sábado, 26 de noviembre de 2011
Nipper
viernes, 18 de noviembre de 2011
Una forma del olvido
domingo, 6 de noviembre de 2011
Discépolo visita el norte de África
— Enrique S. Discépolo, 1936.
Es fácil conjeturar cuál era la representación del Magreb entre los porteños de 1930. Ni el Tratado de Fez ni las borrosas noticias la Guerra del Rif habían sido suficientes para cambiar en Buenos Aires la imagen establecida por las pinturas de Mariano Fortuny, que ya tenían seis décadas; para el ciudadano corriente, el noroeste africano aún era una odalisca desnuda entre almohadones, un musulmán de turbante recostado contra una pared descascarada, un paisaje con tiendas árabes y caballos. Amplias regiones tal vez continuaban siendo así; en todo caso, no justificaban ni la generalización, ni la ignorancia. Si le mencionaban Melilla, el hombre de Corrientes y Esmeralda fantaseaba con algún pueblito de la península ibérica; hablarle de Marruecos era confundirlo con Argelia o con Túnez. Es cierto que en los últimos tiempos la cinematografía también había instalado allí al cabaret con decorados andaluces y a los legionarios franceses como Gary Cooper; pero continuaba rechazándose que el sultán Mohámmed ben Yúsef era un señor de saco y corbata.
Vinimos a la Argentina en 1924 con la Troupe Ibérica. Yo tenía diecisiete años y, entre otros, venía Pablo Palitos. Antes habíamos ido a Francia, al Marruecos español y al Marruecos francés. En el grupo había bailarines, acróbatas, cantantes; en fin, todas las atracciones. En esas giras yo viajaba con mi mamá, pero a la Argentina ya me vine casada con uno de los bailarines de la troupe.
Un divorcio nos despeja de este primer marido; vayamos al segundo, a Discépolo. Jamás había salido de Sudamérica. De una acotada Sudamérica, porque en realidad fuera de la Argentina solo conocía hasta entonces algo del Uruguay y un poco de Chile. Desde luego, todo en este recorrido por Europa lo deslumbra; todo, excepto París. Después definirá cada sitio con frases extrañamente bellas: Lisboa “parece una postal sobre un hecho de sangre”; una sala de Coimbra le da la impresión de contar con “grandes mariposas negras batiendo las alas” (se refiere a los espectadores agitando sus capas en señal de aprobación); Toledo es “un sueño retrospectivo”; las casas de Madrid “sirven de pretexto para echarse a la calle”; en Barcelona “hablando castellano, a veces, se hace uno entender”; Sevilla es “la fiesta del perfume”; la cartuja de Valldemosa (en donde examina la celda de Chopin), “despiadadamente triste”.
Las casas parecen telones remendados. A la gente no la pude ver porque iba envuelta en ropa. Marruecos parece una enorme tienda de ropa vieja en la que de pronto los trajes se han echado a andar por su cuenta.
La imagen es simpática, aunque enoja un poco pensar que, pudiendo hablar de tantas cosas, Discépolo se preocupe por comparaciones textiles. Pero ocurre que las impresiones de su viaje son todas así: breves, con vocación por la metáfora, y por ello escasamente periodísticas.
En Tetuán salí a comprarme unas babuchas. Me fui al barrio morisco de los mercaderes. Al entrar en un tugurio subterráneo, un viejo babuchero me ofreció su mercadería. Mientras yo elegía entre las babuchas bordadas, un gramófono destartalado de aquellos con bocina que se usaban hace veinte años, empezó a moler las notas de Yira… yira… Y mientras el gramófono tocaba, el babuchero, que era un viejo judío sefardita, se puso a tararear en su media lengua hebrea-hispano-morisca: “Cuando la suerte que es grela / fayando y fayando / te largue parao…”
De ser estrictamente reales las palabras de Discépolo (y no digo que no lo sean: la anécdota es probable, es admisible, y hasta creo en ella; lo que digo es que peca de excesiva felicidad), nosotros, como espectadores, asistimos a una de las circunstancias más dramáticas de su vida.
Al oír estas palabras que yo había escrito hacía mucho tiempo y a varios miles de kilómetros de distancia… al oírlas allí en Tetuán y en boca de aquel anciano babuchero, sentí que una emoción extraña me hacía un nudo en la garganta. Y al salir de allí dí por bien empleados los desvelos que me habían costado mis tangos. Todos eran poco para pagar aquel momento que me había conmovido hasta las lágrimas…
Podemos reconstruir todo: el zoco tetuaní, el tabuco perdido entre los demás locales, la caótica exposición de chinelas, el anciano babuchero del Sefarad (estriado y barbado), su conversación en dialecto haquetía, la victrola desvencijada, el disco de pasta.
lunes, 24 de octubre de 2011
Una selección personal de los "Catasterismos" de Eratóstenes (siglo III a. C.)
I, 2: La Osa Menor. Arato dice que era de Creta y que fue la nodriza de Zeus, y que por ello fue honrada con una gracia en el cielo. Tiene una estrella brillante sobre cada ángulo del cuadrilátero y tres brillantes sobre la cola; en total siete. Hay otra estrella inferior, debajo de la del extremo de las explicadas (la llamada Polar), en torno a la cual parece que todo el orbe gira.
I, 7: Escorpión. Ártemis hizo que éste surgiera de una colina de la isla de Quíos para que picara a Orión, y por tanto, muriera, porque una vez la intentó violar en una cacería. Zeus lo colocó entre las constelaciones brillantes para que vieran los venideros su fuerza y poder.
I, 16: Casiopea. Sófocles, el poeta trágico, cuenta en su “Andrómeda” que Casiopea, tras rivalizar con las Nereidas en belleza, cayó en desgracia y que Posidón mandó un monstruo marino para que devastase su país. Por su causa su hija yace expuesta ante el monstruo, y así, al lado, está representada, familiarmente, sentada sobre un cojín.
I, 23: Pléyades. Gozan de la mayor gloria ente los hombres porque dan señales en una época del año. Tienen una muy buena posición porque están dispuestas, según Hiparco, en forma triangular.
I, 24: Lira. Como no tenían a quién dar la lira [de Orfeo muerto] pidieron a Zeus que la catasterizase, de manera que estuviera colocada entre las constelaciones en recuerdo de Orfeo. Así lo concedió, y fue colocada. Tiene una señal distintiva en relación con la desgracia de Orfeo: se oculta en cada estación.
I, 28: Sagitario. La mayoría dice que se trata de un centauro, aunque otros lo niegan porque no se le ven cuatro patas, sino que se mantiene de pie disparando un arco; y ningún centauro ha hecho uso de arco. El arquero es, antes bien, un varón con patas de caballo y cola como los sátiros.
I, 35: Argo. Atenea puso esta constelación Argo en las estrellas por ser ésta la primera nave que se construyó. Estaba dotada de voz.
II, 44: Vía Láctea. Hermes tomó a Heracles cuando nació y lo puso al pecho de Hera. Heracles mamaba de su pecho. Y Hera, una vez que se dio cuenta, lo arrojó de sí de una sacudida, y de esta manera, por la leche derramada en abundancia, se creó la Vía Láctea.
© 2011, Héctor Ángel Benedetti
martes, 11 de octubre de 2011
Ronda rugiente
jueves, 29 de septiembre de 2011
Productos comerciales mencionados al pasar en tangos del repertorio de Gardel
1.- Llevando el bacalao de la Emulsión de Scott. Pocos saben que el muñequito hecho con neumáticos Michelin tiene nombre propio: se llama Bibendum (por la locución latina Nunc est bibendum, del poeta Horacio). El castizo Anís del Mono y la inquietante cabeza de Geniol también formaban parte de ese mundo publicitario de antaño, habitado por personajes característicos, inmortales. Enrique Santos Discépolo, en su tango Victoria (del año 1929) mencionó otro personaje análogo: “el bacalao de la Emulsión de Scott”, que remitía a la viñeta llamada “El Hombre del Abadejo” que servía de propaganda para el producto farmacéutico. Cual Sísifo condenado, el hombre llevando aquel gran pez a sus espaldas era para Discépolo la metáfora de una carga difícil de soportar. Una especie de Atlante moderno. Los manuales de comercio de los años ‘20 y ‘30 daban al “Hombre del Abadejo” como un ejemplo práctico de cómo cierta imagen podía convertirse en la identificación perfecta para determinados productos.
2.- No te acordás que traía aquella Crema Lechuga. “Que hasta la última verruga de la cara te piantó…” Estos versos, que podrían servir para una antología del reclamo de amor vulgar, figuran en el tango Ivette, grabado por Carlos Gardel en 1920. Lechuga era el nombre de una crema de belleza que distribuía la firma Beauchamps, de París; aunque en París, “lechuga” (la verdura, la lechuga de la ensalada) se dice laitue. Era un cosmético muy requerido como suavizante del cutis. Las imitaciones posteriores, hijas bastardas de la original, también se llamaban Lechuga y circularon hasta hace poco. Venían en unos envases redondos de lata, y por lo general eran una porquería: todo el mundo sabe que para sacarse las verrugas, lo mejor siempre es acudir a una curandera.
3.- El lustre distinguido necesario pa’ triunfar. Disimulado en los ambages de la retórica, haciendo uso y abuso de complicados tropos al servicio de la malicia, ciertos tangos escondían marcas registradas. Uno de ellos, Dos en uno, de Rodolfo Sciammarella y Enrique Cadícamo, aparenta hablar de un señor mujeriego, juerguista y, a fin de cuentas, digno de admiración. Pero en ciertos versos se deslizan frases sospechosas: “con todo ese brillo, quién no se va a encandilar”; “el lustre distinguido necesario pa’ triunfar”; “al fajar una lustrada, cómo cambian su pobreza y se ponen a brillar…” En realidad, “2 en 1” era el nombre de un producto cuyas propiedades son las que Cadícamo asignaba al personaje del tango. La dedicatoria de la partitura despejaba cualquier resto de duda: “A los oyentes de Radio Buenos Aires, en la audición de la Pomada del Hogar 2 en 1”. Este tango lo grabó Gardel el 12 de agosto de 1929. Como curiosidad adicional, puede consignarse que en una de sus tomas se escucha la rotura de una cuerda de guitarra.
martes, 13 de septiembre de 2011
Viejas postales de cosas que ya no existen
Estuvieron desde 1875 frente a la plaza Italia. Por ellos se accedía al parque Tres de Febrero, por la avenida Sarmiento. Fueron demolidos en 1917.
II.- La Villa Lago Epecuén
Importante balneario termal a unos kilómetros de Carhué. Las primeras instalaciones fueron durante la década de 1920. Arrasado por una inundación en noviembre de 1985, no se lo reconstruyó.
III.- El Canal del Norte
Faraónico canal artificial navegable, que uniría a Junín con la costa del río Paraná a la altura de Baradero, pasando por Chacabuco, Salto y Arrecifes. Fue en gran parte construido a partir de octubre de 1904; pero las obras se suspendieron en 1909 y se cancelaron definitivamente en 1911.
La roca, que pesaba cerca de 300 toneladas, cayó del cerro La Movediza, donde había estado balanceándose por siglos, el 29 de febrero de 1912.
La extraña obra conocida como “La Gran Rocalla” (cuya historia ya hemos desarrollado en este mismo blog en marzo de 2011) se inauguró en 1887 y fue eliminada del paisaje porteño en 1914.
Casi 400 km de largo tuvo este sistema de fosas y fortines, que iba desde Italó (sur de Córdoba) hasta Nueva Roma (al norte de Bahía Blanca) para defensa contra ataques indígenas. Comenzó a tenderse en 1876. Con el correr de los años, la erosión y algunos rellenos prácticamente la borraron del mapa.
Había visitado a la Argentina el 30 de junio de 1934. Este dirigible alemán voló exitosamente entre 1928 y 1937; en 1940 fue desguazado para aprovechar el aluminio como material de guerra.
Buque diseñado para cruzar los trenes entre Zárate (provincia de Buenos Aires) e Ibicuy (Entre Ríos), el “Lucía Carbó” fue botado en 1907 y prestó servicios hasta la inauguración del puente Zárate-Brazo Largo en 1979. En 1990 fue radiado.
Estuvo detrás de la Casa de Gobierno. Inaugurada en 1857 y derribada en 1894. En su lugar hoy está el Parque Colón.
X.- El Mercado Central de Frutos
Fue la barraca más grande del mundo. Estaba en Avellaneda. Su construcción comenzó en junio de 1887 y funcionó hasta 1963; tras su cierre, todo el conjunto fue demolido. Hoy casi no queda rastro alguno de que alguna vez estuviera allí.
© 2011, Héctor Ángel Benedetti
jueves, 1 de septiembre de 2011
El mendigo Raúl Grigeras
Ángel Bassi —compositor de la Guardia Vieja, autor de El Canillita, Pipiolo, Fray Mocho y otros tangos poco visitados— publicó en una oportunidad El Negro Raúl, “séptimo tango criollo para piano” según la calificación de su partitura. Esta obra se halla comprometida con el olvido, opacada por la presencia mucho más poderosa del otro agente: el homenajeado, el propio Negro Raúl. Un personaje típico, víctima de una Buenos Aires que cada tanto se vuelve cruel.
I.- Reducido en su condición de persona hasta quedar apenas como un charro objeto decorativo, Raúl Grigeras habitaba la esquina de Corrientes y Esmeralda con la misma fortuna que podrían tener allí un maniquí o un afiche.
Había nacido hacia 1886. No se saben ni la fecha exacta ni el lugar, aunque él aseguraba provenir de una buena familia de los barrios del Sur. Mencionaba un padre organista, activo en la iglesia de Nuestra Señora de Montserrat. Esta ascendencia nebulosa alcanzó a su propio apellido, tambaleante entre Grigera, Grijera, Grigeras o Grijeras; puede optarse por la forma Grigeras por el solo hecho de ser la más repetida, aunque en realidad se lo conoció siempre como el Negro Raúl.
Se instaló en aquella esquina en algún momento de los años diez, en calidad de pordiosero, durmiendo en cualquier hueco y con las comidas sin cumplir. Fue casi invisible hasta que una noche lo descubrieron los “niños bien”, los patoteros de alcurnia, ociosos y llenos de fastidio, que lo adoptaron como paje.
II.- Al principio, este padrinazgo consistió nada más que en vestirlo con los trajes que sobraban de los guardarropas jailaifes. El Negro Raúl paseaba su mendicante africanidad bajo un vestuario de lujo; su atuendo incluía polainas, guantes, chistera y bastón. Había algo en su figura, algo en todo aquel despliegue grosero, que lo volvía más chabacano y, por consiguiente, más gracioso ante sus protectores.
Comenzaron por el atavío, pero al tiempo ya estaban trasladándole sus actitudes de dandy. No era raro verlo pasear por la calle Florida del brazo de algún joven patricio; esta yuxtaposición, más algunas bufonadas circunstanciales, se compraban con una levita usada o con un almuerzo decente. El pobre Negro Raúl se había convertido en un profesional de lo grotesco.
Estaban de moda los viajes a París por snobismo; el Negro Raúl fue arrastrado por un grupito que lo llevó a disfrutar de la limosna en la Ciudad-Luz. Hasta qué punto debió rebajarse para complacer a sus mecenas, es cosa que nadie divulgó; él hacía cualquier cosa a cambio de una pechera nueva, de una corbata con monograma ajeno.
Una vez lo pasearon por la Avenida de Mayo con un cartel que decía “Se Alquila”. Al igual que Quasimodo coronado, el Negro Raúl sonreía con su desdentada boca y los bendecía, o quizá los perdonaba.
El colmo fue cuando lo encerraron en un ataúd, lo cargaron en un tren y lo remitieron como “regalo” a unos botarates de Mar del Plata. Cuando emergió medio asfixiado del cajón, estallaron las carcajadas de los patoteros y llovieron las monedas sobre su asustado rostro bantú.
III.- Llegó a ser un personaje de historieta: la revista El Hogar editó una con su nombre a partir de 1916, dibujada por Arturo Lanteri, en donde se le adjudicaban situaciones tan pintorescas como ficticias.
Pero cuando bajaron las cotizaciones de vacas y cereales, con ellas descendió la generosidad de los hijos de estancieros. Descendió, es verdad; y tanto, que se esfumó por completo.
El ocaso del Negro Raúl fue rápido. Primero debió vender alguna chaqueta; luego, su sombrero; más tarde, sus botines. Poco después ya estaba vistiendo de nuevo su conocida indumentaria de menesteroso, aunque guardaba algunos elementos de aquel prestado abolengo de antaño: los giros presumidos de su conversación, un anillo barato y aparatoso.
Contaba su historia a cambio de un vaso de vino, en estaños progresivamente sucios y ante públicos cada vez más toscos. Había sido el entretenimiento de la alta sociedad; ahora era la burla de cualquier patán con diez centavos para pagarle un moscato. Empezó a deambular de callejón en callejón, hablando solo y sufriendo prematuras alucinaciones. Cuando dejaba el Centro para aventurarse por algún barrio, los chicos lo corrían a pedradas. Entonces, preso de una súbita vergüenza, desaparecía por algún tiempo y se lo daba por muerto: los periódicos más de una vez publicaron su necrológica, seguida a los pocos días de una rectificación.
Tras una hipérbole de treinta años, durante los cuales no fue noticia, el Negro Raúl falleció de verdad y para siempre el 9 de agosto de 1955 en la colonia psiquiátrica “Dr. Domingo Cabred”, de Open Door. Nadie reclamó sus restos, que fueron arrojados a una fosa común.
© 2011, Héctor Ángel Benedetti
lunes, 15 de agosto de 2011
Breve antología de textos de magia en papiros griegos (siglos I a. C. al IV d. C.)
Práctica jocosa: “Para que los hombres que beben en un banquete les parezcan a los que están fuera hocicos de asno, toma de noche la mecha de la lámpara y mánchala con sangre de asno; pon la mecha nueva en una lámpara nueva y enciéndela para los que beben” (Papiro XI, B).
Vaso sumamente maravilloso: “La fórmula pronunciada sobre el vaso dila siete veces: Tú eres vino; no eres vino, sino la cabeza de Atenea. Tú eres vino; no eres vino, sino las entrañas de Osiris, las entrañas de Iao, Pacerbet; Semesilam ōōō ē patachna iaaa. En el momento en que entres en las entrañas de fulana, haz que me ame a mí, fulano, todo el tiempo de su vida” (Papiro VII, 34).
Conjuro de la maga Sira: “Conjuro de Sira de Gádara contra todo tipo de quemaduras. El iniciado en los misterios se quemó, se quemó en el monte más alto. Siete fuentes de lobos, siete osos, siete leones. Siete muchachas de ojos oscuros sacan agua con cántaros oscuros y apagan un fuego inextinguible” (Papiro XX).
Medio de saber mediante un dado si alguien vive o si murió: “Así: Haz que el interesado realice el cálculo en el plato. Que lo llene de agua; añade tú a la cifra que haya salido el número 612, que es el nombre de dios, esto es Zeus, y que reste de esta suma el número 353, que es el nombre de Hermes. Pues bien, si se encuentra una cifra par en el dado, vive; en caso contrario, ha muerto” (Papiro LXII, 2).
Petición de sueños: “Escribe con tinta de mirra en un papiro puro: Te invoco a ti, el que ilumina todo el mundo habitado y no habitado, cuyo nombre tiene treinta letras, en el que se encuentran las siete vocales con las cuales a todo dais nombres. Dioses poderosos, vaticinadme, señores, sobre tal asunto con firmeza y por medio del recuerdo. Señores de la fama, vaticinadme sobre tal asunto esta noche” (Papiro VII, 39).
Práctica para dominar la sombra: “Después de hacer una ofrenda consistente en harina de trigos, moras maduras, sésamo y hierbas que no han tocado el fuego, añádele acelgas y serás el dueño de tu propia sombra, de tal manera que se pondrá a tu servicio” (Papiro III, 8).
Encantamiento amoroso: “Nombre de Afrodita que nadie conoce inmediatamente. Neferieris [de hermosos ojos]: éste es el nombre. Si quieres conseguir una mujer hermosa, purifícate durante tres días, ofrece incienso invocando sobre él este nombre, y acercándote a la mujer dirás en tu interior siete veces el nombre mientras la miras, y así vendrá a ti. Haz esto durante siete días” (Papiro IV, 10).
Para no concebir: “Coge una haba con un insecto y cuélgatela. O toma una haba perforada, átala con piel de mulo y cuélgatela” (Papiro LXIII).
© 2011, Héctor Ángel Benedetti
jueves, 4 de agosto de 2011
Z Club
Con tales elementos es fácil pensar en Z Club como un distinguido círculo de caballeros reunidos en asamblea para debatir actividades mutualistas, que con regularidad ofrecía correctas reuniones danzantes, quizá en beneficio de obras de enjundia.
Nada más alejado de la realidad. Z Club no era un establecimiento, un lugar físico: era una comunidad reservada a un número preciso de asociados, exactamente cuarenta, entregados a prácticas libertinas. No era la única en Buenos Aires; pero la falta de discreción de sus miembros y un par de tangos dedicados a la cofradía (Atalaya, de Casalins, y sobre todo Z Club, de Mendizábal) hicieron de ella la más famosa de tales alianzas.
Una vez por mes, Z Club alquilaba lugares por una noche (por ejemplo el Salón San Martín, de Rodríguez Peña 344; o alguno de los domicilios de María La Vasca) y armaba una milonga, para la que contrataba prostitutas de la más baja categoría. Entre los cuarenta adeptos había hombres de variada extracción social, incluyendo jóvenes de acomodadas familias del patriciado porteño. Un individuo especialmente importante en Z Club era cierto inspector municipal, en cuyo legajo pesaban reiteradas denuncias por chantaje a dueñas de prostíbulos.
El baile, por supuesto, era la primera parte de una fiesta escandalosa, donde había de todo.
De todo, menos cautela. La información de lo que se hacía puertas adentro empezó a filtrarse. Hacia 1905 algunos periódicos puritanos ya acusaban a Z Club de lo que en verdad era —una hermandad depravada— y esto significó el comienzo del fin. Cabe preguntarse cómo hicieron los periodistas defensores de la moral y las buenas costumbres para obtener ciertos datos con lujo de detalles; pero este es otro asunto.
jueves, 21 de julio de 2011
Corrección de un paisaje
Las pocas y deprimentes habitaciones rodeaban un patio; al asomarse con las primeras luces del sábado, Mora comprobó que este patio era como el de una casa cualquiera. El cuarto de enfrente tenía su puerta abierta: no era otro dormitorio, sino un desván. Mora decidió inspeccionarlo. Desde afuera no se veía nada interesante (un colchón arrollado, una jaula herrumbrada, latas de pintura y pinceles secos e irrecuperables, el cuadro que alguna vez se compró en una mueblería, etcétera); pero un atado de revistas amarillentas atrajo un poco más su curiosidad y entró. Eran viejos ejemplares de Leoplán. ¿Y si se los pidiera al hotelero? Seguramente habría de regalárselos, aunque debía ser cauta y disimular que anduvo metiendo las narices donde no le correspondía.
Mora se dio vuelta y salió del cuarto de los cachivaches. Pero al segundo paso cayó en la cuenta de que no estaba otra vez en el patio del hotel de la imprenta. Frente suyo tenía las rocas y la gris arena de una costa escarpada; más allá de la costa estaba el mar.
© 2011, Héctor Ángel Benedetti
jueves, 7 de julio de 2011
Pequeña antología de frases de oráculos caldeos (siglo II)
- Cuando veas el fuego sacratísimo brillar sin forma, a saltos, en los abismos de todo el mundo, escucha la voz del fuego.
- Hombre, ¡eres un artificio de naturaleza audaz!
- No aumentes el destino.
- El Padre de los dioses y de los hombres ha colocado el intelecto en el alma, pero a nosotros en un cuerpo perezoso.
- El Padre no inspira temor, sino que infunde persuasión.
- A algunos ha concedido comprender, por el estudio, el símbolo de la luz; a otros, incluso mientras duermen, los ha hecho fructificar con su poder.
- Nunca cambies los nombres extranjeros.
- Los bienaventurados están prestos [para atender] al mortal que se demora.
- Las cosas divinas no son accesibles a los mortales que piensan según el cuerpo, sino a cuantos desnudos se apresuran hacia las alturas.
- Las fieras terrestres fijarán morada en tu vaso.
- No pongas en tu mente las inmensas medidas de la tierra, porque no [existe] planta verdadera en la tierra. Tampoco midas la dimensión del sol juntando reglas: él se mueve por voluntad eterna, no por tu causa. Desatiende el silbido de la luna: ella corre siempre por obra de necesidad. La procesión astral no ha sido engendrada en tu favor.
- Para quien comprende es alimento lo inteligible.
- No evoques la imagen directamente visible de la naturaleza.
- Del seno de la tierra se lanzan perros terrestres que jamás muestran un signo verdadero a un mortal.
- La naturaleza invita a creer que los demonios son puros, y que los vástagos de la materia mala son útiles y nobles.
- Que te alimente una esperanza cargada de fuego.
© 2011, Héctor Ángel Benedetti
miércoles, 22 de junio de 2011
El Nobel de Literatura en las calles porteñas
La primera: José Carducci, como homenaje al laureado de 1906. Se trata de la acual y casi escondida Victoriano E. Montes, en el barrio de Saavedra. Giosuè Carducci (1835-1907), autor de las Odas bárbaras, fue elegido por unanimidad; un caso atípico en la historia de los premios Nobel, aunque luego habría de cuestionarse que, por elegirlo, aquel año se pasó por alto a Mark Twain, a Rainer Maria Rilke y a Henry James (quienes nunca habrían de recibir Nobel alguno). Fuera de Italia, Carducci solo fue popular en la Argentina; evaporada esta fama, en 1944 un decreto lo borró.
También desapareció Benavente, el Nobel de 1922. Ya que no en la literatura, al menos en la topografía porteña Benavente era vecino de Carducci: era su calle paralela. Jacinto Benavente y Martínez (1866-1954) obtuvo el galardón luego de que la Academia ignorara a James Joyce (“¿Joyce? ¿Quién es Joyce?”, respondió un secretario en 1946, cuando alguien consultó acerca de esta omisión). Y como pasó con Carducci, también en 1944 a Benavente también se le cambió el nombre, aunque por un decreto distinto. Hoy Benavente se llama Juan Sebastián Bach.
Mejor suerte tuvo Gabriela Mistral, premiada en 1945. Su calle, que atraviesa Villa Devoto y Villa Pueyrredón, era antes Tequendama, que evocaba la gran cascada de Colombia. Por una ordenanza de 1961 se sustituyó este nombre por el de Mistral, pseudónimo de la poeta chilena Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga (1889-1957). Su premio esconde detrás una historia “política”. Los candidatos firmes para aquel año eran Jules Romains, Benedetto Croce y Hermann Hesse; pero un miembro del jurado, entusiasmado por los versos de Mistral, los trasladó al sueco para presionar a favor suyo. Resultó elegida: no podían desairar al académico traductor…
Y con ella, tan temprano, se cierra la lista de los Nobel de Literatura en las calles de nuestra ciudad. Nunca hubo una avenida Kipling, ni un pasaje Tagore, ni un boulevard France. Tampoco existió una calle Pirandello, una cortada Hemingway o una diagonal Neruda. Jamás alguien pudo leer en Buenos Aires chapas enlozadas de color azul con los apellidos Bergson, Mann, Gide, Beckett o Shaw.
Al momento de escribir estas líneas, más de cien autores fueron premiados con el Nobel desde aquel lejano primer otorgamiento de 1901 (a Sully-Prudhomme). Algunos, francamente discutibles; otros, en cambio, bien merecidos. Estos últimos, ¿dónde están? Argentinos, ya sabemos que no hubo; pero no importa: tampoco se demostró una gran solidaridad con la América hispana, ni con el idioma en general.
Es cierto que también faltan varios otros nombres destacados de nuestra historia, nuestras artes y nuestras ciencias. La ausencia de los Nobel ha sido, en todo caso, un descuido literario.
© 2011, Héctor Ángel Benedetti
jueves, 9 de junio de 2011
El cinematografista Mario Gallo
1. En el principio. Gallo nació el 31 de julio de 1878 en Barletta, un pueblo de Puglia; y arribó a la Argentina en 1905, cuando Buenos Aires comenzaba a vivir su belle époque cuya mejor postal era la Avenida de Mayo. Diez años de vida tenía el cine en su Europa natal; él nunca se había motivado por el nuevo arte, y quizá lo desdeñaba: su mundo era el teatro, y de hecho llegaba al Plata como director del coro de una compañía de operetas. Algo lo llevó a quedarse, tomando un empleo como pianista de café. Una noche conoció a un paisano suyo, Atilio Lipizzi, que había sido electricista en los montajes espectaculares que hacía un mágico artista cuyo nombre alcanzaría luego resonancias de leyenda: Leopoldo Frégoli. Una de las tareas de Lipizzi había sido operar un aparato llamado “fregolígrafo”, que pieza por pieza era exactamente un proyector cinematográfico como el de los Lumière (Frégoli lo usaba como complemento de sus presentaciones, por lo que entendió que tenía derecho a darle su nombre). La experiencia de Lipizzi era más que suficiente en América del Sur para pasar por “conocedor” del tema, y convenció a Gallo de que era posible trasladar el teatro al cine.
2. Una producción tenaz. El fusilamiento de Dorrego fue el comienzo de una serie de cuadros históricos, continuada por las no menos escolares Güemes y sus gauchos, La Revolución de Mayo, La Batalla de Maipú, El Combate de San Lorenzo, La creación del Himno, etcétera. No había lugar para el revisionismo o la crítica; se iba a lo seguro, a lo oficial, y lo más comprometido apenas fue una olvidada adaptación de la tragedia de Camila O’Gorman.
3. Su capacidad de expresión. La aureola de “pionero del cine nacional” ha servido para que las crónicas eviten un juicio imparcial sobre su obra, cuando lo cierto es que las películas de Gallo fueron imperdonables. Para finales de los años diez el cine ya estaba bastante avanzado; sería falaz disimular lo primitivo de la obra de Gallo solo porque en la Argentina no había otra cosa que pudiera superarla. En el mundo ya estaban The Birth of a Nation de Griffith, Das Kabinett des Doktor Caligari de Wiene, un par de obras maestras de Sjöström, miles de producciones con el ritmo ágil del montaje norteamericano, los primeros planos de Stiller, los juegos de luces y sombras expresionistas… Gallo desatendía todo esto, y en su equívoco concepto de lo “culto” prefería una cámara fija que filmase ópera, con un telón pintado de fondo.
viernes, 27 de mayo de 2011
El norte, el sur
Desconozco las más elementales reglas de la coreografía, por lo que soy del todo indigno para opinar sobre esta cuestión de estilos; sin duda es por esta ignorancia que veo más o menos lo mismo en cualquier punto cardinal. Aún así me permito sospechar que no existe una clara definición de qué es el “norte” y qué es el “sur”; y nadie (que yo sepa) se ha preocupado por analizar el origen de semejante rencor.
Tengo delante de mí el mapa de la ciudad de Buenos Aires levantado en 1892 por Pablo Ludwig. Conviene esta antigualla porque es de la época en que florecían muchos lugares de baile. Pues bien; la orientación del plano sugiere que el cartógrafo ya tomaba como eje “natural” de la traza urbana a la Avenida de Mayo y su prolongación en Rivadavia. Así, en dirección al Plata todo es norte, mientras que hacia el Riachuelo todo es sur. El Retiro, Palermo, Villa Alvear, el partido de Belgrano: todo eso es norte. Sur sería San Telmo, la Boca, ambas Barracas, buena parte de San José de Flores, y una lejana Villa del Riachuelo que por su posición pareciera ser una “terra incognita”.
Reitero que esto corresponde a la última década del siglo XIX, cuando los bailongos estaban en plena consolidación. Y quizá fue entonces cuando se originó la diferencia entre norte y sur; sin que surgieran este, oeste, sudeste, nordeste, etcétera, por la sencilla razón de que en el complejo entramado porteño los otros ejes no aparecían tan claros.
Sin embargo, cabe preguntarse si en aquellos años para el baile existiría otra oposición además de la topográfica. Lamento no estar en condiciones de ofrecer una respuesta. En la actualidad puede apoyarse o denostarse a un bailarín diciendo de él que “baila como en el norte”, pero por norte hoy se entiende Villa Urquiza: en 1890 el norte ya eran las Catalinas, cuyos bailes no debían tener virtudes muy diferentes de los que estaban sobre la calle Alsina (estricto sur, si atendemos a esa línea divisoria que significaba la Avenida de Mayo).
Probablemente al principio era nada más que un tema de límites arbitrarios el hecho de que un baile fuera del norte o del sur. Tal vez la discordia llegó luego, en tiempos de una ciudad más expandida, cuando las idiosincrasias de cada barrio quedaron separadas por distancias más generosas.
viernes, 13 de mayo de 2011
Mi experiencia castrense
Si algo yo tenía en claro entonces, era que no quería ir a vestir un uniforme de fajina y andar haciendo saltos de rana, paso ligero y todo eso a lo que, por puro eufemismo, llamaban “instrucción”. Francamente no me veía montando guardias, ni limpiando el cuartel, ni saludando con la venia a un mero subteniente.
A medida que se aproximaba la fecha del sorteo para la conscripción, empecé a prestar atención a los comentarios de la gente mayor. Escuchaba tonterías tales como que allí aprendería “a ser hombre” (¿cómo, y qué había sido yo hasta entonces?), y que por fin iría a servir a la Patria (¿barriendo la comandancia?). La mayoría de los comentarios favorables hacia el servicio provenían, claro está, de personas que jamás lo habían hecho; o de viejos que ya tenían una visión deformada hacia el romanticismo. En todo caso, el sueño de cualquier pibe en su sano juicio era sacar un número de sorteo bajo. No sabíamos con precisión cuál era el límite, pero calculábamos que más o menos habrían de salvarse los que sacaran hasta el 400; de ahí en más, los primeros números se destinarían a infantería, los siguientes a aeronáutica y el resto a la marina.
La mañana que distribuyeron a la “clase 69” (es decir, a los nacidos en 1969) éramos muchos en el aula del colegio, reunidos con permiso del profesor en torno a una radio portátil. El locutor de la lotería primero decía la últimas tres cifras del número de documento de identidad (“número de orden”) y a continuación informaba lo que había extraído del bolillero (“sorteo”). A veces podía darse una situación confusa, con lo que se detenía el sorteo (el locutor decía “¡rectifico…!”), y se volvían a cantar algunos números.
Empezó el acto. Poco a poco se acercaba el turno de mi documento. Mi mala suerte habitual me hacía suponer que como mínimo habría de tocarme ser paracaidista en la Antártida. Ciertos compañeros iban cayendo víctimas del azar y otros festejaban tras verse favorecidos; la tensión era, en todo caso, insufrible. Algunos rezaban.
De pronto, quedé frente a frente con la verdad.
“Número de orden xxx”
“Sorteo, 264”
¡Número bajo! ¡Me había salvado! Salí corriendo del aula anunciando la buena nueva a cada alumno, preceptor, profesor o directivo que encontraba. Una chica del bachillerato me abrazó y me dio un beso.
Sin embargo, faltaba una cosa más para dejar totalmente atrás esa pesadilla: la revisión médica y la firma del documento por la autoridad militar del distrito. Porque si bien no iría al servicio, de todos modos debía pasar por la revisación. Sin embargo, cuando fui a cumplir con el trámite (en la localidad de Ramos Mejía) me enteré que eran tantos los eximidos que ni siquiera hacía falta que me revisen.
Por eso, hoy no tengo interminables anécdotas del servicio militar para aburrir al mundo: toda mi experiencia castrense se limitó al día en que fui a que me estamparan el sello de “No Convocado”.
Aún así me quedó algo que contar: en la fila había un travesti, que iba para que lo exceptuaran. En 1987 esto era tan raro como hallar un gaucho en el Polo Norte.
Y ahora sí, definitivamente, luego de este episodio nada más tengo para decir de mi paso por el ejército.
© 2011, Héctor Ángel Benedetti
viernes, 29 de abril de 2011
Breve colección de epitafios antiguos
En un mármol de procedencia desconocida, hoy en Atenas, siglo VI a. C.: “Contempla el sepulcro que guarda muerto a Cleeto, el hijo de Menesecmo, y compadécete: con todo lo bueno que era, murió.”
Ceos, siglos IV-V d. C.: “No es lícito que me saques fuera de mi morada.”
Escitópolis, Palestina, siglos II-III d. C.: “Adiós, vosotros que vais por el camino. Aquí yazco yo, Sosibio. «Adiós, Sosibio», repetid.”
Dáulide, Fócide, siglo III a. C.: “Solo esto es igual para todos los mortales: es voluntad de Zeus que todos mueran y abandonen la luz del sol. Si con plata u oro fuera posible comprar esto, ningún rico descendería al Hades.”
Roma, siglo II d. C.: “Yo, la tumba, me jacto de tener en mi regazo a la prudente Severa.”
Cícico, Misia, fecha desconocida: “Si alguien que no sea yo, Unión, deposita aquí a otro, pagará al fisco dos mil quinientos [denarios].”
Capadocia, siglos II-III d. C.: “Caronte, siempre insaciable, ¿por qué te has llevado de este modo al joven Andrón? ¿No habría sido igualmente tuyo aunque hubiera muerto en la vejez?”
Eritrea, siglos VI-V a. C.: “Aquí, oculto bajo la tierra, reposa Filón, un marinero cuya vida conoció pocas cosas buenas.”
Pireo, ca. 360 a. C.: “Lo que no es frecuente en una mujer, ser excelente a la vez que sensata, eso lo alcanzó Glícera.”
Roma, siglos II-III d. C.: “No era, llegué a ser. Era, ya no soy. Así de simple. Y si alguien dice otra cosa, miente: ya no volveré a ser.”
Cirene, siglos II-III d. C.: “No era y llegué a ser. No soy y no me importa.”
Janto, Licia, siglos I-II d. C.: “Amazona mandó erigir este altar con su propio dinero en memoria de su marido Víctor. Si alguien lo daña o desentierra deberá pagar al fisco quinientos denarios. Salud, caminantes.”
Pireo, siglos II-III d. C.: “Extremadamente veloz es la venganza de los muertos.”
Mitilene, siglos I-II d. C. (?): “Bajo el campo de Lesbos enterró Balbo a su perra, su servidora y compañera de viajes por el inmenso mar, y rogó que la tierra fuera liviana para la perrita que bajo ella yace. La misma gracia que otorgas a los hombres, concédesela también a los animales.”
Astipalea, siglo I a. C.: “No me traigáis de beber a este lugar: ya bebí cuando vivía. Ni de comer. Me basta con lo que tengo ahora. Todo eso es inútil. En memoria mía, y por la vida que pasé a vuestro lado, traedme azafrán.”
Roma, época de Augusto: “Esto es un campo, una casa, un jardín, una tumba.”
© 2011, Héctor Ángel Benedetti.