viernes, 30 de julio de 2010

Tiberio, segundo emperador de Roma

La historia que va a trenzarse
es la de un mentao varón
que otrora supo llamarse
Tiberio Claudio Nerón.

El primer emperador
fue Octavio, de apodo “Augusto”;
la mersa, por entrador,
vio en él un fulano justo.

Cuando el quía fue jovato,
en la primera ocasión
se piantó a la Quinta ‘el Ñato
sin hacer la sucesión.

Al no tener descendencia
a quien pasarle el laurel
hubo un problema de herencia,
y andá a cantarle a Gardel.

En medio de la tertulia
no había prole postulada.
Sólo una mina: la Julia,
pero estaba desterrada.

Desde el fondo del salón
se abrió paso un militar:
Tiberio, que en la reunión
de compadre entró a tallar.

El milico era famoso:
la Galia había gobernao,
en los Alpes fue brioso
y siempre andaba destacao.

Ante el fato medio trucho
Tiberio peló un papel:
—El patrón me quería mucho
y hasta me hizo hijastro de él
.

Mi viejo, por si no saben,
era Tiberio Nerón;
mi vieja, pa’ que no hablen,
era Livia. ¡Creanselón!


Livia, sí, que cuando viuda
y con vento que da gusto
pa’ sentirse copetuda
se casó con Don Augusto.


Si pa’ testar fue un mamerto,
¿hoy el trono es para quién?
Su yerno, Agripa, está muerto;
mi hermano Druso también.


Se dio un breve cotorreo
entre bandos adversarios:
—Muchachos, esto está feo;
nombrar jefe es necesario.


—¿Quién se supone que tiene
que conducir nuestro imperio?
—Yo ya sé lo que se viene,
vamo’ a ponerlo al Tiberio...


Pues de Augusto se sospecha
que a Tiberio había nombrao
como su mano derecha
en asuntos del Estao.

Nadie quiso responder
su derecho a coronarse,
pues siempre es bueno tener
columna ande ir a rascarse.

Hecha ¡al fin! la ceremonia
—allá en el año catorce—
vino un chisme de Panonia
telegrafiado con Morse.

En esa frontera ansiosa
se le habían sublevao
tres legiones numerosas
con mucho sueldo atrasao.

Tomó carta en el asunto
y a todos apaciguó;
garpó las deudas, y punto:
la “Pax Romana” volvió.

Con éste, su primer acto,
liberóse de un embrollo.
No olvidó de hacer un pacto:
“Apoyame, que te apoyo”.

Tiberio fue capo en Roma,
gobernó con mano dura;
y al venirse la maroma
reforzó su apoyatura.

Encanó a sus enemigos
y los mandó ajusticiar;
se pasó bien por los higos
la nobleza consular.

Decían que él era amarrete
con la guita del tributo;
los impuestos, ¡la gran siete!,
te ponían la jeta ‘e luto.

Pero muchos lo adoraban
por buen administrador:
en la Via Appia comentaban
que había lustre y esplendor.

Puso a varios de sus hombres
a someter la Germania
(el barrio cambió de nombre:
hoy todo eso es “Alemania”).

Allí mandó a su sobrino,
hijo de Druso: Germánico.
Popular éste se vino
y a su tío le entró el pánico.

Pues Tiberio bien sabía
que el trono en que se sentaba
si Germánico volvía
por ái se lo disputaba.

Por demasiado eficiente
sin herirle la autoestima
lo mandó lejos, a Oriente,
pa’ sacárselo de encima.

Él no estaba muy seguro
rodeao de conspiradores
y sintiéndose maduro
temió un puñal en su cuore.

Entonces se fue a vivir
a la isla e’ Capri, tranquilo;
y los nervios por sufrir
los calmó con té de tilo.

Pasó durante su mando
que en una apartada región
se la pasó predicando
un señor su religión.

De un Dios juró ser el hijo,
y a los suyos dieron pesto.
Suetonio, historiador, dijo
que su nombre era Cresto.

(Suetonio pifió de pleno,
y eso que había estudiao;
pues Cresto es, en griego, “bueno”,
mientras Cristo es “bautizao”).

En el año treinta y siete
Tiberio, anciano, espichó;
se duda si dio el rosquete
o si alguien lo despachó.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti.

viernes, 23 de julio de 2010

Lambert, el de los dos nombres

(Escrito por Guada Aballe para El Sextante de Hevelius).

Si hubo un personaje de la época Tudor que tenía la habilidad de meterse en problemas ese fue, sin duda, John Lambert. O Nicholson, su verdadero nombre.

Nacido en Norwich y educado en Cambridge, se ordenó sacerdote pero terminó haciéndose protestante. Comenzó en Norfolk teniendo problemas por leer libros prohibidos. En Antwerp, durante el tiempo que estuvo como capellán de los Merchants Adventures, hacía propaganda protestante. En 1532 Tomás Moro lo hizo regresar a Inglaterra.

Llevado a Lambeth bajo sospechas de herejía, tuvo que responder distintas cuestiones relacionadas con la fe. El Arzobispo de Canterbury, William Warham, se ocupó de salvarlo y lo llevó a su casa de Ortford. Muerto Warham, Lambert abandonó el sacerdocio para dedicarse a enseñar latín y griego a los niños.

Pero Lambert no podía estar sin meterse en líos. En 1535 fue llevado frente a Cranmer y Latimer porque había cuestionado el culto a los santos. Liberado de la cárcel un viernes, el sábado se presentó solito con intenciones de seguir la discusión. Preso otra vez un tiempo.

En otra ocasión, cuando el Obispo Taylor predicaba un sermón sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía, Lambert se acercó al púlpito e intentó iniciar un debate. Se le dijo que lo haga por escrito. Lambert cumplió y como su línea de pensamiento estaba cerca del reformador suizo Zwinglio, lo enviaron con Cranmer como hereje sacramentario… ¡y Lambert no tuvo peor idea que apelar al rey de Inglaterra!

Para Enrique VIII esto era algo nuevo: se le presentaba la oportunidad de presidir personalmente y en calidad de jefe de la iglesia inglesa un juicio de herejía. Aceptó gustoso.

El 16 de noviembre de 1538 se llevó a cabo el juicio en Westminster Hall con la presencia de una gran asamblea de pares temporales y espirituales. El rey hizo su entrada vestido todo de blanco. Enrique comenzó el juicio:

—¿Cuál es vuestro nombre?
—Mi nombre es Nicholson aunque soy llamado Lambert.
—¡Qué! ¿Tenéis dos nombres? No confiaría en vos teniendo dos nombres aunque fueseis mi hermano.

Lambert-Nicholson explicó que había cambiado su nombre para escapar a las persecuciones de los obispos, pero fue obvio que a Enrique no le gustó nada el temita de los dos nombres. Intentó Lambert elogiar al rey pero éste le contestó:

—No vine aquí para escuchar mis propias alabanzas, pintadas en mi presencia. Id al asunto sin más detalle. Responded en relación al Sacramento del Altar, ¿es el cuerpo de Cristo o no?

Lambert intentó dar una explicación al tema citando a San Agustín, pero el rey:

—No me respondáis con San Agustín, decidme claramente si es Él.
—Entonces digo que no.

Por espacio de unas cinco horas intentaron convencerlo para que cambiara de pensamiento, hasta que a Enrique le pareció suficiente y volvió a preguntar:

—Después de todos estos trabajos tomados con vos, ¿estáis satisfecho? Elegid, ¡viviréis o moriréis!
—Me someto a la voluntad de Vuestra Majestad.
—Encomendad vuestra alma a Dios, no a mí.
—Encomiendo mi alma a Dios y mi cuerpo a vuestra clemencia.
—Entonces debéis morir, no seré patrón de herejes.

Cromwell leyó la sentencia y Lambert fue llevado a la hoguera en Smithfield, de acuerdo con la ley, cuatro días más tarde.

En torno a este insólito hecho se conserva la carta que Thomas Cromwell le escribió a Sir Thomas Wyatt, que dice:

“El dieciséis del presente mes, la Majestad del rey, por reverencia al santo Sacramento del Altar, se sentó públicamente en su sala, y allí presidió la disputa, proceso y juicio de un miserable hereje sacramentario, quien fue quemado el veinte del mismo mes. Fue una maravilla ver cuán principesco, con cuán excelente gravedad e inestimable majestad, Su Majestad ejercitó el oficio de cabeza suprema de su Iglesia de Inglaterra; cuán benignamente Su Gracia intentó convertir al miserable hombre; con cuán fuerte y manifiesta razón Su Alteza argumentó contra él. Deseé que los príncipes de la Cristiandad lo hubiesen visto, indudablemente ellos se deberían haber maravillado mucho ante la más elevada sabiduría y juicio de Su Majestad y reputado a él de ninguna otra manera, después del mismo, como espejo y luz de todos los otros reyes y príncipes de la Cristiandad. Lo dicho fue hecho abiertamente, con gran solemnidad”.

© 2010, Guada Aballe

viernes, 16 de julio de 2010

Cisternas cegadas en una ciudad que olvida

Un acercamiento al libro Historias del comer y del beber en Buenos Aires, de Daniel Schávelzon (Aguilar)

I. - Episodio de Heliogábalo el Horrible. Mucho antes de muerto Rómulo Augústulo y con él el Imperio Romano, ambos a manos de los bárbaros, un emperador cuyas costumbres fueron insólitas aún para los cánones de la época amplió hasta un límite incomprensible los excesos que tanto escandalizarían, siglos después, a los biógrafos de Calígula, Nerón y Cómodo. Se llamaba Vario Avito Basiano y había sido proclamado en el año 218 con el nombre de Marco Aurelio Antonino. Pasaría a la historia como Heliogábalo, que era su nombre complementario y su distintivo como adorador del Sol, cumpliendo así con un rito de su familia siria que él mismo se encargaría de establecer en Roma.

No interesan tanto ahora los pormenores políticos de su gobierno (que ni a él mismo parecían interesarle), sino su vida cotidiana. Conocemos el retrato literario de Heliogábalo bajo la pluma de Antonin Artaud, pero el francés se entusiasma más por su degeneración que por su etiqueta.

Heliogábalo solía invitar a los siete hombres más gordos de Roma y tras algunas bromas que formaban parte del protocolo (como ser sentados en almohadones que se desinflaban de golpe, echándolos por los suelos), eran agasajados con un banquete que podía incluir arañas en gelatina, repostería con excrementos de león y comidas esculpidas en mármol, cristal o marfil. Rechazar estos manjares hubiera sido una descortesía inimaginable en Palacio.

Una vez, como parte del ceremonial, hizo derramar pétalos de rosa sobre los convidados. Tantos, que hubo algunos asfixiados.

Estos detalles aparentan ser insustanciales, pero pintan de alguna manera lo que podía ser la extraña usanza en la mesa en un período igual de extraño.

Con sabia justicia, la Guardia Pretoriana acabó con él a comienzos del año 222.


I. - El arte de la observación. No menos llamativas eran las costumbres de Buenos Aires quince siglos después de Heliogábalo. De la otra Buenos Aires; de aquella que con mejor objetividad describieran los viajeros en libros que resultarían, con el correr de los años, más verdaderos que las idealizadas láminas escolares.

O quizá no había tanta diferencia: la cuestión era saber mirar esas láminas. Los grabados de la época –estamos hablando de la Colonia y la traumática formación del Estado argentino– aportan hoy datos por demás interesantes para quien sabe interpretarlos. Un detalle agregado u omitido puede ser de magnífica importancia y hasta podría torcer cualquier suposición, por más fiable que esta parezca.

La cantidad de pruebas es abrumadora. Por ejemplo, gracias a una litografía de 1856 ó 1857 puede saberse que existió un monumento en la plaza Once de Septiembre, ya demolido y olvidado, pero que bien pudo ser el segundo erigido en estas tierras después de la Pirámide de Mayo. Los viejos planos de la ciudad revelan la existencia de algunos arroyos en pleno Centro (los llamados Terceros, uno de los cuales trazaba su maloliente cauce por lo que hoy es la calle Tres Sargentos). Y no faltan pinturas que nos muestran como era una botella de cerveza, un plato de cara vajilla o un aguamanil de la época de Rosas.

De esta manera nació, varió o cambió de raíz el concepto de lo cotidiano en el pasado próximo. La historia, aún escrita con tinta fresca, acusaba lagunas en las cosas más triviales; a todas luces, el nuestro era un pretérito imperfecto. Una pregunta banal, del tipo “¿cómo era una merienda en los años de la Restauración?”, era imposible de responder con mediana seriedad.

La arqueología urbana constató pacientemente cada una de las noticias que aportaban escritos y dibujos. Todo hallazgo era importante. Exhumar un vaso roto servía para reconstruir los almuerzos de antaño; una pipa de caolín devolvía la imagen entera del fumador.

El investigador Schávelzon, libro tras libro (La arqueología urbana en la Argentina, Arqueología e historia del Cabildo, los cuatro volúmenes de Arqueología histórica de Buenos Aires...), nos ha ido acostumbrando al redescubrimiento de estos módicos fragmentos del ayer, a las pequeñas monedas del tiempo que perduraron y se hicieron hallar para que hoy sepamos cómo vivían los personajes del diccionario de Muzzio o de las morosas biografías de Mitre.


III. - Heliogábalo en el Plata. Historias del comer y del beber en Buenos Aires es un libro de Schávelzon donde la mesa es el centro de enfoque y la excusa para una válida sorpresa del lector ante los rituales que exigían otrora las buenas maneras. Veamos un muestrario.

* Hacia 1810 el café con leche se tomaba del siguiente modo: se servía un platillo con una medida de azúcar (por supuesto sin refinar) tapada por la taza, mucho más grande que las que usamos hoy; se daba vuelta la taza, se volcaba el azúcar en ella y recién ahí el mozo echaba el café y la leche hasta rebalsar y llenar también el platillo. Mansilla cuenta que tomaba el café mezclado con huevos crudos batidos.

* Ver gauchos comiendo carne asada era una excepción, a pesar de lo que nos hicieran creer las películas y las canciones folklóricas. Hasta bien entrado el siglo XIX los paisanos preferían la carne hervida; una imagen difícil de digerir hoy. Schávelzon es contundente: la proporción entre ollas y parrillas era de siete a uno.

* Un refrigerio dulce, difundido ampliamente, era el “agua de panal”: un vaso de agua con un trozo de panal de abejas adentro. Pero igualmente podía beberse un refresco a base de azúcar y vinagre. Y en la región de Cuyo se comían como postre, hasta 1857, unas figurillas de cerámica que fabricaban las monjas clarisas de Chile. También en la corte de España se comía cerámica.

* Pichones de lechuza, huevos de tero, caldos con menudos de aves y fiambres de hígado de yegua parecen caprichos, pero eran bocados tan habituales como exquisitos.


IV. - Una lenta metamorfosis. Borges contó que en cierta ocasión fue censurado por su padre por comer achuras, a las que consideraba las partes más viles de la vaca. Este no era sólo un concepto vegetariano, sino una herencia del siglo XIX. Los mataderos tiraban las achuras, que rápidamente iban a recoger los más pobres de la ciudad. Quedó un reflejo de esta costumbre en la obra de Echeverría.

Y así como cambiaron los paladares, también se transformaron los modales de mesa, la mantelería, la vajilla. Lo que es corriente hoy, no lo era ayer; y viceversa. Por ejemplo, en la mesa colonial casi nunca se veía una botella. No era costumbre que se pusiera ahí.

Uno de los capítulos más llamativos del libro de Schávelzon describe el uso posterior de la vajilla. El autor jura haber hallado soperas empleadas como bacías para afeitarse y bacinicas convertidas en macetas. También se usaban porrones de ginebra para planchar, ladrillos calientes envueltos en trapo para poner en la cama en las noches de invierno, cazoletas transformadas en pebeteros y platos mudados en proyectiles para las guerras domésticas, práctica que aún se mantiene en muchos matrimonios.


