viernes, 28 de mayo de 2010

Un escritor argentino: Lascano Tegui

Entre 1887 y 1966 discurrió la luminiscente vida de Emilio Lascano Tegui (Lascanotegui en realidad), hombre de letras que hacia 1909 comenzó a firmar anteponiendo un título ficticio de vizconde.

Concepción del Uruguay fue su cuna. Cierto azar administrativo (trabajaba en la Oficina Internacional de Correos) lo puso a recorrer Francia, Italia y el Norte de África; en esas tierras descubrió el hechizo de la poesía. Conoció a Apollinaire y a Picasso, con quienes trabó amistad. En Montmartre se hizo pintor: llegó a exponer junto a Utrillo y Modigliani. Los años de la Gran Guerra lo encuentran en París como mecánico dental, hasta que es designado canciller de segunda clase por recomendación de Marcelo T. de Alvear.

Pero más que las prótesis o la diplomacia, las pasiones del Vizconde eran la literatura, la pintura y el arte culinario. Un cronista le apunta cierta curiosidad que dataría de varios años antes: en Plaza Lavalle, siendo orador por la Unión Cívica Radical, se le ocurrió improvisar un discurso político en versos octosílabos.

Desde entonces, la mayor parte de su tiempo la dedicó a satisfacer su exuberante numen literario. Como se observará luego, el género que mejor le cuadraba era —sin dudas— la poligrafía.

“He dicho que escribo por pura voluptuosidad. Y como una cortesana, en este sentido, he tirado la zapatilla”. Estas palabras del Vizconde de Lascano Tegui son una definición perfecta para la muestra que sigue. Se omiten deliberadamente muchos textos, por lo que apenas será una pálida muestra de su producción; pero entre los que mejor representan su carácter están:

La sombra de la Empusa. Su primer libro de poemas (1910), que despertó el aplauso de los vanguardistas y la reprobación de Lugones. Pocos lo reconocen, pero prefiguró la renovación estética de los años veinte.

El libro celeste. Un volumen desconcertante: comienza hablando de la Patria y termina con una catalogación de piedras semipreciosas, pasando por un análisis de las etimologías de Isidoro de Sevilla.

La esposa de Don Juan. Obra de teatro cuyo original se perdió al incendiarse el camarote de un barco que lo traía a Buenos Aires, tras retirarse como cónsul de tercera clase en Los Ángeles.

Mis queridas se murieron. Complicada reunión, típica en un enciclopedista como él, de artículos en publicaciones periódicas: Caras y Caretas, Patoruzú, Imán, Plus Ultra, etcétera.

Vía Láctea de polillas. Ensayo inédito y presumiblemente perdido. Se conservaba en una habitación clausurada de un departamento de la calle Paraná, junto a otros escritos.

Cuando La Plata era señorita. Título mencionado en su testamento hológrafo.

De la elegancia mientras se duerme. El gran clásico de Lascano Tegui. Se trata de una novela disfrazada de diario íntimo. Fue publicada en 1925.

Muchacho de San Telmo. Una colección de poemas en donde evoca, entre otras cosas perdidas, su propia infancia. Es su último libro editado (1944); a partir de este solo publicará en revistas.

Mujeres detrás de un novio. Poco se conoce de este escrito, salvo que estaba concluido al momento de fallecer su autor.

* * *
Por lo visto, cualquier balance de su vida pecaría de solapado, ya que lo curioso de este hombre es que no perteneció a la fantasía de un novelista afiebrado. La lista de sus obras no fue concebida para dar atmósfera a un relato. ¡Nada de esto! Muy por el contrario: lo único falsificado en Lascano Tegui fue su título de vizconde; todo lo demás existió.

Hoy pueden (y deben) asombrar la inventiva de Macedonio Fernández, la heterodoxia de Xul Solar o la erudición de Jorge Luis Borges. Sin embargo, el olvidado autor de La sombra de la Empusa fue la síntesis de todos ellos y de muchos otros también, y a ese estado llegó antes y por sus propios medios. “Tengo la pretensión de no repetirme nunca, de no pedir prestado glorias ajenas”, declaró en una oportunidad; “la pretensión de ser siempre virgen, y este narcisismo se paga muy caro: con la indiferencia de los demás…”

El Vizconde de Lascano Tegui murió en Buenos Aires el 23 de abril de 1966. A veces reaparece su nombre en alguna amarillenta ficha de biblioteca.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti

sábado, 22 de mayo de 2010

El Cometa del Centenario

En la Argentina lo pronunciaban Ha’lei (= Jálei), pero no era la forma ideal. En realidad, la fonética del nombre Halley es motivo de controversia, admitiendo principalmente tres posibilidades: Jali, Jeili y Joli. Nigel Calder, autor del libro The Comet Is Coming: The Feverish Legacy of Mr. Halley, hizo una interesante comprobación: llamó a los dieciséis Halley de la guía telefónica de Londres, preguntándoles cómo pronunciaban su propio apellido. Tres se negaron a contestar; el resto afirmó que lo correcto era Jali, aunque uno tenía un hermano que se hacía decir Jeili. Esto dicta una tendencia, pero lo cierto es que se desconoce como lo hacía el mismísimo Edmond Halley (1656-1742), el astrónomo inglés con quien comienza esta historia.

La epopeya del cometa de Halley es bien conocida. Naturalmente, no fue Sir Edmond quien lo descubrió, pero sí fue el primero en darse cuenta que los cometas de 1607 y de 1682 eran el mismo y que —yendo hacia atrás— también lo habían sido el de 1531 y el de 1456. Gracias a sus ecuaciones comprendió que los cometas no iban y venían en líneas rectas, como postulaba Kepler, sino que describían órbitas elípticas; y predijo que este objeto volvería a presentarse en 1758. Tenía razón, aunque no vivió para verlo.

A partir de entonces, dicho cometa (cuyas visitas se venían registrando desde el año 87 d. C. sin que nadie se percatase de que era siempre el mismo, que regresaba cíclicamente) comenzó a llevar el apellido de su eminente calculista. Después de 1758 regresó en 1835. Y prometía hacerlo en 1910…

…Pero aquí conviene recordar que la aparición de un cometa en el cielo nunca fue un fenómeno gratuito. Desde la Antigüedad más remota los cometas sembraban en la gente toda clase de temores, adjudicándoles pestes, locuras, crímenes, muertes de príncipes, caídas de imperios y cualquier otra calamidad. La presencia del comenta en pleno siglo XX no fue la excepción, aunque una época tan vertiginosa por sus avances exigía que esta superchería se disfrazase por lo menos bajo una máscara pseudocientífica. Solo así podrían justificarse en 1910 los disparates hijos de una superstición de tres milenios.

Esta vez el principal motivo de inquietud era la noticia de que la Tierra pasaría a través de la cola del cometa, quizá provocado nuestra total destrucción.

Los astrónomos se cansaron de advertir que semejante cruce no era en absoluto motivo de alarma. Y que durante el siglo XIX las colas de otros dos cometas habían atravesado el planeta sin consecuencia alguna. Y que tan leve era la cola del Halley, que sobre la Tierra dejaría las mismas huellas que el aliento de un bebé al paso de un ferrocarril a toda máquina.

Sin embargo, todo se complicó cuando se supo que los científicos habían descubierto gas cianógeno en la cola del cometa de Morehouse, que había pasado en 1908. Un gas venenoso. De nada sirvió aclarar que este gas se encontraba tan diluido que su contacto con la atmósfera terrestre sería menos que imperceptible: igualmente no pudieron evitar la proliferación de las teorías más absurdas (por ejemplo, que el aire mismo “iba a estallar”) ni que se multiplicaran los anuncios de un próximo Día del Juicio. Para colmo, el gran sabio Flammarion estaba de acuerdo con esta postura apocalíptica, y ¿cómo podría equivocarse un sabio tan importante?

Quienes sacaron provecho de este revuelo fueron los iluminados que, entre profecía y profecía, vendían escafandras protectoras, píldoras “anti-cometa” y manuales para salvarse del fin del mundo. Sin embargo, debe desterrarse la idea de una psicosis colectiva, con gente encerrándose bajo siete llaves o suicidándose en masa. No se vio nada de eso ni en la Argentina ni en ninguna otra parte del mundo. La prensa local insistió con decir que en el país hubo casi 430 suicidios por miedo al cometa, pero a la luz de las pruebas solo pudieron verificarse cuatro casos reales de suicidio y, en rigor, de ninguno podía afirmarse taxativamente que fuese por culpa del Halley.

Algunas revistas de la época se divertían en vincular al visitante celeste con episodios políticos o picarescos. Puede decirse que en la sociedad porteña el clima general era más bien de escepticismo, aunque todavía se guardaba algún discreto recelo en determinados estratos culturales. Estos eran, desde luego, los principales consumidores de aquellos peregrinos elixires anticometarios.

El 18 de mayo de 1910, coincidiendo con la llegada de la Infanta Isabel al puerto de Buenos Aires, el Halley estuvo en conjunción inferior; es decir, alcanzó el punto más cercano entre el Sol y la Tierra. En la madrugada del 19 fue cuando mejor se lo pudo observar, llegando a desplegar una hermosa cabellera sobre el horizonte. A partir de entonces comenzó a alejarse, siguiendo su prolongado viaje elíptico que recién volvería a acercarlo en abril de 1986. Noche a noche fue haciéndose cada vez más tenue en el cielo, hasta que ya no se lo vio más y la Humanidad respiró aliviada. Para el 25 de mayo —la principal jornada de los festejos por el Centenario— el cometa solo era visible con telescopio.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 7 de mayo de 2010

El Pabellón de las Rosas

Quien siga la historia de los lugares de baile del Buenos Aires antiguo, notará que la mayoría de las veces se describen lugares reprochables, cuando no deteriorados y sucios. Para no abrumar con esta cantinela, y sobre todo para no quedarse con la imagen de que el tango fue cosa exclusiva de un ambiente de avería (de hecho no lo era), vamos a pasear un poco por un bonito establecimiento cuyo solo nombre ya es evocación de la belle époque porteña: el Pabellón de las Rosas.

Aunque ¿era realmente la cita romántica del Buenos Aires de ayer? Sí… y más o menos. Ocurre que tenía una moderada doble identidad. Mediodía y tarde, funcionaba como restaurante y salón de baile elegante para familias. Por las noches, sacrificaba un poco su refinamiento y abría sus puertas a milongueros menos recatados cuyas compañías, a veces, no eran de las más virtuosas. Pero esto no debería rebajarlo: el Pabellón de las Rosas nunca fue un sitio vulgar. Claramente se lo identificaba con el buen gusto.

Estaba en el 2855 de la avenida Alvear (hoy Del Libertador), esquina Tagle; es decir cerca del Armenonville, otro de los lugares célebres para el tango. Comenzó a funcionar a comienzos del siglo XX. Era un gran edificio señorial, simétrico, con ventanales al frente, que en cierta medida recordaba a los pabellones de las exposiciones mundiales europeas; se ingresaba a él trasponiendo una rotonda entre hermosos jardines que seguían el criterio paisajista de la época. Además del restaurante y el salón de baile, tenía pista de patinaje; ocasionalmente también se dieron funciones de teatro. En torno al Centenario llegó a tener una banda de música propia dirigida por Gaetano D’Alo.

En el Pabellón se ofrecieron los más recordados “bailes del internado” que dieron los estudiantes de medicina una vez al año, y para los que actuaron grandes típicas —Canaro, Berto, Castriota, Brignolo, Firpo— incluyendo una orquesta gigante de Fresedo, en 1919, de treinta profesores y con dos pianos: Cobián y Delfino. La Asistencia Pública escogió este lugar para auspiciar un concurso de tangos a finales de la década del ’20, bajo la conducción musical de Juan Maglio; y este resultó ser el vencedor, pues su propia obra Cuando llora el corazón se llevó el primer premio.

La última actividad bailable del Pabellón de las Rosas fue durante 1929, en Carnaval. Al llegar Cuaresma fue cerrado, y para Pascua se lo demolió.

Lo recuerda un famoso vals de José Felipetti.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti

sábado, 1 de mayo de 2010

Tres angelitos

¡Les digo que todos los niños tienen algo desconcertante! Estoy convencido de ello. Son capaces de guardar secretos que para cualquier adulto serían insoportables. Entre sí suelen sellar pactos muy extraños. Ocurre que los niños en raras ocasiones hacen cosas de niños. Después llega la edad adulta y uno se olvida que alguna vez pensó u obró de tal o cual manera; y si en verdad lo recuerda, trata de justificar aquellos actos como simples travesuras. No lo son. Ellos razonan de una manera muy compleja.

¿Han visto el recordatorio que está sobre el camino que lleva a Santos Unzué? Una ermita pequeña, blanca, que tendrá medio metro de alto o poco más. Adentro había una imagen de la Virgen; se la robaron hace tiempo, pero en el hueco todavía hay restos de velas y quizá queden algunas viejas flores de tela y una botella de yeso, ennegrecida por el humo. ¿Se fijaron en lo que está escrito en esa capillita? Acérquense, corran los yuyos. Leerán “Julián, Esteban y Rosa”. Son los nombres de tres chicos que murieron hace veinte años, cuando volvían de la escuela, caminando sobre el terraplén del Midland; el tren los agarró de atrás. A la semana algún chacarero ya había construido la ermita como testimonio. Durante un tiempo, pasando por el lugar del accidente aún se podía encontrar tirado un lápiz, un sacapuntas… Pregunto: ¿cómo fue que no sintieron el tren? Y no me digan que “eran criaturas”; eso pasó al mediodía, y el maquinista seguramente hizo sonar el silbato. Por más distraídos que fueran, tendrían que haberse dado cuenta que venía algo. Lo que pienso —aunque más de uno me critique— es que jugaron a sentir riesgo, que se pusieron de acuerdo para ver si morían o no. Por eso reitero que los niños hacen alianzas insólitas, que la mayoría de las veces no entendemos.

De tanto recorrer los mismos pueblos uno termina sabiendo el nombre de las familias y se hace amigo de bolicheros, de peones, de puesteros; incluso de los más perdidos entre las vueltas y vueltas de una calle vecinal. Y se aprende a escucharlos. Cuando un borracho me asegura que en Indacochea se ven luces raras en el cielo, no le doy fe; pero si me cuentan que en Norumbega nació un ternero con dos cabezas, según quien lo diga ya es para creerlo. Aclaro esto para que no piensen que me dejo llevar por cualquier historia. Si aseguro que los tres nenes de Santos Unzué tenían un arreglo entre sí, no es por invento de nadie. Iban juntos, y entiendo que decidieron quedarse en ese lugar en ese momento.

Son compromisos misteriosos. Los he visto cuando juegan, mientras repiten situaciones y reglas que vienen de muchas generaciones atrás. Vendan los ojos de uno y lo ponen en el centro de una ronda; los demás giran alrededor como locos o ebrios, tomados de las manos, cantando letrillas que quizá no entienden cabalmente. De pronto, obedeciendo a un impulso desconocido, se detienen y callan todos a la vez. ¿Un impulso? Mejor decir: ¡un acuerdo! Eso no es inocente, y me inquieta pensar que yo mismo lo hice cuando era niño. Fíjense en los nombres que ponen a sus juegos; parecen los naipes de un adivino: el gallo ciego, la gata parida, la torre en guardia, el ahorcado…

Como todos, creí que la desgracia de Santos Unzué había sido una fatalidad; pero diez años más tarde, en 1946, ocurrió algo parecido. Fue en Morea. Tres escolares: dos varones y una nena, en esa calle que tiene un cantero central frente a la estación; esta vez se le cruzaron a un camionero. El pobre hombre (digo “pobre” porque lo comprendo perfectamente) juró que la chiquilina se pasó al otro carril de golpe y que los otros dos saltaron de inmediato tras ella. No hubo margen para nada. Los vecinos no atendieron a la versión del conductor y los pocos policías del destacamento de Morea tuvieron que protegerlo, porque los familiares de los chicos muertos lo querían linchar. Se lo llevaron a Nueve de Julio y no se supo más. El camión quedó arrumbado durante cinco años, más o menos, en un terreno municipal; si pasaba alguien que no era de la zona, no faltaba el comedido que se lo señalara como una curiosidad, porque Morea es de esos lugares que poco tienen para mostrar al forastero. También era una referencia: el almacén de López queda a la vuelta de donde está el camión que mató a los tres chicos.

A esos también les dedicaron un testimonio, un pequeño monolito de cemento pintado con cal. Años después lo quitaron porque estaba justo sobre la línea de un alambrado que debieron renovar.

Hasta aquí podría considerarse una casualidad. Pero pasó otra década, y de nuevo murieron tres chicos de delantal y llevando carteritas de colegio, aunque fue en plena noche; caminaban por el medio de una calle de tierra que parecía una boca de lobo, a cinco kilómetros de Ortiz de Rozas. Hay una escuela más adelante, a mano izquierda; lo que a todos sigue intrigando es la hora, porque ni los perros andarían sueltos por ahí, en aquella oscuridad. El automóvil que los atropelló venía de atrás. La bocina sonó dos veces. El vehículo respondió bien a una maniobra desesperada, pero ya los tenía encima. La más chica llegó a darse vuelta y por un segundo quedó encandilada con los faros; los dos varoncitos ni siquiera voltearon.

Señores: piensen lo que quieran, pero tres veces en veinte años no puede ser una coincidencia. Yo digo que es una confabulación. Ni se imaginan cómo era la mirada que me clavó la nena.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti