viernes, 10 de febrero de 2006

La biografía como hecho literario

He aquí un libro al que periódicamente se vuelve, pese a que como fuente de consulta resulte arbitrario, superficial, a veces confuso y con frecuencia mendaz: Le vite de’ più eccellenti architetti, pittori, et scultori italiani, da Cimabue insino a’ tempi nostri, de Giorgio Vasari, pintor aretino. La primera edición fue en Florencia en 1550 y estuvo a cargo de Lorenzo Torrentino, impresor ducal.

El padre de Vasari, llamado Antonio, era pariente y locador de uno de los grandes pintores de la Italia central: Luca Signorelli, que fue discípulo de Piero della Francesca, que fue discípulo de Domenico Veneziano, que fue discípulo de Masolino da Panicale, que fue discípulo de Lorenzo Ghiberti. Signorelli había aconsejado un futuro artístico para el pequeño Giorgio y le había prendido al cuello un amuleto contra las hemorragias nasales; agradeciendo estos dos auxilios, Antonio colocó a su hijo en la bottega de Guillermo de Marsillac, especialista en vitrales y en pintura al fresco. Más tarde Giorgio pasó a ser alumno de Miguel Ángel, de Andrea del Sarto y de Baccio Bandinelli.

Convertido él mismo, entonces, en un pintor de buena escuela, y recibiendo por gracia de los Médici una completa formación humanística, se interesó por acudir a los talleres de sus colegas e inquirir todo sobre la historia de los maestros. Por complacer al cardenal Farnesio, volcó sus papeles y sus recuerdos en forma de libro; sin embargo, terminó dedicándoselos a un Médici: a Cosme, duque de Florencia.

Nada menos que Florencia. Sólo Atenas, veinte siglos antes, había conocido una pasión semejante por las bellas artes. Era necesario registrar esta efervescencia.

Para ello se gestaron las Vite; pero estas, si bien hoy parecen impecables desde el punto de vista literario, son difíciles de fiar. Hasta la aparición de un criterio más moderno y científico, esta colección fue una base fundamental para encarar las biografías del Trecento, el Quattrocento y el Cinquecento. Vasari había seguido un orden más o menos cronológico y todavía guardaba alguna credibilidad hacia el siglo XIX; mas luego, exhumando documentos, se comprobó que algunos datos sospechosos estaban completamente errados: el bueno de Giorgio había vivido la época, creciendo en un ambiente donde se respiraba el amor por la cultura; fue contemporáneo de muchos de sus retratados y estudió sus obras con aplicación… y lamentablemente no podía créersele. Pronto se supo que había dejado llevarse por elogios desmedidos o por críticas infundadas, cuando no por habladurías o calumnias.

El caso más patético ocurre en la biografía de Andrea del Castagno. Cuenta Vasari que Andrea, celoso del talento de su compañero Veneziano, lo esperó una noche en cierta esquina cercana a Santa Maria Nuova, y allí lo golpeó con un plomo hasta dejarlo agonizante. Unos que pasaban encontraron el cuerpo tendido y lo llevaron hasta Andrea; Veneziano expiró en sus brazos mientras Andrea negaba todo y fingía llamándolo “hermano mío”. Si esto se conoció, agrega Vasari, fue gracias al propio Andrea por confesión in articulo mortis. Este episodio es uno de los párrafos más célebres de Vasari. Hoy se sabe que Veneziano murió en 1461, cuatro años después que Andrea.

El éxito que tuvieron las Vite obligó a una segunda edición en 1568, corregida y aumentada, de la que derivaron todas las siguientes. En ella se cometió otro atentado: el de colocar las efigies de los personajes sin preocuparse si respondían o no a la cara original. Muchas de estas xilografías se basaron en retratos supuestos, de los que aún hoy se duda. Así, Paolo Uccello se presenta como un anciano jovial de larga barba partida; Botticelli es un jovencito de pelos lacios y rubios (¿cómo, y el rostro que plasmara Filippino Lippi en la Capilla Brancacci?); y el gran Masaccio resulta un sujeto que bien podría servir de modelo para Othello. A veces originó el caso inverso: a partir de alguna carátula de Vasari, se ha buscado en pinturas de los mismos artistas una cabeza más o menos parecida, para adjudicarle condición de autorretrato.

