abasto el facineroso también es soberbio, pero se trata de un catálogo delictivo.

Al transformarse en una música recóndita, el tango le dijo adiós a la exageración de las prendas propias. Fue más común que los arrogantes fueran señalados con un jocoso dedo acusador, al estilo de Mascarón de Proa o de Qué Careta. Salvo excepciones como las de líneas arriba, la soberbia quedó para ser castigada. Era el triunfo ético de ir a menos.

En el tango perduran muchas faltas (traiciones, olvidos...), pero no la altanería. ¡Fugaz gloria la de aquellos canfinfleros, que vivían satisfechos de sí mismos y lo pregonaban!


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 24 de septiembre de 2010

Las Huellas del Diablo

El miércoles 4 de febrero de 1998, estando en Loncopué (provincia del Neuquén), en las primeras horas de la mañana me fue dado observar un fenómeno ciertamente misterioso, al que no pude encontrarle explicación ni analogía, a no ser con otra situación ocurrida hacía más de un siglo en otras latitudes.

La noche anterior habíamos escuchado desde la casa de la Estancia El Nido un revuelo inusual de loros barranqueros; y si bien era este un sonido más o menos común, la gritería de la bandada había alcanzado un nivel extraordinario. El perro, célebre por su cobardía, no dejó de ladrar. Temimos intrusos, pero nadie merodeaba la casa y terminamos atribuyendo la inquietud del animal a lo inoportuno de algún borracho que deambulaba por la calle Pedro Nazarre.

Amaneció y yo era el único despierto en toda la casa. Decidí ocuparme aquel día de las compras, por lo que sin esperar a que los demás se levantaran me vestí y salí. Fue entonces cuando vi aquello, en la calle, a pocos metros de la puerta de entrada. Sobre la tierra estaban marcadas las huellas de un animal que no podría ser imaginado. Consistían en una serie de “C” distanciadas a intervalos cortos perfectamente regulares; marcas muy similares a las huellas que dejan las herraduras de los caballos, pero más pequeñas y, cosa inexplicable, en una sola línea. Ya a partir de esto es imposible hacerse la idea de un animal común, y comprendí la histeria del perro. Un caballo, independientemente de su tamaño, hubiera dejado cuatro herraduras marcadas en dos hileras. Un bípedo también dejaría dos líneas; ningún ser caminaría poniendo un pie delante de otro (como por la cuerda de un equilibrista) y con pasos tan exactos, tan regulares. Cada huella distaba de otra veinticinco centímetros, invariablemente, dejando una impresión así en la calle:


C C C C C


No era lo más raro de aquella mañana. Las huellas parecían ir en dirección SW-NE, pero apenas pasados dos o tres metros frente al portón de entrada, el rastro doblaba bruscamente hacia el NO y se dirigía a la estancia. Un canal separaba la calle de la vereda: las huellas lo cruzaban y seguían del otro lado, en línea recta y siempre con esa regularidad inalterable, como si el canal no existiera. Animales y humanos varían la marcha de acuerdo a las circunstancias, como saltar un canal (que, dicho sea de paso, podía cruzarse cómodamente a unos pasos de allí gracias a una planchada). Luego estaba un cerco: la huella seguía tras él como si hubiera podido atravesarlo. Unos metros más, y la huella ya desaparecía o se desdibujaba entre el césped.

¿Un ave? Ningún pájaro deja rastros como herraduras, ni —que bien se entienda— en una sola línea.

Alguna bibliografía consultada me reportó que en Devonshire, al sur de Inglaterra, se vieron en el invierno de 1855 unas huellas similares sobre la nieve, provocando el pánico colectivo en esa localidad rural tan conservadora.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 17 de septiembre de 2010

Los vaticinios infames

Unas líneas de Suetonio (De vita Cæsarum, I, 32) refieren cómo las cohortes dirigidas por Julio César decidieron cruzar el Rubicón tras una visión espectral. Aún sabiéndose temible, la legión no podía sortear un simple río de provincia: el recelo por la venganza política más que por la violación de las tradiciones dominaba sobre sus lanzas y sus escudos.

Un flautista venido de ninguna parte sedujo por su notoriedad a los soldados, quienes conmovidos ante la melodía se dejaron arrebatar una trompeta (de las mismas que doblegaron al mundo). La fantasmal aparición, al son del instrumento robado, vadeó la corriente con aire triunfal. El presagio no verificó desconfianza. Lo juzgaron propicio, cambiaron de margen y se condenaron a la lucha. Y ganaron.

