jueves, 29 de septiembre de 2011

Productos comerciales mencionados al pasar en tangos del repertorio de Gardel

Marcas y artículos que otrora supieron ser muy populares, un día dejaron de fabricarse y con el correr del tiempo se los fue olvidando. Mencionados al pasar en los tangos, ciertos productos requieren hoy una explicación detallada. Incluso más de un cantor jamás vio las mercancías citadas en determinadas letras de tango; son referencias desconocidas para el público actual, pero que tuvieron su momento de gloria comercial y que no pasaron desapercibidas para los poetas de la época. Los tres productos que comentaremos hoy son solo unos pocos ejemplos. Escogimos tres del repertorio de Carlos Gardel.

1.- Llevando el bacalao de la Emulsión de Scott. Pocos saben que el muñequito hecho con neumáticos Michelin tiene nombre propio: se llama Bibendum (por la locución latina Nunc est bibendum, del poeta Horacio). El castizo Anís del Mono y la inquietante cabeza de Geniol también formaban parte de ese mundo publicitario de antaño, habitado por personajes característicos, inmortales. Enrique Santos Discépolo, en su tango Victoria (del año 1929) mencionó otro personaje análogo: “el bacalao de la Emulsión de Scott”, que remitía a la viñeta llamada “El Hombre del Abadejo” que servía de propaganda para el producto farmacéutico. Cual Sísifo condenado, el hombre llevando aquel gran pez a sus espaldas era para Discépolo la metáfora de una carga difícil de soportar. Una especie de Atlante moderno. Los manuales de comercio de los años ‘20 y ‘30 daban al “Hombre del Abadejo” como un ejemplo práctico de cómo cierta imagen podía convertirse en la identificación perfecta para determinados productos.

2.- No te acordás que traía aquella Crema Lechuga. “Que hasta la última verruga de la cara te piantó…” Estos versos, que podrían servir para una antología del reclamo de amor vulgar, figuran en el tango Ivette, grabado por Carlos Gardel en 1920. Lechuga era el nombre de una crema de belleza que distribuía la firma Beauchamps, de París; aunque en París, “lechuga” (la verdura, la lechuga de la ensalada) se dice laitue. Era un cosmético muy requerido como suavizante del cutis. Las imitaciones posteriores, hijas bastardas de la original, también se llamaban Lechuga y circularon hasta hace poco. Venían en unos envases redondos de lata, y por lo general eran una porquería: todo el mundo sabe que para sacarse las verrugas, lo mejor siempre es acudir a una curandera.

3.- El lustre distinguido necesario pa’ triunfar. Disimulado en los ambages de la retórica, haciendo uso y abuso de complicados tropos al servicio de la malicia, ciertos tangos escondían marcas registradas. Uno de ellos, Dos en uno, de Rodolfo Sciammarella y Enrique Cadícamo, aparenta hablar de un señor mujeriego, juerguista y, a fin de cuentas, digno de admiración. Pero en ciertos versos se deslizan frases sospechosas: “con todo ese brillo, quién no se va a encandilar”; “el lustre distinguido necesario pa’ triunfar”; “al fajar una lustrada, cómo cambian su pobreza y se ponen a brillar…” En realidad, “2 en 1” era el nombre de un producto cuyas propiedades son las que Cadícamo asignaba al personaje del tango. La dedicatoria de la partitura despejaba cualquier resto de duda: “A los oyentes de Radio Buenos Aires, en la audición de la Pomada del Hogar 2 en 1”. Este tango lo grabó Gardel el 12 de agosto de 1929. Como curiosidad adicional, puede consignarse que en una de sus tomas se escucha la rotura de una cuerda de guitarra.



© 2011, Héctor Ángel Benedetti

martes, 13 de septiembre de 2011

Viejas postales de cosas que ya no existen





I.- Los Portones de Palermo
Estuvieron desde 1875 frente a la plaza Italia. Por ellos se accedía al parque Tres de Febrero, por la avenida Sarmiento. Fueron demolidos en 1917.







II.- La Villa Lago Epecuén
Importante balneario termal a unos kilómetros de Carhué. Las primeras instalaciones fueron durante la década de 1920. Arrasado por una inundación en noviembre de 1985, no se lo reconstruyó.






III.- El Canal del Norte
Faraónico canal artificial navegable, que uniría a Junín con la costa del río Paraná a la altura de Baradero, pasando por Chacabuco, Salto y Arrecifes. Fue en gran parte construido a partir de octubre de 1904; pero las obras se suspendieron en 1909 y se cancelaron definitivamente en 1911.








IV.- La Piedra Movediza de Tandil
La roca, que pesaba cerca de 300 toneladas, cayó del cerro La Movediza, donde había estado balanceándose por siglos, el 29 de febrero de 1912.










V.- La Gruta de Plaza Constitución
La extraña obra conocida como “La Gran Rocalla” (cuya historia ya hemos desarrollado en este mismo blog en marzo de 2011) se inauguró en 1887 y fue eliminada del paisaje porteño en 1914.










VI.- La Zanja de Alsina
Casi 400 km de largo tuvo este sistema de fosas y fortines, que iba desde Italó (sur de Córdoba) hasta Nueva Roma (al norte de Bahía Blanca) para defensa contra ataques indígenas. Comenzó a tenderse en 1876. Con el correr de los años, la erosión y algunos rellenos prácticamente la borraron del mapa.










VII.- El dirigible LZ-127 Graf Zeppelin
Había visitado a la Argentina el 30 de junio de 1934. Este dirigible alemán voló exitosamente entre 1928 y 1937; en 1940 fue desguazado para aprovechar el aluminio como material de guerra.










VIII.- El ferry-boat Lucía Carbó
Buque diseñado para cruzar los trenes entre Zárate (provincia de Buenos Aires) e Ibicuy (Entre Ríos), el “Lucía Carbó” fue botado en 1907 y prestó servicios hasta la inauguración del puente Zárate-Brazo Largo en 1979. En 1990 fue radiado.










IX.- La Aduana de Taylor
Estuvo detrás de la Casa de Gobierno. Inaugurada en 1857 y derribada en 1894. En su lugar hoy está el Parque Colón.











X.- El Mercado Central de Frutos
Fue la barraca más grande del mundo. Estaba en Avellaneda. Su construcción comenzó en junio de 1887 y funcionó hasta 1963; tras su cierre, todo el conjunto fue demolido. Hoy casi no queda rastro alguno de que alguna vez estuviera allí.









© 2011, Héctor Ángel Benedetti

jueves, 1 de septiembre de 2011

El mendigo Raúl Grigeras


Ángel Bassi —compositor de la Guardia Vieja, autor de El Canillita, Pipiolo, Fray Mocho y otros tangos poco visitados— publicó en una oportunidad El Negro Raúl, “séptimo tango criollo para piano” según la calificación de su partitura. Esta obra se halla comprometida con el olvido, opacada por la presencia mucho más poderosa del otro agente: el homenajeado, el propio Negro Raúl. Un personaje típico, víctima de una Buenos Aires que cada tanto se vuelve cruel.



I.- Reducido en su condición de persona hasta quedar apenas como un charro objeto decorativo, Raúl Grigeras habitaba la esquina de Corrientes y Esmeralda con la misma fortuna que podrían tener allí un maniquí o un afiche.


Había nacido hacia 1886. No se saben ni la fecha exacta ni el lugar, aunque él aseguraba provenir de una buena familia de los barrios del Sur. Mencionaba un padre organista, activo en la iglesia de Nuestra Señora de Montserrat. Esta ascendencia nebulosa alcanzó a su propio apellido, tambaleante entre Grigera, Grijera, Grigeras o Grijeras; puede optarse por la forma Grigeras por el solo hecho de ser la más repetida, aunque en realidad se lo conoció siempre como el Negro Raúl.


Se instaló en aquella esquina en algún momento de los años diez, en calidad de pordiosero, durmiendo en cualquier hueco y con las comidas sin cumplir. Fue casi invisible hasta que una noche lo descubrieron los “niños bien”, los patoteros de alcurnia, ociosos y llenos de fastidio, que lo adoptaron como paje.



II.- Al principio, este padrinazgo consistió nada más que en vestirlo con los trajes que sobraban de los guardarropas jailaifes. El Negro Raúl paseaba su mendicante africanidad bajo un vestuario de lujo; su atuendo incluía polainas, guantes, chistera y bastón. Había algo en su figura, algo en todo aquel despliegue grosero, que lo volvía más chabacano y, por consiguiente, más gracioso ante sus protectores.


Comenzaron por el atavío, pero al tiempo ya estaban trasladándole sus actitudes de dandy. No era raro verlo pasear por la calle Florida del brazo de algún joven patricio; esta yuxtaposición, más algunas bufonadas circunstanciales, se compraban con una levita usada o con un almuerzo decente. El pobre Negro Raúl se había convertido en un profesional de lo grotesco.


Estaban de moda los viajes a París por snobismo; el Negro Raúl fue arrastrado por un grupito que lo llevó a disfrutar de la limosna en la Ciudad-Luz. Hasta qué punto debió rebajarse para complacer a sus mecenas, es cosa que nadie divulgó; él hacía cualquier cosa a cambio de una pechera nueva, de una corbata con monograma ajeno.


Una vez lo pasearon por la Avenida de Mayo con un cartel que decía “Se Alquila”. Al igual que Quasimodo coronado, el Negro Raúl sonreía con su desdentada boca y los bendecía, o quizá los perdonaba.


El colmo fue cuando lo encerraron en un ataúd, lo cargaron en un tren y lo remitieron como “regalo” a unos botarates de Mar del Plata. Cuando emergió medio asfixiado del cajón, estallaron las carcajadas de los patoteros y llovieron las monedas sobre su asustado rostro bantú.



III.- Llegó a ser un personaje de historieta: la revista El Hogar editó una con su nombre a partir de 1916, dibujada por Arturo Lanteri, en donde se le adjudicaban situaciones tan pintorescas como ficticias.


Pero cuando bajaron las cotizaciones de vacas y cereales, con ellas descendió la generosidad de los hijos de estancieros. Descendió, es verdad; y tanto, que se esfumó por completo.


El ocaso del Negro Raúl fue rápido. Primero debió vender alguna chaqueta; luego, su sombrero; más tarde, sus botines. Poco después ya estaba vistiendo de nuevo su conocida indumentaria de menesteroso, aunque guardaba algunos elementos de aquel prestado abolengo de antaño: los giros presumidos de su conversación, un anillo barato y aparatoso.


Contaba su historia a cambio de un vaso de vino, en estaños progresivamente sucios y ante públicos cada vez más toscos. Había sido el entretenimiento de la alta sociedad; ahora era la burla de cualquier patán con diez centavos para pagarle un moscato. Empezó a deambular de callejón en callejón, hablando solo y sufriendo prematuras alucinaciones. Cuando dejaba el Centro para aventurarse por algún barrio, los chicos lo corrían a pedradas. Entonces, preso de una súbita vergüenza, desaparecía por algún tiempo y se lo daba por muerto: los periódicos más de una vez publicaron su necrológica, seguida a los pocos días de una rectificación.


Tras una hipérbole de treinta años, durante los cuales no fue noticia, el Negro Raúl falleció de verdad y para siempre el 9 de agosto de 1955 en la colonia psiquiátrica “Dr. Domingo Cabred”, de Open Door. Nadie reclamó sus restos, que fueron arrojados a una fosa común.



© 2011, Héctor Ángel Benedetti