Superada la falta de rigor, queda un libro de hermoso estilo. Su elocuencia es otra; no la del frío archivo que acumula fechas y datos, sino la del humanista que retrata un carácter. Es precursor de Marcel Schwob, es antecedente de Lyton Strachey. Al avanzar en su lectura, se llega a un momento en que ya no importa si Vasari es un historiador o un chismoso: su pluma termina siendo, más allá de todo, encantadora. Y en su descargo podría decirse que otros biógrafos, incluso bien entrado el siglo XX, seguían sin confrontar leyenda con documento.

Débense a las Vite algunos relatos que ya forman parte canónica de la historia del arte. Uno de ellos es el descubrimiento de Giotto por Cimabue, cuando el primero, a la sazón un pastorcito, dibujaba con un guijarro, sobre una roca, el perfil de una oveja. Otro, la anécdota donde Andrea Verrocchio deja de pintar para siempre al ver que su alumno Leonardo lo había superado con creces, pintando un ángel con más gracia que su maestro en el famoso Bautismo de Cristo. Otro, la respuesta que le diera Julio II a Miguel Ángel, cuando éste le consultara sobre qué debía poner en su estatua: si un libro o una espada. Ponme una espada —le ordenó el papa—, yo no sé de letras.

Es una pena que este libro no aporte mucho para el esclarecimiento de algunas dificultades iconográficas. Por ejemplo (y sólo por citar un clásico de este tipo de problemas), algo que permita elucidar si el tema de la Tempestad de Giorgione es realmente una tempestad. ¿Quién no se ha perdido dentro de esta pintura? Existen variadas (y esforzadas) interpretaciones modernas, e incluso se han dedicado no sólo artículos, sino volúmenes enteros al asunto; pero si las Vite hubieran dado tan sólo una pista…

Vasari fue, como muchos en el Renacimiento, un hombre polifacético. De los innumerables visitantes que recibe a diario el Museo de Florencia (la Galleria degli Uffizzi), pocos meditan que están caminando por un edificio diseñado por él.


© 2006, Héctor Ángel Benedetti

martes, 7 de febrero de 2006

Fantasmas de esposas de Henry VIII

(Escrito e ilustrado por Guada Aballe para El Sextante de Hevelius).


Ana Bolena (1502? - 19 de mayo de 1536). Hay muchas historias de fantasmas relacionadas con ella. Dicen que suele aparecerse en la Torre de Londres como una figura sin cabeza. En Hever Castle, el castillo donde vivió su infancia, se la ve cada 24 de diciembre. En Blickling Hall, donde se supone que nació, afirman que en cada aniversario de su ejecución se ve un carruaje transportando el fantasma de Ana, llevando su cabeza sobre las rodillas. Coche y caballos se acercan a la puerta principal y se desvanecen. También dicen que su padre, Sir Thomas Boleyn, está condenado a conducir su carruaje por cuarenta puentes cada año antes de volver a Blickling Hall.


Jane Seymour (1509 - 24 de octubre de 1537). Aseguran que su fantasma se aparece en Hampton Court llevando una vela encendida.










Catherine Howard (1521? - 13 de febrero de 1542). Una tradición no confirmada históricamente dice que cuando la reina estaba confinada en sus aposentos de Hampton Court (antes de ser llevada a Syon House, y de allí a la Torre) se escapó gritando para llegar hasta la capilla donde estaba el rey, para rogar por su vida. Los guardias la sujetaron y la llevaron arrastrando a sus habitaciones. Según la historiadora Antonia Fraser, una reconstrucción reciente del primer piso del palacio demuestra que la reina no podía haber ido desde sus aposentos hasta la capilla de esa manera; sin embargo, juran que en un pasillo de Hampton Court se aparece el fantasma de una mujer vestida de blanco, que grita y va desapareciendo...

© 2006, Guada Aballe

viernes, 3 de febrero de 2006

Lidia de Cadaqués

Todo o casi todo lo que es Cadaqués y lo que Cadaqués implica (las barcas amarradas en Port-Lligat, una roca del Cabo Creus, cierta postal con una iglesia, unas callejuelas que se abren caprichosas...), rato ha que se fijó gracias a la oportuna intervención de dos sugestiones: por un lado, la del pincel de Salvador Dalí; por otro, la prosa coloquial —y no por ello poco florida— de Eugenio d’Ors, un feliz inquilino de la Real Academia Española.

Ocho palabras, semejantes a primera vista a un “cadáver exquisito” de André Breton, inmortalizaron a Lidia Nogués de Costa, que se creyó Teresa la Bien Plantada y que fue mejor conocida como Lidia de Cadaqués. Ocho palabras, solamente; ya se verá por qué hicieron tanto de Lidia.

Circula por ahí una fotografía suya; el libro, piadosamente, la omite. Nada en ella delataría una musa. Puede vérsela sentada rechonchamente en su silla preferida; aquel cuerpo debió tener bellas curvas femeninas, pero para la época del retrato las curvas ya habían cedido ante las parábolas y aún ante las hipérbolas. Su rostro es el monumento a la inexpresión, de mirada incluso deficiente. ¿Y qué hay de su atavío, al menos? Tampoco; ni siquiera un intento de realzarla.

Mas ¿qué podía importar todo esto, si su porte era otro, y grande? En compensación, Cataluña le había dado cierta solidez meridional, como de eterna matrona; lo que por sí solo, en España, ya es venerable. Luego, su aspecto de vulgar vecina de pueblo quedaba suplido por considerársela una reliquia de villorrio, alguien en quien confesarse o buscar refugio. Y una frase por la que entraría en la historia, cuando en un momento de ira, gritándole a su hijo para que acabase una pelea, fue alcanzada por la Literatura en estas famosas ocho palabras:

—¡La miel es más dulce que la sangre!

Lidia tenía un albergue en Cadaqués; de vez en cuando paraba en él algún joven artista o un escritor de paso hacia Francia. Ni sospechaba de su ingreso al ideario surrealista, y menos que sería gracias a estas ocho palabras emitidas casi irresponsablemente.

“La miel es más dulce que la sangre”. La oración queda. Dalí pintó un cuadro, hoy en paradero desconocido, al que dio este título. (Lorca lo llamaba El bosque de los objetos; estuvo en la colección de Cocó Chanel, hasta que desapareció). El mismo Dalí fue quien ilustró una sobrecubierta y aportó algunas láminas para este libro póstumo de d’Ors. En una de sus tintas, el pintor vio a Lidia como un árbol cabalgando sobre una cabellera; su cabeza son ramas que el viento de tramontana tuerce. Ajeno al portento, en segundo plano, un ángel mayor parece instruir a otro más pequeño. En el fondo se ve la roca del Cucurucú, en la bahía de Cadaqués. Y en un ángulo, con su caligrafía: A Lidia, que nos alberga eternamente en Port-Lligat.

Se ha dicho Teresa la Bien Plantada, lo cual hoy requiere una explicación. Hasta 1920, más o menos, Eugenio d’Ors y Rovira (tal su nombre completo, suplido en los comienzos por el pseudónimo “Xenius”) publicó, como hijo aplicado de Barcelona, en catalán; y fue en este idioma que apareció, en 1912, su más popular novela: La Ben Plantada. (El tiempo se encargó de nivelar toda su obra en un mismo plano, casi secreto fuera del ámbito académico de España: desde Tres horas en el Museo del Prado hasta Molinos de viento, desde la Oceanografía del tedio hasta El valle de Josafat). Pero ocurrió algo extraño con el libro: siendo éste de entera imaginación, varias mujeres creyeron, no obstante, verse reflejadas en el personaje, en aquella Teresa la Bien Plantada, y exigieron su reconocimiento como tal. El propio d’Ors aclaró, haciendo uso de la tercera persona: “Varias mujeres hubo, entre 1912 y 1922, que aseguraron ser Teresa la Bien Plantada. Una de ellas, a Xenius, en ocasión de visitar un manicomio, en compañía del doctor Alzina y Melis, de Bolonia, se le colgó al cuello, prodigándole las expresiones de ternura más obscena. A otra infeliz, una señorita, sus buenos padres la llevaron a la Ciudad de los Dogos, donde acabó alquilando a un gondolero para ella sola, al cual llamaba postizamente «Nando». Este nombre de «Nando», aplicado en el libro a un pescador, en horas en que el autor del relato no pensaba, ni remotamente, en el de Cadaqués [...], dio pretexto a uno de los detalles que despistaron, al orientarla, a Lidia, haciéndole encontrar referencias precisas a sus playas...” (Arriba, Madrid; martes 9 de agosto de 1949. Incluido luego en La verdadera historia de Lidia de Cadaqués, José Janés Editor, colección Botella Errante, Barcelona, 1954; pág. 79).

La vida de Lidia fue bien humilde. En realidad, el libro es retrato de la calle del Call, de un pozo, de un pescador circunstancial, de una tarde de siesta al arrullo de las olas de Culleró.

Hacia el final del libro, d’Ors propone un epitafio:

DESCANSA AQUÍ
SI LA TRAMONTANA LA DEJA
LIDIA NOGUÉS DE COSTA
SIBILA DE CADAQUÉS
QUE POR INSPIRACIÓN MÁGICA
DIALÉCTICAMENTE FUE Y NO FUE
A UN TIEMPO TERESA
LA BIEN PLANTADA
EN SU NOMBRE CONJURAN
A CABRAS Y ANARQUISTAS
LOS ANGÉLICOS


Estas palabras fueron grabadas en una lápida de mármol y hoy están en el cementerio de Agullana. Lo que d’Ors no cuenta es que durante un tiempo la placa no pudo colocarse, pues se la consideraba “poco ortodoxa”.

© 2006, Héctor Ángel Benedetti

jueves, 2 de febrero de 2006

Una misteriosa historia de Roma

Nada —pero absolutamente nada— se conoce de la biografía del señor Iulius Obsequens, habitante del siglo IV o principios del V; sólo puede deducirse que era lector de Tito Livio y que se ocupaba de separar los prodigios, tan abundantes en su libro de historia, para anotarlos siguiendo un orden cronológico. No hay referencias suyas ni de sus trabajos en ningún otro texto antiguo, y su nombre mismo aparenta ser un pseudónimo. Sus primeros editores modernos, en el siglo XVI (la editio princeps fue en Venecia, en 1508, por Aldo Pío Manucio y Andrea Asulano), aseguraron basarse en cierto manuscrito regalado por un tal Iucundus; pero faltaban las primeras hojas, donde quizá un prólogo hubiera arrojado algo de luz sobre su autor. El manuscrito terminó perdiéndose del todo, como si fuese una broma literaria que comenzara desde los mismos nombres de sus protagonistas, ya que Obsequens significa “complaciente” y el puntual amigo Iucundus puede traducirse como “gracioso”.


El Liber prodigiorum (= “Libro de los prodigios”) es una de las obras más entretenidas que dio la Antigüedad; condición que comparte con las Noches áticas de Aulo Gelio, los XVII libros de la Historia de los animales de Claudio Eliano, la Interpretación de los sueños de Artemidoro, los Catasterismos de Eratóstenes, y varios más que entre latinos y griegos conforman un grupo de clásicos “menores” de muy agradable lectura.


Por cierto que la tarea de este Obsequens fue muy simple. Él tuvo frente a sí un ejemplar completo de Ab urbe condita, de Tito Livio; apartó los hechos asombrosos y los compiló para formar otro libro. Con el tiempo, Obsequens, el paradoxógrafo, se volvió complementario de Livio, el historiador, ya que el texto de este último no ha sobrevivido íntegro. Tal carácter subsidiario hizo que el Liber prodigiorum no tuviese una primera edición por separado, pero curiosamente no se lo incorporó al libro de Tito Livio: salió de imprenta junto a las cartas de Plinio el Joven y a otra historia: la de Suetonio. Tras su redescubrimiento, pudieron observarse más de veinte ediciones en menos de cien años; el insigne humanista Conrado Licóstenes, en Basilea, lo publica en 1552 independientemente de Livio y de cualquier otro, e incurre en la tentación de añadirle prodigios desconocidos en el original del esquivo Iucundus. El Index de libros prohibidos ni se molestó en vetar a Obsequens, pero desde 1518 y hasta la aparición de su primera traducción al castellano, en 1990, no tuvo edición en país católico. La exclusión geográfica y lingüística impidió que muchos lectores accedieran a esta Roma supersticiosa.


El prodigium (palabra que lleva implícito un mal agüero, y que también contempla una acepción como “monstruo”) era tan importante que el Senado lo trataba todos los años, en su primera sesión.


En Obsequens, muchas veces (la mayoría) el relato de un prodigio se remata con un hecho histórico importante, que por estar dentro del mismo párrafo pareciera ser una maravilla más. No fue sobrenatural el aplastamiento de los celtíberos ni la derrota de los ejércitos romanos en Numancia, aunque la yuxtaposición de esta información a una frase del tipo “en Amiterno nació un niño con tres pies” u otra como “llovió leche en Preneste” hace que la reseña histórica también parezca una cosa fuera de la común, o en todo caso una consecuencia de los prodigios. Por ejemplo, este fragmento que corresponde a los fenómenos habidos durante el consulado de Quinto Elio Peto y Marco Junio Peno (año 167 a. de C.): “En Roma algunos lugares sagrados y profanos fueron alcanzados por el rayo. En Anagnia llovió tierra. En Lanuvio fue visto en el cielo un meteoro ígneo. En Calacia, en un terreno público, manó sangre durante tres días y dos noches. Gencio, rey del Ilírico, y Perseo, rey de Macedonia, fueron vencidos”. La última oración no comunica ningún milagro, pero es fácil tentarse con relaciones de causa y efecto.




De vez en cuando Obsequens explica un prodigio, aclarando que tal análisis es el que hicieron oportunamente los adivinos. A él no le compete la interpretación, tarea reservada a los arúspices o a los custodios de los Libros Sibilinos; y lo que es más: tampoco se preocupa por determinar si un prodigio tiene origen ultraterreno (“En Preneste y en Cefalenia pareció que habían caído del cielo unas enseñas”) o es, en cambio, un simple accidente atmosférico (“Una torre de los jardines de César, junto a la puerta Colina, fue alcanzada por un rayo”). A los efectos, es lo mismo; hay algo que está alterando la normalidad, que puede y debe ser traducido y purgado.


Sobre esto último —la reparación de la seguridad mediante la expiación del prodigio— Obsequens dejó algún escueto informe. Si se encontraba un hermafrodita, era necesario arrojarlo al mar. Si un enjambre de abejas se posaba sobre el Foro, debía ofrecerse un sacrificio. Su estilo es llano; todo el interés se sostiene exclusivamente en el carácter insólito de las descripciones de prodigios. Los hay de precipitaciones (“Llovió sangre en la explanada de Vulcano”), de pozos surgentes (“En Caura manaron de la tierra arroyos de sangre”), de furia de los elementos (“Una violenta borrasca azoto el templo de Júpiter”), zoológicos (“En las Esquilias nació un potrillo con cinco patas”), botánicos (“En Bononia nacieron mieses en los árboles”), geográficos (“En Sicilia emergió una nueva isla en el mar”), astronómicos (“En Capua fue visto el sol durante la noche”). Estas lacónicas noticias pueden ser fácilmente despreciadas por el sujeto racional del siglo XXI; mejor sería que se pusiera en lugar del romano, tratando de explicar un parhelio.


El Liber prodigiorum ha sufrido un destino extraño, como esas cosas que narra. Pocos lo han leído directamente, pero igual suele citárselo para justificar inexplicables manuales modernos de ciencias ocultas.


© 2006, Héctor Ángel Benedetti

miércoles, 1 de febrero de 2006

Paisaje con una torre almenada

(Sobre Recollections of an Excursion to the Monasteries of Alcobaça and Batalha in 1794, de William Beckford. Londres, 1835; Richard Bentley)

Cuando tenía diez años, William Beckford heredó un millón de libras esterlinas en efectivo, propiedades en Inglaterra y plantaciones en Jamaica. Con una renta anual increíble, pudo pagarse estudios de música con Mozart y de arquitectura con Sir Cozens; fue un bibliófilo y lingüista consumado que dominó a la perfección el árabe y el persa; viajó por toda Europa con tantos servidores que algunos lacayos tenían asignada una sola y específica tarea, incluyendo músicos y una escolta decorativa; tomó como amante a una antigua querida de Casanova (hecho que no bastó para desmentir su fama de homosexual); y en 1794 emprendió su obra más recordada, que no es este libro.

Se trata de la abadía gótica de Fonthill, en Wiltshire; el más insólito edificio que haya construido un prerromántico excéntrico. Tras levantar una muralla de doce pies de alto en todo el perímetro de su finca (unas siete millas), Beckford inició la albañilería a un ritmo enfermizo. Quinientos obreros, día y noche y por lo general alcoholizados, erigieron en tiempo récord una enorme estructura rosada, llena de ojivas y de agujas y de almenas; tan monumental como endeble: parece que este singular arquitecto no creía en los cimientos y, lógicamente, al primer viento la parte principal de la abadía se desplomó.

Sin embargo, aquella misma noche ordenó que la reconstruyeran. Para ver el efecto que produciría una torre de ciento veintiún metros, Beckford despreció dibujos y maquetas: directamente encargó un modelo de madera a escala real, que hizo derribar luego. En la inauguración —con invitados como Lord Horatio Nelson y Sir William Hamilton—, descubrió que todavía no se había construido la cocina, por lo que dispuso todo como para que se la levantase en una sola noche. Tras la primera y única cena, todo el sector se vino abajo.

Más allá de su costoso pasatiempo, las horas que sus excursiones y campanarios le dejaban libre Beckford las justificaba escribiendo. Algunas de sus muchas páginas conformaron el Vathek: un relato donde el noveno califa abasida, Harún Benalmotásim Vatiq Bilá, que observa e interpreta los planetas desde una torre y que posee cinco palacios (uno para cada sentido), recibe la promesa de otro palacio, infinito; éste resulta ser el Infierno. El libro es distinto de cualquier cosa escrita hasta entonces. Está influido por las Mil y una noches, pero entre éstas ni una hay que se aproxime a lo propuesto en Vathek. Beckford afirmó haberlo escrito en tres días y dos noches, pero es una anécdota por lo menos dudosa.

Su último libro fue Recollections of an Excursion to the Monasteries of Alcobaça and Batalha in 1794, un delicado registro de su estadía en Portugal cuarenta años antes, desarrollado a partir de unas “mínimas notas” que el autor redescubriera entre sus papeles. Beckford había paseado por dos monasterios góticos de Leiria: Alcobaça y Batalha; de inmediato surge la asociación con su abadía privada de Fonthill (la memoria podrá desordenar algunos hechos, pero conservará con gusto un rosetón o un contrafuerte). Tanto Alcobaça como Batalha están consagrados a Santa María; en el primero hay un famoso Claustro del Silencio; en el segundo —Santa María de la Victoria— se conmemora el triunfo de Juan I de Portugal sobre Juan I de Castilla.

Doce días estuvo Beckford en este sector del mundo, para administrar luego sus recuerdos en forma de libro. Sin embargo, ocurre algo extraño. Recollections... describe los monasterios, pero lo hace con alguna negligencia; en cierto momento se anuncian decenas de habitaciones y pasillos y patios: apenas si se los cruza. Beckford desatiende las discusiones teológicas, omite visitar una terraza, no va hasta las fuentes del río Alcoa. Se preocupa por una discusión trivial entre criados y por un castillo morisco que se ve a lo lejos. No obstante, hombre refinado al fin, prefiere los jardines y el vedado que le recomienda un prior; esto solo ya merece un cielo literario. ¿Cómo no transportarse a estos pequeños paraísos, cómo no recorrer los mismos senderos entre limoneros y naranjos? Fra Angélico dejó varias pinturas con el tema de la Anunciación; en una de estas tablas (la del Museo del Prado) se insinúa a la izquierda una floresta: la imagen de los jardines bien pudo ser ésta, y a Beckford le hubiese agradado.

De tanto en tanto surge alguna mujer entre sus paseos, con la misma función panorámica que pueden tener una fontana o una gruta. El comportamiento de este inglés incluía una aversión hacia los espejos y un posterior odio hacia las mujeres: en Fonthill los corredores tenían nichos para que el personal femenino de la servidumbre se ocultara a su paso. Y a decir verdad hay alguna fobia obscena flotando en las páginas de su Vathek. Elucidar en qué consiste, es tarea del lector; en Beckford, el mérito literario se confunde con su propia historia. En las páginas de Recollections..., las escasísimas mujeres que aparecen son tan heterodoxas como él: una cantante reclusa, una dama alucinada por los pájaros, una reina que grita en mitad de la noche.

Recollections..., fechado en junio de 1835, cierra la producción de Beckford. Sus otros libros memorables, además del Vathek, son una colección de biografías rigurosamente falsas de pintores célebres, dos novelas paródicas, una serie de cartas de viaje, una compilación de cuentos germánicos, y sus juveniles y ya olvidados Dreams, Waking Toughts and Incidents.

Convertido en un decadente ocioso lleno de fastidio, un día vendió Fonthill y su aberrante construcción. Pocos años después, durante una tormenta más o menos fuerte, la abadía se cayó del todo. Dicen que Beckford, al enterarse, ni se inmutó.

© 2006, Héctor Ángel Benedetti

Sextans

En el siglo XVII el astrónomo Johannes Hevelius dio el nombre de Sextans (el Sextante) a un grupo de estrellas situado al sur de Leo y al norte de Hydra, con el objeto de recordar su precioso instrumento, perdido en un incendio. Más tarde, al publicar un atlas celeste, Hevelius introdujo once nuevas constelaciones; cuatro de ellas han desaparecido de la nomenclatura moderna, pero entre las siete conservadas quedó la del Sextante, al principio llamada Sextans Uraniae en alusión a Urania, musa de la Astronomía.

Esta buhardilla en la web fue dedicada por su autor, Héctor Ángel Benedetti, a compartir algunas cosas cuyo atractivo pareciera provenir de otra época; la intención es que de una manera u otra queden guardadas en la memoria de cada visitante como aquel sextante de Hevelius.

© 2006, Héctor Ángel Benedetti