Pasaron, inexorables, los años; se sucedieron las arengas, las batallas y los lauros. César anheló ser rey, pues en los libros sibilinos estaba que Roma solo con un rey sería vencedora de los partos. Y poco faltaba para los idus de marzo cuando llegó la noticia de que los caballos consagrados al río lloraban y se negaban a comer, pero esta vez el presagio no fue considerado.

Al pie de la mordaz estatua del vencido en Farsalia, veintitrés puñaladas recordaron a César que los augurios eran esta vez adversos y que su toga no pretendía ser la menos vulnerable.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 10 de septiembre de 2010

Enrique Saborido

El 2 de enero de 1935 el periodista Héctor Bates hizo un reportaje a Saborido en L3 Radio Belgrano. Treinta y un años habían transcurrido desde el estreno de La Morocha; ni esta obra ni su autor habían sido olvidados, pero lo cierto es que reposaban en un nostálgico segundo plano como representantes de otro tiempo, como ejemplos venerables de una antigua expresión que ya había cambiado. Una fotografía, publicada luego por la revista Antena, acompañó la crónica: nada en ella hubiera delatado que Saborido era un patriarca. Aquel hombre retratado con sencillez, pasándole un paño a sus anteojos y mirando circunspecto la partitura de otra creación suya (el tango Queja gaucha), hubiera pasado desapercibido dentro del siglo caracterizado por el tráfago de sus novedades; sin duda esta tardía entrevista oficiaba de rescate para una persona humilde y a la vez responsable de una obra inmortal. Saborido probó en el piano sus melodías viejas, construidas sobre un ritmo que muchos recordaban, algunos tocaban y nadie bailaba; y concluyó con una evocación de su época. “Cuando vivía…”, añadió.

Enrique Saborido nació, según algunos de sus biógrafos, en 1877 en Montevideo. Con idéntica autoridad (es decir, ninguna) otros propusieron 1878. Sus padres, Estanislao Saborido y Rosario Morcillo, se instalaron en Buenos Aires dos años después; el pequeño creció en una ciudad recién amojonada como capital de la República, vibrante por los conflictos con Tejedor, marcada por la presidencia de Roca, por la euforia económica, por la expansión de los ferrocarriles, por la torpeza política de Juárez Celman, por los actos de la Unión Cívica, por la Revolución del Parque. Entre los diez y los quince años estudió violín, para optar luego por el piano. Pocas noticias se tienen de su formación; los nombres de sus maestros fueron borrosos o se olvidaron (se dijo que fue alumno de un tal Juan Gutiérrez, arduamente identificado con un profesor de la época), y la primera parte de su historia hoy se limita a datos que nada tienen que ver con lo musical: que cursó hasta primer año de un bachillerato, que fue dependiente de una librería hasta 1892, que luego ingresó a la secretaría del Teatro San Martín y que se mantuvo con este empleo durante quince años. Hay noticia de un hermano suyo, llamado Guillermo, guitarrista y bandoneonista, alumno del “Pardo” Sebastián; el rastro se le pierde hacia mediados de la década del veinte.

Hacia 1895, tras haber tocado durante varios meses en casas de familia, podía hallarse a Saborido amenizando desde el piano los bailes de La Vieja Eustaquia, lugar ubicado en San Luis entre Ecuador y Nueva Granada (hoy Boulogne-Sur-Mer), cercano al Mercado de Abasto. Tres años después ya estaba dirigiendo su orquesta propia, integrada entre otros por su hermano Guillermo y Emilio Fernández en guitarras, Miguel Pécora en arpa, Genaro Vázquez en violín, y el “Tano” Vicente Pecce y Benito Masset en flautas. Completaban la formación otros músicos como Adolfo Inés, Verti o Dufour. Como puede advertirse, la instrumentación se correspondía a la de aquel período inicial del tango en que el bandoneón estaba aún lejano, siendo más presentes un mandolín o una armónica. Persiste cierta confusión cronológica: Saborido aseguró haber debutado al frente de este conjunto en 1898, en un casamiento celebrado en la calle Chacabuco entre Moreno y Belgrano; pero algunos de sus biógrafos posteriores afirmaron que aquellos bailongos de La Vieja Eustaquia vinieron después.

Para 1902 la orquesta se había reducido a un trío, en el que continuaban Vázquez y Masset. El sitio de actuación era el célebre Restaurante del Parque Tres de Febrero, mejor conocido como “Lo de Hansen”. Este local fue el más reputado de su época; Saborido trabajó en él justo antes de que se convirtiera en el café de Anselmo Tarana, al tomar este empresario la concesión en 1903. Enseguida el músico da un importante salto social: sus solos de piano se escuchan en el balneario La Perla, de Mar del Plata, que por entonces solo convocaba a lo más aristocrático de la sociedad. Pero en 1904 vuelve al primer público, y se lo detecta en el porteño bar Reconquista, en la esquina de esta y Lavalle, mencionado por todos como “Lo de Ronchetti” por el apellido de su propietario.

En este bar, inaugurado el 24 de agosto de 1900, nació La Morocha cinco años después. La música quizá haya sido anterior, como señalaron José Gobello y otros historiadores; se ha sugerido que ya circulaba como Metéle fierro hasta el fondo, pero más allá de esta suspicacia está la fecha precisa (25 de diciembre de 1905) aportada por el propio Saborido en varias ocasiones, y es incuestionable que quedó conformado como un tango con letra en aquella Navidad, gracias a la diligente musa de Ángel Gregorio Villoldo. La aceptación fue inmediata y lo que siguió es una historia bien conocida; al dato de los mil ejemplares de la partitura impresos por la casa Rivarola que diseminó por el mundo la fragata Sarmiento, puede agregarse la anécdota de cierto oportunista que se presentara en la discográfica Odeon jurando que Saborido había fallecido y que él era su sucesor, reclamando para sí el porcentaje sobre la venta de los discos.

Poco después, mientras La Morocha iba instalándose como el primer tango antonomástico y Saborido seguía desmintiendo su muerte, apareció Felicia. La opinión personal del autor es que era la mejor de sus obras; musicalmente es, por lo pronto, la más elaborada. Esgrimiendo una complejidad mayor que La Morocha, pudo Felicia atravesar las décadas como un tango siempre vigente, pues su carácter más moderno y dúctil le permitió adaptarse a cualquier época. Sin embargo, la génesis fue casi la misma: unas notas irresponsables, emitidas casi con desgano, pero que una mujer escucha y agradece, y a partir de allí la ofrenda. En este caso la destinataria fue Felicia Ilarregui; su esposo, el autor teatral Carlos Mauricio Pacheco, fue el primero en ponerle versos. Esto ocurrió en 1908, y no en 1910 como otros han redondeado.

Para entonces contaba con una respetable obra como autor. Puesta en títulos, y expandiendo el listado para incluir su producción posterior, se trata de tangos como Al otro lado del arroyo, Angustia, Baquiano pa’ elegir, Boteshare, Cada quemada, Caras y Caretas (El canillita), Coraceros del 9º, Don Paco, El cantor del callejón, El Pochocho, El señor Leiva, Fierro viejo, Ingratitud, La berlina de novios, La hija de la Morocha (olvidada segunda parte de su gran clásico), Mosca brava, Náufragos, Hortensia, Papas fritas a ¡Federación!, Pegué la vuelta, Prendé la vela Martín, Q’acés de noche, Queja gaucha, Que seas feliz, Reclutamiento, Rezongos postreros, Rosario (su última obra, dedicada a su hija). También hizo los valses Caridad (Bebita), Dora, Reliquia Santa; la polka Metele Catriel que es polka; y la zamba El soberano.

Desde el estreno de Felicia, Saborido hizo a un lado su labor como director de orquesta para dedicarse a otro rubro: fue profesor de baile, con academia propia en Cerrito 1070. En 1912, tras una apoteósica actuación en el Palais de Glace, cerró su local para viajar a Francia e Inglaterra, haciendo demostraciones con el acompañamiento del pianista Carlos Vicente Geroni Flores. Deslumbró con sus espectáculos en el Royal Theatre de París y en el Savoy Hotel de Londres, y la prensa argentina recogió entusiasmada aquellos triunfos. Dijo un contemporáneo: “Sería una injusticia negar que el tango, el gran delirio actual de toda Europa, tiene una marcada influencia educadora; en los último seis meses, la gran masa de público se ha familiarizado con el nombre y la posición geográfica de la República Argentina…”

La inminencia de la Gran Guerra lo empujó de nuevo a Buenos Aires; de vuelta a lo básico, en otra de sus idas y venidas por estratos culturales (cambios que a esta altura ya le resultaban familiares), sobrevivió un tiempo como pianista en salas cinematográficas, poniendo marco musical a las proyecciones mudas. Luego decidió retirarse.