V. - El Toro de Minos. ¿Cuál es el método de Schávelzon? ¿Con qué ojos ve más allá que el común de la gente y presenta tan vívidamente un cuadro cotidiano de hace más de un siglo? No vamos a exponer los fatigosos tecnicismos de la arqueología, pero podría decirse sin miedo a ser superficiales que la mayor información la obtiene de antiguos sumideros, pozos de agua anulados y rellenados con basura (cuyos distintos substratos dan noticias preciosas sobre los habitantes, sus épocas y sus hábitos) y, por supuesto, una abundante bibliografía de antaño, además de la iconografía hecha de láminas y fotos que se mencionó antes.

Buenos Aires dista mucho de ser un terreno virgen para la exploración arqueológica, pero lo cierto es que no siempre se ha empleado un método científico o el instrumental adecuado. La falta de recursos económicos y personal capacitado retrasó considerablemente esta disciplina, y la ignorancia edilicia atentó contra la conservación de nuestra propia historia. En trabajos anteriores, Schávelzon llamaba la atención sobre túneles supuestamente “misteriosos” que en la realidad no eran sino sótanos, sistemas de desagüe o depósitos de agua subterráneos.

Ante una investigación seria, toda aquella fantasía se apagaba. No había pasadizos secretos con restos de esclavos contrabandeados, ni mechones de las trenzas de los Patricios, ni esqueletos de monjas sodomizadas, ni cofres con fortunas fabulosas, ni corredores por donde hubiera podido huir Rosas.

Los estudios a conciencia de túneles, pozos y ruinas dieron un resultado desolador desde el punto de vista poético, pero abrieron el camino para una ciencia no menos sentimental: la arqueología urbana.


VI. - Juguete del tiempo. En Historias del comer y del beber en Buenos Aires, Schávelzon hace una lectura doble del pasado. Por un lado, la del Sr. Schliemann, romántico descubridor de Troya; por otro, la de Mr. Wells, capaz de viajar hasta ella a través del tiempo y entrevistar a Helena.

Schliemann necesitaba indicios y un método razonable; Wells, un artificio mecánico en una novela. Emparentado científicamente con el primero y artísticamente con el segundo, Schávelzon, para demostrar sus elucubraciones, precisa una cisterna cegada en una ciudad que olvida.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti.

viernes, 9 de julio de 2010

Se nos perdió un plesiosaurio

I. - De tanto en tanto reaparecen las imprecisas menciones de alguien que jura haber visto un monstruo de aspecto antediluviano en Loch Ness, Escocia. Las pruebas no pasan de una fotografía borrosa o del testimonio de un viajero circunstancial con patente de científico amateur, muy vehemente en sus dichos a la prensa sensacionalista. Pero esto no es propiedad exclusiva de la patria del whisky: también la Argentina posee aguas infestadas de bichos hermanados con el fabuloso Nessie. Todo el mundo sabe que en el lago Nahuel Huapi vive el Nahuelito; algo más al Norte, en el Caviahue, está el Caviahuito que ya aterrorizó a más de un lugareño; y hay quien afirma que a un paso de la Casa Rosada uno puede enfrentarse con el Reservito, simpático ictiosaurio de la Reserva Ecológica Costanera Sur.

Pocos se acuerdan de ello, pero hacia 1921-1922 hubo en el país otro monstruo antediluviano emergiendo de un lago patagónico (nuevamente el ambiente acuático: nadie denunció haberse topado alguna vez con un triceratops, un dinoterio o un ranforrinco). Fue el plesiosaurio que obsesionó al naturalista Clemente Onelli, y que quedó en el recuerdo de tres (¡tres!) tangos de la época.

II. - Todo aquel que recorra el Jardín Zoológico porteño y admire su parque y sus construcciones tendrá una melancólica deuda con Onelli, quien como director (lo fue desde 1904 hasta su fallecimiento) embelleció el paseo hasta hacerlo comparable con los mejores de Europa, confiriéndole a la vez un verdadero rango científico. Decía que allí era donde los animales estudiaban a los hombres.

Onelli nació en Italia en 1864. Graduado en la Facultad de Ciencias Naturales de Roma, viajó a la Argentina en 1889 para convertirse en el asistente de Francisco P. Moreno en el museo de La Plata. En el siglo XIX el rótulo “naturalista” implicaba el conocimiento de muchas disciplinas, y Onelli fue erudito en todas: antropología, biología, paleontología, geografía, zoología, botánica; incluso de materias que aún no estaban de moda, como la etnolingüística, la ecología, y más tarde la conferencia radiotelefónica y el documental cinematográfico (dirigió una película sobre la vida indígena en el siglo XVIII: El misionero de Atacama, 1922). Junto a Moreno exploró la Patagonia; en 1897 fue secretario general de la Comisión Argentina en el asunto de la demarcación de límites con Chile. Tenía una especial preocupación por la clasificación zoológica y a él se deben algunos de los más precisos estudios sobre ciertos ejemplares de la fauna andina.

III. - El aventurero norteamericano Martin Sheffield trajo a Onelli la noticia de un sensacional descubrimiento a orillas del lago Epuyén, en el territorio del Chubut: habiendo notado unas huellas extrañas, que parecían impresas por un animal gigantesco con aletas en lugar de patas, decidió seguirlas; las marcas se orientaban al lago, donde bien o mal llegó a ver una criatura grotesca, de cuerpo descomunal y obscenamente convexo, con un largo, fino y desproporcionado cuello rematado por una cabeza pequeña de cisne. El hallazgo se complementaba con algunos trozos de gruesa piel y excrementos acordes al tamaño de la bestia.

Onelli, recordando antiguas leyendas mapuches que hablaban de un monstruo habitando en los lagos de la región, concluyó que aquello era nada menos que un plesiosaurio. Movilizado por la existencia de una fiera antediluviana en plena Patagonia, organizó una expedición estimulada por un grupo de científicos del Amherst College de Massachussets, llegando a ser noticia en el prestigioso The Times de Londres. La expedición incluía un ingeniero, un taxidermista, una exigencia de la Sociedad Protectora de Animales para que el plesiosaurio fuese capturado vivo, unos cuantos baqueanos y, por las dudas, un campeón de tiro.

El 27 de marzo de 1922 los expedicionarios llegaron a San Carlos de Bariloche, y desde allí se dirigieron al Epuyén. En la lengua indígena, epuyén significa “dos estrellas”; y ambas debieron ser malas, porque aquellos hombres no hallaron al plesiosaurio, ni sus huellas, ni los trozos de piel, ni el interesante estiércol que informara Sheffield.

A propósito: este señor había desaparecido.

IV. - Blanco de muchas críticas tanto del ambiente científico como de los ciudadanos comunes, Onelli debió admitir que había sido objeto de una cruel humorada.

El tango aprovechó la ocasión: quedaron tres composiciones de aquella “fiebre del plesiosaurio”. Rafael D’Agostino y Amílcar Morbidelli fueron los autores de El Plesiosauro (“sauro” en lugar de saurio, respondiendo a una variante en la grafía de su nombre). El tango fue dedicado “al caballero Clemente Onelli y al amigo Manuel García”, tal como se lee en la carátula de la partitura.

Homónimo del anterior, de la misma época es un tango de Fernando Randle, mejor recordado por ser el compositor de Danza maligna, éxito en el repertorio de Azucena Maizani. Pero El Plesiosauro de Randle no tuvo el mismo impacto. Su partitura mostraba a la bestia como un aristócrata de chistera, polainas y bastón, fumando en pipa.

El tercero se llamó Ya lo traen al plesiosaurio, “tango antediluviano para piano” de Julio Fava Pollero. En su portada se ve la caricatura de Onelli intentando amarrar al plesiosaurio; este lleva sobre su lomo un cartelito que dice “Sea compasivo con los animales. Albarracín” (Ignacio Albarracín era el presidente de la Sociedad Protectora de Animales). Aunque Pollero tuvo una orquesta propia con la que hizo varias grabaciones durante 1927, este tango quedó sin registro fonográfico: el plesiosaurio ya había pasado de moda.

También había pasado Onelli, quien falleciera el 20 de octubre de 1924, tras descomponerse a bordo de un automóvil mientras regresaba de comprar carne para los animales del Zoológico.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti.