martes, 23 de mayo de 2006

Agnès Sorel, la amante del Rey

(Por Guada Aballe.)

Hija de Jean Sorel y Catherine Maignelais, Agnès nació en Fromentau en el año 1422.

Mujer bellísima, educada, sensible e inteligente, se dice que el rey Carlos VII de Francia se enamoró de ella apenas la vio por primera vez. Se convirtió en su favorita.

El rey no podía apartarse de ella, descuidando sus funciones de gobierno. Agnès no cesaba de recibir sus regalos: collares, joyas espléndidas, tapices, objetos de arte, ropas, telas; hasta un palacio, llamado Beauté-sur-Marne, gracias al cual Agnès comenzó a ser llamada Dama de la Beauté (= Belleza). Fue la primera mujer que lució diamantes tallados en Francia. Usaba maquillaje, se depilaba las cejas, llevaba vestidos con colas larguísimas y creó una moda dejando ver su seno izquierdo en público. Y fue la primera vez que en Francia un rey presentó públicamente a una mujer como su “amante oficial”.

Hasta que un día Agnès comenzó a interesarse por el pueblo. Y le dio una orientación distinta a su vida. Ordenó que le dieran dinero a los pobres, reconstruyó iglesias, creó fundaciones, entregó dotes a las doncellas pobres para que pudieran casarse. Influyó en el rey para que los impuestos se reformaran de una manera justa, para que se reorganizaran el ejército, la administración y la justicia.

Ya había tenido tres hijas y estaba esperando un cuarto hijo cuando se dirigió al campamento de Jumièges, para ver al rey y avisarle que existía un complot contra su vida. Para ello, Agnès tuvo que atravesar muchos kilómetros en pleno invierno. Fue demasiado para ella: al día siguiente dio a luz una niña prematura, que no logró sobrevivir.

Agnès murió a los pocos días, el 9 de febrero de 1450, sin poderse aclarar si fue envenenada o si falleció a consecuencias del parto. El pueblo, que no toleró la muerte de su protectora, decía que había sido envenenada.

En 2005 una investigación hecha sobre sus restos reveló que tenían una elevada cantidad de mercurio. Por lo que si bien no se puede afirmar que murió envenenada, no puede descartarse la posibilidad.

© 2006, Guada Aballe
(Este artículo se reproduce por gentileza del blog Reinodeguada)

jueves, 18 de mayo de 2006

El "Referéndum de Bruselas" de 1958.

En 1958 fueron convocados por la Cinemateca de Bélgica ciento cincuenta historiadores, críticos y personalidades destacadas de la cinematografía mundial, con el objeto de elegir las mejores películas de todos los tiempos. En esta compulsa, denominada “el Referéndum de Bruselas”, fueron mencionados 609 títulos; la lista de los primeros doce fueron los siguientes:

1. El acorazado Potemkin (título original: Броненосец Потёмкин; dirección: Sergei Mikhailovich Eisenstein, U.R.S.S., 1925). ByN, muda (musicalizada por Dimitri Shostakovich). Co-dirigida junto a Grigori Aleksandrov. Escrita por Sergei Mikhailovich Eisenstein y Nina Agadzhanova. Con Aleksandr Antonov, Vladimir Barsky, Grigori Aleksandrov, Ivan Bobrov y Mikhail Gomorov.

2. La quimera del oro (título original: The Gold Rush; dirección: Charles Chaplin, EE.UU., 1925). ByN, muda (musicalizada por Charles Chaplin). Escrita por Charles Chaplin. Con Charles Chaplin, Mack Swain, Georgia Hale, Tom Murray y Henry Bergman.

3. Ladrones de bicicletas (título original: Ladri di biciclette; dirección: Vittorio de Sica, Italia, 1948). ByN, sonora. Escrita por Cesare Zavattini sobre la novela Ladri di biciclette, de Luigi Bartolini. Música de Alessandro Cicognini. Con Lamberto Maggiorani, Enzo Staiola, Lianella Carell, Gino Saltalamerenda y Vittorio Antonucci.

4. La Pasión de Juan de Arco (título original: La Passion de Jeanne d’Arc; dirección: Carl Theodor Dreyer, Francia, 1928). ByN, muda (musicalizada por Ole Schmidt). Escrita por Carl Theodor Dreyer y Joseph Delteil. Con Maria Falconetti, Eugene Silvain, André Berley, Maurice Schutz y Antonin Artaud.

5. La gran ilusión (título original: La grande illusion; dirección: Jean Renoir, Francia, 1937). ByN, sonora. Escrita por Jean Renoir y Charles Spaak. Música de Joseph Kosma. Con Jean Gabin, Dita Parlo, Pierre Fresnay, Erich von Stroheim y Julien Carette.

6. Codicia (título original: Greed; dirección: Erich von Stroheim, EE.UU., 1924). ByN, muda (musicalizada por Carl Davis). Escrita por Erich von Stroheim y June Mathis sobre la novela McTeague, de Frank Norris. Con ZaSu Pitts, Gibson Gowland, Jean Hersholt, Dale Fuller y Tempe Pigott.

7. Intolerancia (título original: Intolerance: Love’s Struggle Throughout the Ages; dirección: David Wark Griffith; EE.UU., 1916). ByN, muda (musicalizada por Carl Davis). Escrita por David Wark Griffith. Con Mae Marsh, Robert Harron, Fred Turner, Sam De Grasse y Vera Lewis.

8. La madre (título original: Мать; dirección: Vsevolod Pudovkin, U.R.S.S., 1926). ByN, muda (musicalizada por S. Blok). Escrita por Nathan Zarkhi sobre la novela La madre, de Maxim Gorky. Con Vera Baranovskaya, Nikolai Batalov, Ivan Koval-Samborsky, Anna Zemtsova y Aleksandr Chistyakov.

9. El ciudadano (título original: Citizen Kane; dirección: Orson Welles, EE.UU., 1941). ByN, sonora. Escrita por Orson Welles y Herman J. Mankiewicz. Música de Bernard Herrmann. Con Orson Welles, Joseph Cotten, Dorothy Comingore, Agnes Moorehead y Ruth Warrick.

10. La tierra (título original: Земля; dirección: Aleksandr Dovjenko, U.R.S.S., 1930). ByN, muda (musicalizada por V. Ovchinnikov). Escrita por Aleksandr Dovjenko. Con Stepan Shkurat, Semyon Svashenko, Yuliya Solntseva, Yelena Maksimova y Nikolai Nademsky.

11. La última carcajada (título original: Der Letzte Mann; dirección: Friedrich Wilhelm Murnau, Alemania, 1924). ByN, muda (musicalizada por Giuseppe Becce y Werner Schmidt-Boelcke). Escrita por Carl Mayer. Con Emil Jannings, Maly Delschaft, Max Hiller, Emilie Kurz y Hans Unterkircher.

12. El gabinete del Doctor Caligari (título original: Das Kabinett des Doktor Caligari; dirección: Robert Wiene, Alemania, 1920). ByN, muda (musicalizada por Giuseppe Becce). Escrita por Carl Mayer y Hans Janowitz. Con Werner Krauss, Conrad Veidt, Friedrich Feher, Lil Dagover y Hans Heinrich von Twardowski.

© 2006, Héctor Ángel Benedetti

lunes, 15 de mayo de 2006

Las magnitudes de un problema

(Sobre el Diccionario de pesas y medidas mexicanas antiguas y modernas, y de su conversión para uso de los comerciantes y de las familias, del Lic. Cecilio A. Robelo. Cuernavaca, 1908; Imprenta Cuauhnahuac)

Datos aislados son los que se tienen de la vida del Lic. Robelo, autor de este curioso folleto. Teresa Rojas Rabiela, responsable de presentar una edición facsimilar en 1995, confiesa desconocer el lugar de su nacimiento, aunque acota su vida entre 1839 y 1916 y le apunta un paso por el Real y Pontificio Seminario de la Ciudad de México, en donde se graduó como abogado. Se sabe que tomó las armas en el levantamiento de Francisco Leyva y que fue diputado en Morelos, para después ser juez y magistrado del Tribunal Superior de Justicia. Dominó la lengua náhuatl, dirigió un museo y fundó imprentas; es decir, cumplió con todos los requisitos para ser un olvidado escritor latinoamericano.

El Lic. Robelo se preocupó por la mitología mexicana, por la toponimia de etimología aborigen y por reunir un vocabulario azteca y otro de “seudoaztequismos”; escribió un libro para niños, dos compendios de ortografía y cuatro obras teatrales; publicó una Vida de Cristóbal Colón y una descripción del monumento de Xochicalco; y entre sus repartidas inquietudes (la mayoría, en forma de opúsculos editados en sus propios talleres), estuvo la de establecer un par de manuales que sirvieran para el mejor manejo de las unidades de medición. Uno de ellos es este Diccionario de pesas y medidas.

La exposición (cuya apariencia es insoportable) provoca una estupefacción inmediata. Ocurre que, con sus múltiplos y submúltiplos, las unidades eran complicadas aún dentro de los cánones de la época. Por ejemplo: el agua repartida en las mercedes se medía en pajas, cuando una paja equivalía a 0,20736 de buey, o sea 0,432 de surco, o sea 0,14 de naranja, o sea 0,18 de real. Conociéndose que un real era 0,000610 metros cuadrados, se obtenía que una paja era igual, entonces, a 33 centímetros cuadrados (con otro engorro adicional: el traslado a centímetros cuadrados y no a centímetros cúbicos, mucho más prácticos para medir volúmenes).

Debe tenerse en cuenta que estas magnitudes solían variar de país en país. Una legua era una distancia de 5.000 varas en México, donde la vara medía 0,838 metros; pero en Buenos Aires una legua era de 6.000 varas y cada vara medía 0,866. Con lo que entre una y otra legua había 1.006 metros de diferencia.

Más todavía: dentro de un mismo país, las unidades podían diferir entre una región y otra. Una arroba en Aragón no pesaba lo mismo que una arroba en Castilla, por lo que una remesa de cierto producto despachada en arrobas pesaba menos o más al llegar a destino, sin haberse perdido o adicionado absolutamente nada durante el transporte.

Las definiciones carecían de precisión o —peor todavía— se daban por comparación con otros parámetros igualmente viciados. En la obra del Lic. Robelo se lee que “...el decímetro es casi igual á la anchura de la mano del hombre ó de cinco dedos [...] luego el metro se compondrá de diez veces la anchura de la mano”. El autor escribe en 1908, pero ignora que ya en 1889 el metro patrón universal había sido normalizado entre dos trazos marcados sobre una barra de platino iridiado, depositada en una oficina de París.

Puestas así las cosas, era de esperar que surgieran inconvenientes derivados de la mala interpretación, del desconocimiento o del erróneo paso de una unidad a otra. Dos lecturas hechas con el mismo instrumento ofrecían, claro está, idéntico resultado; pero si se habían tomado antes y después de cruzar una frontera, ambas mediciones eran perfectamente inútiles, ya que no significaban lo mismo. Aquel que sabía aprovechar esta disparidad de criterios, bien podía vivir timando sin salirse jamás de la ley.

Pero a fuerza de uso cualquier unidad terminaba entendiéndose y aplicándose con regularidad. Solían distinguirse entre cuartillos para áridos y cuartillos para líquidos, dejando un lugar para los cuartillos exclusivamente de aceite; y estas discrepancias se daban incluso en el sistema métrico decimal, donde había litros para semillas y litros para agua.

La imposición del nuevo sistema aclaró un poco esta situación, aunque hasta bien entrado el siglo XX todavía circulaban manuales de conversión, tablas de equivalencias y prontuarios de pesas y medidas, en donde cualquiera podía enterarse que un tomín era la octava parte de un castellano y la tercera parte de un adarme, siempre que el adarme fuera de plata y no de oro, y siempre que no se estuviera en Perú, donde tomín quería decir otra cosa.

Hacia el final del folleto, el autor anuncia la sustitución de las viejas unidades por las del sistema decimal; explica una conversión de precios del sistema antiguo al moderno y, con afán didáctico, propone y resuelve problemas. Uno de ellos tiene una pregunta desconcertante: “Un regatón de semillas ha estado vendiendo el cuartillo de frijol á 15 centavos, ¿á cómo dará el litro desde el 16 de Septiembre?”.

El Lic. Robelo murió cuarenta años antes de la nueva definición para el metro, que en cualquier enciclopedia ocupa mucho más espacio que su biografía. Hasta 1983 un metro fue igual a 1.650.763,73 veces la longitud de onda en el vacío de la radiación anaranjada del átomo de criptón de masa atómica 86, obtenida en el salto del nivel energético 2 P 10 al 5 D 5, excitada a la temperatura del punto triple del nitrógeno. Hoy es el trayecto que recorre la luz en el vacío durante 1/299.792.458 segundos. Ambas explicaciones son tan seguras como indescifrables.

Atrás quedaron las dos marquitas sobre un lingote francés, y más atrás aún aquellas “diez veces la anchura de la mano” que pretendía el diputado de Morelos.

© 2006, Héctor Ángel Benedetti