Trabajó como maquinista en el teatro Argentino, y más tarde se empleó en la intendencia del Ministerio de Guerra, cargo que mantendría hasta su deceso. Sobrevinieron largos años de silencio. Pasó 1920. Pasó 1930. Inútil describir las tremendas transformaciones que fue teniendo el tango; Saborido fue un callado y melancólico testigo. Es cierto que de tanto en tanto le pedían algún recuerdo sobre La Morocha, pero era discreto a la hora de evaluar lo que estaba ocurriendo con la música de la que él mismo había sido un artífice fundamental.

Cuando pocos lo esperaban, reapareció en 1932 como pianista de un conjunto evocativo: la Orquesta de la Guardia Vieja Ponzio-Bazán. ¿Comenzaba a redescubrirse el tango primigenio? Esta y otras agrupaciones alla usanza antica, y quizá el mismo reportaje de Bates mencionado al principio, le renovaron las energías. En 1935 volvió a formar una orquesta propia para ejecutar tangos como en el Centenario; difícil imaginarla en una década cuya sonoridad estaba prefigurando la de los años cuarenta, pero lo concreto es que a la par de la modernidad estaban surgiendo algunas formaciones como la suya, destinadas a un público que escuchaba con simpatía la marcación en dos por cuatro de los viejos maestros. El quinteto que presentaba ahora Saborido estaba integrado por él en piano, el “Alemán” Arturo Bernstein en bandoneón, Vicente Pepe en violín, Maximiliano Moresio en guitarra, y aquel “Tano” Vicente Pecce que fuera su flautista en 1898. Bernstein murió en aquel mismo 1935, pero Saborido siguió adelante y volvió a tener cierta repercusión durante un lustro, sobre todo por radiofonía.

En la mañana del 19 de septiembre de 1941, a los sesenta y cuatro años, víctima de un síncope cardíaco, Saborido falleció en su despacho del Ministerio. Tuvo el doble y extraño privilegio de haber sido uno de los creadores del tango y de haber contribuido, mucho después, a una vuelta a las fuentes.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 3 de septiembre de 2010

Breve historia de la Cruz del Sur


Tuvieron los griegos de la Antigüedad alguna preocupación por las constelaciones, pero no llegaron a ver entera a la Cruz del Sur. Conocieron, sí, a su vecino Centauro; aunque solo en parte: la precesión de los equinoccios ya había arrastrado por debajo de su horizonte a las estrellas más australes, y en todo caso una cruz no tenía para ellos la riqueza simbólica que gozaba en otras culturas. Eratóstenes de Cirene describió un “Animalillo”, sin mayores datos, a quien Quirón (el Centauro) sostenía en actitud de ofrendarlo a un altar (Cataterismoi, 40). Ni el animalillo ni el altar eran la Cruz. Ptolomeo, en el siglo II, conoció el grupo y lo puso en su Almagesto; pero continuó sin enterarse de su forma de cruz.

La Edad Media no era una buena época para hallar cruces en el Cielo —bastantes había ya en la Tierra— aunque es curiosa cierta memoria imprecisa que se guardaba sobre nuestra constelación, quizá por transmisión de los árabes o por el relato de algún intrépido que había conseguido volver del sur. Creyó verse la Cruz en un pasaje del Dante, a comienzos del Purgatorio: I’ mi volsi a man destra, e posi mente / all´altro polo, e vidi quattro stelle / non viste mai fuorchè alla prima gente. / Goder pareva il ciel di lor fiammelle / Oh! settentrional vedovo sito, / poichè privato sei di mirar puelle! (Commedia, Porgatorio, I, 22-27). Dante, que no era hereje pero le agradaban los símbolos, bien podía estar haciendo una alegoría (¿de cuatro virtudes?); sin embargo, es sobresaliente que las estrellas sean cuatro, que estén ubicadas en el otro polo, que solo hayan sido vistas por “la primitiva gente”, y que el Septentrión ya no pudiera gozarlas.

Pudo haberla visto Marco Polo según se deduce de una confusa descripción de Pietro de Albano; pero para mayores precisiones habría que esperar hasta el descubrimiento de América y los viajeros que, como Vespucci y Magallanes, se aventuraron más al sur. Vespucci se ensoberbeció de hallarla en su viaje de 1501 y la reportó en un mensaje a Lorenzo de Pier Francesco de Médicis. Pigafetta, cronista del viaje de Magallanes, habló de ella veinte años después: Estando en alta mar descubrimos al Oeste cinco estrellas muy brillantes, colocadas exactamente en forma de cruz. Así lo anotó en enero de 1521. Pigafetta la describe a la salida del cabo de las Once Mil Vírgenes (lat. 52º); pero, teniendo en cuenta el derrotero de Magallanes, en realidad tuvo que haberla visto mucho antes. Y con respecto a la quinta estrella que menciona, ¿a cuál se refiere? Las de mayor intesidad son, fuera de toda perplejidad, cuatro. Al decir cinco, o bien incluyó a otra que forma parte de la constelación (pero no entra en la forma de cruz), o bien a una del Centauro que “prolonga” su eje mayor.

La ubicación de la Cruz en el firmamento austral fascinaba a los marinos y les era de providencial ayuda: nuestro hemisferio sur carecía de una estrella polar, y la Cruz les marcaba cómodamente el rumbo. La llamaron “del Sur” en parte por su representación obvia y en parte por buscar un reflejo con la Cruz del Norte, que es el otro nombre que recibe la constelación del Cisne. El florentino Andrea Corsali la había mencionado en 1515 llamándola “Cruz Maravillosa”.

Para los navegantes españoles y portugueses simbolizaba la conversión al Cristianismo de los indígenas.

Pero los mapas, ricamente dibujados, seguían sin notarla. En el de Petrus Apianus (1540) no figura; tampoco en el globo de Jacob y Arnold van Langren (1589) ni en el planisferio de Thomas Hood (1590). Emerie de Mollineaux la incluyó (¡por fin!) en una esfera de 1592, y ya a comienzos del siglo XVII aparecía en todas las cartografías, con distintas denominaciones: Crosiers, Crux, Crucero, Cruzero...

El astrónomo alemán Jakob Bartsch la separó definitivamente del Centauro en 1624. Algo más tarde, cuando fue necesario parcelar la bóveda para estudiarla con mayor comodidad, la Cruz del Sur tuvo el extraño privilegio de ocupar la porción más pequeña de todo el espacio celeste.

Mientras tanto, América aún estaba libre de verla como una cruz. Por ejemplo, los mocovíes del Gran Chaco se figuraban una escena de caza, con unos “perros” (ipiogo, en su lengua) persiguiendo a un “avestruz” (amnic). Los perros serían ciertas estrellas del Centauro, y el avestruz la Cruz del Sur (Robert Lehmann-Nitsche, Mitología sudamericana, VII: La astronomía de los mocoví, en Revista del Museo de La Plata, XXVIII, 1924). Los chiriguanos de Bolivia, por su parte, también percibían un avestruz (al que llamaban yandu), pero de manera más amplia: las cuatro estrellas características de la Cruz serían sólo la cabeza, y algunas del Centauro harían de cuello (Lehmann-Nitsche, Mitología sudamericana, VIII: La astronomía de los chiriguanos, íd.). Los warao del Brasil veían un pavo tutor de los niños recién nacidos, hostigado por dos cazadores (Alfa Centauri y Beta Centauri). La creencia en el pavo como la más prolífica de las aves es común a varios pueblos americanos. Mucho al sur encontramos a los mapuche, pero no es sabido a ciencia cierta cómo la interpretaban. Ni siquiera su nombre se ha fijado con confianza. Hueluhuichrau, Melirito y Melipal pasan por sinónimos, pero no lo son. Personalmente confío más en los dos últimos, ya que Melirito es “cuatro enfrente” (“enfrente”= el cielo) y Melipal es “cuatro estrellas” (Esteban Erize, Mapuche, III, 1987). Algunos imaginaban la huella de un ñandú. Este se encontraba a punto de ser alcanzado por unas boleadoras, a las que veían tendidas en tres estrellas del Centauro.

La fotografía de abajo a la izquierda fue realizada por el Prof. Jorge Coghlan, del observatorio CODE de Santa Fe. https://sites.google.com/site/astrofotografiacode (¡muchas gracias...!)

© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 20 de agosto de 2010

Esepo, río de Frigia, a través de JLB

Por sus características, el cuento “El inmortal”, de Jorge Luis Borges, es una fuente rica para la búsqueda de referencias en Homero. Ya se trató en este blog la leyenda del perro Argos y su espera paciente (junio de 2010). Hay varias otras en el cuento. Un párrafo, por ejemplo, remite a la geografía homérica:

La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: Los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo.

Las “palabras griegas” a que hace alusión Borges están ubicadas en la Ilíada (II, 819-827), en el momento de describir el ordenamiento de cada ejército con sus príncipes:

De los dardanios era jefe Eneas, el noble hijo de Anquises,
a quien por obra de Anquises alumbró Afrodita, de casta de Zeus,
la diosa que había yacido con un mortal en las lomas del Ida.
No estaba solo, pues con él estaban dos hijos de Anténor,
Arquéloco y Acamante, expertos ambos en todo tipo de lucha.
Y los que habitaban Zelea en las estribaciones del Ida,
los opulentos troyanos que bebían la negra agua del Esepo.
De éstos era jefe el ilustre hijo de Licaón,
Pándaro, a quien el propio Apolo había dado el don del arco.


Pero ¿cuál era el río Esepo?

Se trataba del antiguo nombre de un río de Frigia, en el Asia Menor, casi paralelo al Granico y, como este, tributario de las aguas de la Propóntide (Mar de Mármara). En una de sus orillas se alzaba la ciudad de Zelea que menciona Homero, y no demasiado lejos, sobre la planicie del río Escamandro, lucía su esplendor Ilio (Troya). Hoy, el río —que corre bajo dominio turco— es designado como Gönen.

Ida, que albergara a Zelea en una de sus estribaciones, alcanza cerca del Esepo su altura máxima: unos 1.774 metros. Este monte recibe en la actualidad el nombre de Kaz Dagi.

Eneas es la cabeza del ejército de los provenientes de Dardania, fundada por el propio Zeus al nacer Dárdano. Homero insinúa la genealogía de la familia real de Troya en al comienzo de la selección (II, 819-821):

[…] Eneas, el noble hijo de Anquises
a quien por obra de Anquises alumbró Afrodita, de casta de Zeus,
la diosa que había yacido con un mortal en las lomas del Ida.


Pero esta prosapia aparece mejor expuesta más adelante, en el canto XX, a partir del verso 215. El relator es el propio Eneas, donde declara que desciende de la línea Zeus – Dárdano – Erictonio – Tros – Asáraco – Capis – Anquises.

En cuanto a los aliados de Eneas citados por Homero, de Arquéloco y de Acamonte no se tienen más noticias que las reportadas por la Ilíada; en cambio Pándaro, el proveniente de Zelea, figura también en Apolodoro, en Higinio, en Dictis de Creta y en Virgilio.

En su poema, Homero vuelve a mencionar al Esepo en otras tres oportunidades (IV, 89-91; VI, 20-22; y XII, 17-23):

Encontró al intachable y esforzado hijo de Licaón de pie,
rodeado por las esforzadas filas de los escudos guerreros,
las huestes que le habían acompañado desde el cauce del Esepo.


Euríalo despojó a Dreso y a Ofeltio.
Y fue tras Esepo y Pédaso, a quienes en otro tiempo la ninfa
de las aguas Abarbárea alumbró por obra del intachable Bucolión.


[…] entonces Posidón y Apolo tomaron la resolución
de asolar el muro, concentrando en él el ímpetu de los ríos
que desde las montañas del Ida fluyen al mar:
el Reso, el Heptáporo, el Careso y el Rodio,
el Granico y el Esepo, el Escamandro, de la casta de Zeus,
y el Simoente, donde muchos escudos, despojos de bueyes y yelmos
habían caído en el polvo a la vez que la raza de los semidioses.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 13 de agosto de 2010

La torre del matadero

El lago Epecuén, que de tanto en tanto verificaba algunas grandes crecidas, en 1985 desbordó descontroladamente. Poco difundida entonces resultó la noticia de una familia entera (un trabajador rural, su esposa y sus dos hijos) que fueron encontrados sin vida encerrados en lo alto de la torre de un matadero. Todo indica que acudieron a buscar refugio, pero se desconoce la causa de sus muertes. Las imágenes del pueblo entero bajo las aguas pusieron en un segundo plano a esta tragedia, que a decir verdad ni siquiera fue investigada con seriedad y que solo dos o tres diarios recogieron escuetamente. Lo que sigue es un testimonio espontáneo vinculado con este hecho, que bajo el título “Declaración” apareció traspapelado unos años después dentro de un expediente en los tribunales de La Plata. Sus formas son más literarias que judiciales; intuimos por ello que quien lo presentó no tuvo asesoramiento legal, sino que lo redactó por cuenta propia.


Me llamo Pablo Lowe. Mis abuelos provenían de Irlanda; esto, para los paisanos de Epecuén, era lo mismo que ser inglés. En vano mi familia se empeñaba en demostrarles su tradición católica y el antiguo rencor por Britania: mi padre, el primer Lowe argentino, debió resignarse a que lo llamaran “el inglesito”, y más adelante no faltó quien le echase en cara algunas prácticas imperialistas que nada tenían que ver con su ascendencia. Para la época en que nací (1912) los Lowe ya eran terratenientes; la prosperidad les permitió darnos a mi hermano y a mí una educación cuidadosa. Me enviaron a Buenos Aires a estudiar abogacía, pero por la rebeldía atávica de mi sangre torcí el rumbo y no sin disgusto de los míos terminé recibiéndome de arquitecto, profesión que todos consideraron inútil para administrar los campos que, se suponía, alguna vez habría de recibir.

Fue durante la gobernación de Fresco que obtuve mi primer trabajo: me designaron asistente de Francisco Salamone, aquel excéntrico constructor de edificios tan monumentales como insólitos, enclavados en medio de la provincia. Pocos se acuerdan de él. Hizo enormes y futuristas palacios municipales para pueblos que no tenían más de dos mil habitantes; diseñó plazas fantásticas y pórticos de cementerios desproporcionadamente grandes, solo para conseguir un efecto dramático. Una especialidad suya fueron los mataderos, igualmente imponentes, con innecesarias torres de estilo entre expresionista y art decó. En realidad no eran tan descomunales, pero Salamone trabajaba mucho con líneas verticales y contra fondos despojados; teniendo en cuenta nuestro ángulo bajo de visión, en conjunto ofrecían un aspecto más grande de lo que eran.

En el segundo lustro de los años treinta hicimos uno de estos mataderos en las afueras de Adolfo Alsina, hoy llamada Carhué; es decir, en una zona que me era absolutamente familiar. El proyecto del matadero incluía una torre cuya punta era semejante a la hoja de una cuchilla. Yo no era quién para opinar, pero me llamaba la atención la rapidez con que se construía no solo el matadero, sino todo lo que el gobierno encargaba a Salamone.

“Lowe”, recuerdo que me dijo cierta vez; “usted es muy joven y ya tendrá tiempo, pero póngase en mi lugar. Fresco no será eterno, y el día que lo echen nadie va a querer proseguir con estas obras”.

Y tenía razón: en marzo de 1940 se terminó, abruptamente, el ciclo.


* * * * *


Muy avanzada la construcción del matadero ocurrió un desagradable episodio. Durante varios días venía notando que uno de los peones, carhuense como yo, buscaba provocarme con pequeñas tonterías. Sin duda lo irritaba que un muchacho de apellido europeo, también de Carhué aunque notoriamente aporteñado, le diera órdenes. Vengaba su inferioridad con armas de niño; por ejemplo, cuando pasaba cerca suyo él hablaba imitando un acento inglés, o aludía a la ignorancia de los universitarios sobre cuestiones prácticas del campo, o en ruedas de mate fingía contrariedad por no tener whisky o té para ofrecerme. Harto de sus imbecilidades, una tarde hice valer mi posición y lo expulsé de la obra. Sus compañeros guardaron silencio y quizá hasta me aprobaron, pues era aquel un sujeto molesto para todos.

Pero al día siguiente estaba de nuevo en el obrador, empujando una carretilla. Lo había reincorporado el propio Salamone, quizá sin comprender que así menoscababa mi autoridad ante los demás. Mordí la rabia que sentí en ese momento y continué en lo mío. Por fortuna las chanzas no se reiteraron; el hombre, después del susto, había vuelto amansado a su trabajo de albañil.

Con el correr de los días fui quitando toda importancia al asunto y, aunque no nos dirigimos una sola palabra, di por terminada la historia.

Apenas concluida la extraña torre del matadero de Salamone, hubo en mi casa una fiesta de cumpleaños. Fue la noche de la gran tormenta. Bebí de más, supongo que por primera vez en la vida; reía por cualquier cosa y esa lluvia de afuera no era sino “la bendición de Dios”, aunque a pocos kilómetros todo estuviera inundándose. Ni hace falta que diga que hoy me arrepiento de semejante irresponsabilidad; en ese entonces no lo pensé, porque el festejo y el vino me impedían razonar.

A las dos de la mañana sentí que gritaban mi nombre desde afuera y, obnubilado como estaba, me asomé a la galería. Bajo la lluvia fuerte, en medio de la negrura y fugazmente visibles cada vez que un rayo alumbraba las nubes, estaba el peón que antes me provocara, con su esposa y los dos hijos. A los tumbos corrí hasta ellos: estaban desesperados.

“¡Lowe, necesitamos que nos ayude, está todo tapado en el puesto de Celay, queremos ir al matadero, Lowe!”

No entendí muy bien. Insistieron.

“¡Lowe, la torre, ahí no va a llegar el agua, llévenos hasta el matadero…!”

Aún borracho me daba cuenta que eso era una locura, y con balbuceos y gestos le ofrecí que se quedasen en casa.

“¡No, Lowe, mi familia solo va a estar segura arriba, en la torre, por favor llévenos!”

Mis padres estaban igual de asustados ante lo desencajado del peón y el miedo de su esposa y los niños, pero trataban de calmarlos.

“No vamos a poder con el Ford”, les dijo mi hermano; “el camino está imposible, pasen la noche acá. Si el Celay está inundado, seguro que el campito del Alpataco también; ese camino se corta con la menor llovizna, imagínese cómo estará hoy”.

El peón no atendía a las palabras de mi hermano, estaba fuera de sí por el terror y continuaba dirigiéndose a mí; yo ya los veía borrosos.

“¡Lowe, por favor, alcáncenos hasta Epecuén, al matadero, ahí es alto!”

Toda esta situación no había logrado despejarme; seguía mareado.

“¡Lowe…!”

Pero este grito fue lo último que recuerdo, porque sentí que todo giraba en torno de mí, y caí desmayado.


* * * * *


Desperté hacia el mediodía. La tormenta continuaba. Pregunté por el peón y su familia: se habían ido sin guarecerse en la casa. Una culpa me rondaba: la de no haber insistido para que se quedasen; incluso por la fuerza, pues obligándolos a pernoctar con nosotros hubieran estado mucho más seguros que dejándolos marchar por el campo con ese clima.

Aquella lluvia pertinaz, que duró una semana entera, nos impidió seguir con los trabajos de terminación. El lago, mientras tanto, crecía. Todos en la estancia sabíamos muy bien lo que eso significaba. Aclaro que por nuestra ubicación los Lowe no corríamos riesgos, pero las noticias que traían los vecinos sobre lo que estaba pasando en las tierras próximas al Epecuén eran angustiosas. En dos días el agua ascendió peligrosamente; dos días más y entraba a las primeras casas; otros dos, y ya no se diferenciaban terrenos de caminos, pues el nivel estaba por encima de los alambrados. Pasó un mes y medio hasta que pudimos retomar los trabajos del matadero.

Esa mañana hallé muy perturbados a quienes estaban desde temprano; corrían de un lado a otro y pedían arrebatadamente que yo subiera a inspeccionar la torre. Ascendí presuroso, dando grandes zancadas. Al llegar al último peldaño lancé un grito, horrorizado; bajé corriendo y, como en la primera noche de la tormenta, otra vez sufrí un desvanecimiento. Sé que trajeron un médico que apenas conseguía despertarme por unos segundos, pues yo caía nuevamente dormido; sé que me trasladaron hasta la estancia y que costó mucho que volviese en mí por completo, porque continuaba venciéndome el recuerdo espantoso de haber encontrado al peón y a su familia, acurrucados contra una esquina, inertes desde hacía por lo menos tres semanas, con sus ropas en jirones como si hubieran sido atravesadas por cuchillas, las caras que empezaban a deformarse, aquel hedor penetrante y las ratas chillando alrededor.


* * * * *


Hoy, cuando ya han pasado casi cinco décadas, aquí en La Plata me entero por los periódicos que otra vez crecieron las aguas del Epecuén y que otra familia volvió a morir buscando refugio en la torre del matadero de Salamone. Si bien hace mucho que no piso Carhué, confieso ser el culpable de estas muertes; por si queda alguna duda: me refiero a las de 1985, no a las de mil novecientos treinta y tantos. En verdad no hubo inundación en aquel tiempo; nadie murió trágicamente, el matadero siguió impecable. En ese entonces la inundación y la familia que condené a morir solo estuvieron en mi delirio de borracho. Lo cual no rebaja ni en lo más mínimo la culpa que tengo, porque apenas es un detalle que en la realidad todo esto ocurra recién ahora, con otros protagonistas, cincuenta años después.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti