miércoles, 22 de junio de 2011

El Nobel de Literatura en las calles porteñas

La nomenclatura porteña tuvo cierta generosidad con los literatos. Nuestras calles los recuerdan: decenas de nombres de novelistas, cuentistas, poetas, dramaturgos, críticos y ensayistas se desparraman sobre el mapa de la ciudad; la mayoría de las veces, con plena justificación. Pero curiosamente los ediles se han mostrado apáticos con aquellos escritores que alguna vez recibieran el premio Nobel. Ni siquiera hay una calle para quien instituyera el premio. El mismísimo Alfred Nobel recibió su tardío homenaje local en 1972, pero en forma de plaza; una plaza prácticamente secreta de Parque Chas. ¿Qué fue de las calles en memoria de los Nobel de Literatura? Históricamente apenas hubo tres, y hoy solo queda una…

La primera: José Carducci, como homenaje al laureado de 1906. Se trata de la acual y casi escondida Victoriano E. Montes, en el barrio de Saavedra. Giosuè Carducci (1835-1907), autor de las Odas bárbaras, fue elegido por unanimidad; un caso atípico en la historia de los premios Nobel, aunque luego habría de cuestionarse que, por elegirlo, aquel año se pasó por alto a Mark Twain, a Rainer Maria Rilke y a Henry James (quienes nunca habrían de recibir Nobel alguno). Fuera de Italia, Carducci solo fue popular en la Argentina; evaporada esta fama, en 1944 un decreto lo borró.

También desapareció Benavente, el Nobel de 1922. Ya que no en la literatura, al menos en la topografía porteña Benavente era vecino de Carducci: era su calle paralela. Jacinto Benavente y Martínez (1866-1954) obtuvo el galardón luego de que la Academia ignorara a James Joyce (“¿Joyce? ¿Quién es Joyce?”, respondió un secretario en 1946, cuando alguien consultó acerca de esta omisión). Y como pasó con Carducci, también en 1944 a Benavente también se le cambió el nombre, aunque por un decreto distinto. Hoy Benavente se llama Juan Sebastián Bach.

Mejor suerte tuvo Gabriela Mistral, premiada en 1945. Su calle, que atraviesa Villa Devoto y Villa Pueyrredón, era antes Tequendama, que evocaba la gran cascada de Colombia. Por una ordenanza de 1961 se sustituyó este nombre por el de Mistral, pseudónimo de la poeta chilena Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga (1889-1957). Su premio esconde detrás una historia “política”. Los candidatos firmes para aquel año eran Jules Romains, Benedetto Croce y Hermann Hesse; pero un miembro del jurado, entusiasmado por los versos de Mistral, los trasladó al sueco para presionar a favor suyo. Resultó elegida: no podían desairar al académico traductor…

Y con ella, tan temprano, se cierra la lista de los Nobel de Literatura en las calles de nuestra ciudad. Nunca hubo una avenida Kipling, ni un pasaje Tagore, ni un boulevard France. Tampoco existió una calle Pirandello, una cortada Hemingway o una diagonal Neruda. Jamás alguien pudo leer en Buenos Aires chapas enlozadas de color azul con los apellidos Bergson, Mann, Gide, Beckett o Shaw.

Al momento de escribir estas líneas, más de cien autores fueron premiados con el Nobel desde aquel lejano primer otorgamiento de 1901 (a Sully-Prudhomme). Algunos, francamente discutibles; otros, en cambio, bien merecidos. Estos últimos, ¿dónde están? Argentinos, ya sabemos que no hubo; pero no importa: tampoco se demostró una gran solidaridad con la América hispana, ni con el idioma en general.

Es cierto que también faltan varios otros nombres destacados de nuestra historia, nuestras artes y nuestras ciencias. La ausencia de los Nobel ha sido, en todo caso, un descuido literario.

(Publicado originalmente en Fervor x Buenos Aires: http://fervorxbuenosaires.com)

© 2011, Héctor Ángel Benedetti

jueves, 9 de junio de 2011

El cinematografista Mario Gallo

Quien tenga en sus manos un ejemplar de la primera edición de la partitura de Sacáme una película, gordito!..., tango criollo de Ángel G. Villoldo, pasará buen rato observando la escena dibujada en su carátula: un compadrito estereotipado, en actitud desafiante, frente a una cámara filmadora montada sobre un trípode; operándola, está un hombre bajo y obeso, de simpático moño y bombín. No interesa el primer sujeto, que fue puesto solo para emitir el título del tango; importa el otro, el oblongo régisseur tras la cámara, pues a él remite la dedicatoria de Villoldo: el italiano Mario Gallo.

1. En el principio. Gallo nació el 31 de julio de 1878 en Barletta, un pueblo de Puglia; y arribó a la Argentina en 1905, cuando Buenos Aires comenzaba a vivir su belle époque cuya mejor postal era la Avenida de Mayo. Diez años de vida tenía el cine en su Europa natal; él nunca se había motivado por el nuevo arte, y quizá lo desdeñaba: su mundo era el teatro, y de hecho llegaba al Plata como director del coro de una compañía de operetas. Algo lo llevó a quedarse, tomando un empleo como pianista de café. Una noche conoció a un paisano suyo, Atilio Lipizzi, que había sido electricista en los montajes espectaculares que hacía un mágico artista cuyo nombre alcanzaría luego resonancias de leyenda: Leopoldo Frégoli. Una de las tareas de Lipizzi había sido operar un aparato llamado “fregolígrafo”, que pieza por pieza era exactamente un proyector cinematográfico como el de los Lumière (Frégoli lo usaba como complemento de sus presentaciones, por lo que entendió que tenía derecho a darle su nombre). La experiencia de Lipizzi era más que suficiente en América del Sur para pasar por “conocedor” del tema, y convenció a Gallo de que era posible trasladar el teatro al cine.

Los inicios de Gallo resultan hoy tan difusos que prácticamente todos los historiadores optan por saltear los intentos que sin duda debieron existir, diciendo en conclusión que su primera película fue la más conocida: El fusilamiento de Dorrego, filmada en 1909 y estrenada al año siguiente. Actuaban en ella Salvador Rosich, Eliseo Gutiérrez y Roberto Casaux, hombres de gran prestigio en la escena que apoyaban la pretensión de Gallo por hacer un film d’art a la criolla. Siguiendo el modelo francés, probablemente inspirado por películas como L’assassinat du Duc de Guise o La tour de Londres et les dernières moments d’Anne Boleyn, Gallo tomó un episodio histórico que pudiera ser teatralizado, desembolsó quinientos pesos y con ellos hizo El fusilamiento de Dorrego.

Años después diría Leopoldo Torres Ríos: “El público se enteraba que había tal fusilamiento porque así lo decía el título…”

2. Una producción tenaz. El fusilamiento de Dorrego fue el comienzo de una serie de cuadros históricos, continuada por las no menos escolares Güemes y sus gauchos, La Revolución de Mayo, La Batalla de Maipú, El Combate de San Lorenzo, La creación del Himno, etcétera. No había lugar para el revisionismo o la crítica; se iba a lo seguro, a lo oficial, y lo más comprometido apenas fue una olvidada adaptación de la tragedia de Camila O’Gorman.

Gallo dirigió a Enrique Muiño en el primer Juan Moreira de la pantalla, y para el papel principal de Tierra baja convocó nada menos que a Pablo Podestá. Muerte civil, basada en el drama de Giacometti, parece haber sido la cinta de mayor interés de cuantas rodó Gallo; en su estreno estaba el actor Giovanni Grasso, de paso por Buenos Aires, quien se sintió insólitamente impactado y volvió a Italia decidido a hacer cine, luego de renegar de él durante años: terminó protagonizando una de las mejores películas mudas de su país.

Después Gallo decidió filmar un tríptico operístico consistente en arias de Cavalleria Rusticana, I Pagliacci y Tosca; a la hora de exhibirlo, cantores y músicos ocultos tras la pantalla le darían el marco sonoro conveniente.

Las inversiones eran cada vez mayores, obteniendo resultados que en lo artístico eran limitados y que en lo financiero tendían a la bancarrota. Y sin embargo continuaba apostando fuerte: con estudio y laboratorio propios (identificados por un logotipo que, como el de la compañía Pathé, consistía en un gallo), en 1917 lanzó Palermo, en 1918 En un día de gloria, y en 1919 En buena ley.

El público iba a ver sus películas y él mismo se había convertido en un tipo popular (el tango de Villoldo así lo testimonia), pero las recaudaciones no alcanzaban.

3. Su capacidad de expresión. La aureola de “pionero del cine nacional” ha servido para que las crónicas eviten un juicio imparcial sobre su obra, cuando lo cierto es que las películas de Gallo fueron imperdonables. Para finales de los años diez el cine ya estaba bastante avanzado; sería falaz disimular lo primitivo de la obra de Gallo solo porque en la Argentina no había otra cosa que pudiera superarla. En el mundo ya estaban The Birth of a Nation de Griffith, Das Kabinett des Doktor Caligari de Wiene, un par de obras maestras de Sjöström, miles de producciones con el ritmo ágil del montaje norteamericano, los primeros planos de Stiller, los juegos de luces y sombras expresionistas… Gallo desatendía todo esto, y en su equívoco concepto de lo “culto” prefería una cámara fija que filmase ópera, con un telón pintado de fondo.

A partir de 1920 emitió las “Actualidades Gallo Film”, noticiario que luego de su éxito inicial de a poco fue perdiendo regularidad, hasta su cancelación definitiva sin que nadie lo extrañara demasiado.

Murió en 1945.

© 2011, Héctor Ángel Benedetti