viernes, 29 de octubre de 2010

El olor de la pintura bermellón

En 1975 yo ya estaba en edad de ingresar al kindergarten. Escribo esta palabra y no su equivalencia española (“jardín de infancia”) porque el sonido germánico es ideal para recordar el ambiente marcial que tenía ese parvulario. Muy ilusionados ante la perspectiva de iniciar mis estudios formales, prepararon para mí un delantal cuadriculado, un moño azul, un zurrón con mi nombre bordado y varios elementos didácticos. Duré exactamente tres días: la maestra Rosita me hizo una encuesta tan irritante (“¿dónde vives?”, “¿qué comida prefieres?”, “¿quiénes son tus amigos?”) que la acusé de chismosa, al tiempo que le asestaba un buen golpe en la cabeza con mi trozo de arcilla (uno de los elementos didácticos). Fui expulsado, y por cierto que no conozco ningún otro caso de un niño despedido categóricamente de la enseñanza preescolar.

Resignada a no poder ofrecerme una educación que me contuviera, mi madre dejó que el resto de aquel año holgazaneara a gusto. Nunca dejaré de agradecerle, porque quedándome en casa un día descubrí sus libros de pintura. Fue un momento mágico de mi vida. Sin consultarlo, todas las tardes tomaba uno de los volúmenes de la biblioteca y me iba con él al pequeño y atestado desván, iluminado por los haces del sol que se filtraban por un ventanuco; allí, en completa soledad, hojeaba las láminas y disfrutaba con el arte de los grandes maestros.

¡Qué placer hermoso, qué serena felicidad me brindaban aquellas reproducciones! No podía descifrar ni los nombres de los pintores ni los títulos de sus cuadros; estas cosas las sabría mucho después, pero entonces, sin necesidad de otros conocimientos, yo podía estar largo tiempo contemplando la Anunciación de Fra Angélico, que me llamaba especialmente la atención por una escena secundaria, a la izquierda, en donde se veían dos personajes caminando en medio de la floresta y un minúsculo ángel carmín; también me fascinaba el cuadro Sobre la ciudad, de Marc Chagall, que lo mostraba a él mismo junto a su esposa, Bella, flotando por los cielos de una aldea; recuerdo el extraño mundo a donde me llevaba La habitación encantada, de Carlo Carrà, por ser tan parecido al mismo cuarto en donde pasaba mis horas de observador; y llegué a enamorarme perdidamente de la Odalisca recostada, de Francesco Hayez, de espaldas a un ventanal por el que se divisaba el océano: con ella quería salir a navegar.

Al dormir, continuaban inquietándome ciertos detalles que había advertido en esas pinturas. No era raro que mis sueños aparecieran cosas tales como el distante y obscuro montgolfier que se ve a la derecha del autorretrato de Rousseau, la luna que puso Magritte en Le Domaine d’Arnehim, los extraños híbridos concebidos por el Bosco, el no menos curioso huevo con patas y cuchillo que fantaseó Brueghel habitando el país de Jauja, el Cristo flagelado de Piero della Francesca, un demonio arrojado de Arezzo por Giotto, o el patio visto desde una puerta abierta en la callejuela de Vermeer…

Desde aquel tiempo rara vez pasé un día sin el gozo de la pintura, que ha sido una de mis formas de dicha y mi evasión en las horas tristes. Con seis años recién cumplidos, ya distinguía no menos de sesenta artistas diferentes y en mi mente albergaba un pequeño catálogo de preferencias; cuando supe leer, aprendí nombres y logré una precoz fama de entendido entre mis maestros de escuela. Mi madre pintaba influída por el surrealismo, tendencia que transportaba mi imaginación más allá de cualquier límite.

En 1981 el Museo Nacional de Bellas Artes organizó una exposición con obras de Giorgio de Chirico, Max Ernst, René Magritte y Joan Miró; yo tenía once años y pedí que me llevasen. Aún conservo el catálogo de aquella muestra.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 22 de octubre de 2010

Descansos y testimonios

A los costados de los caminos, no importa cuán inhóspita sea la región que atraviesen, hay centenares de ermitas levantadas con fervor místico en honor a un santoral que muchas veces es sospechoso y otras veces directamente profano.

Tal vez ya se ha establecido un catálogo; lo ignoro. Hay dos claros motivos que llevaron a erigirlas. El primero es el último coletazo de una época en que era un verdadero problema morirse en el campo. Siempre era mucha la distancia hasta el cementerio más cercano. Y si bien poco debía importarle al difunto el cansancio de su última recorrida, no eran de la misma opinión sus deudos, que necesitaban reparadoras escalas en el camino hasta el camposanto. Así, entre pésames y sudores, se construían aquellas ermitas que no eran sino mojones para hacer un alto en la procesión. Son los descansos. La otra causa, que es la más frecuente a lo largo de las carreteras argentinas, es el recuerdo a un accidente. Si el protagonista se salva, levanta el monumento para agradecer la suerte que ha tenido. Si perece, algunos familiares -y muchas veces los mismos campesinos de la zona- dejan la memoria de su desgracia. Estas ermitas son los testimonios.

Casi todas tienen el aspecto de una pequeña iglesia. El modelo más simple, que rara vez supera el metro y medio de altura, está hecho de ladrillo o de chapa, con una abertura frontal. Es común que esta abertura tenga una reja y hasta un cerrojo, que se abrirá vaya a saberse con qué llave. El techito a dos aguas suele rematarse con una cruz. Las paredes se blanquean y tienen, por lo general, placas de bronce o de otro metal con alguna inscripción, como agradecimientos por milagros cumplidos. Las placas también pueden ser de otro material, como la cerámica o la madera.

Lo que hay adentro es de lo más variado.

Muy frecuentes resultan las botellas con agua como tributo a la Difunta Correa, hija de un político de la Provincia de San Juan, veterano de las luchas por la Independencia, que hacia 1840 fuera perseguido y apresado por Facundo Quiroga. La leyenda informa que Deolinda, que así se llamaba la mujer, murió de sed intentando escapar a La Rioja con su hijito; unos arrieros que hallaron su cuerpo en medio de los cerros juraron que el pequeño aún vivía, porque los pechos de la fugitiva seguían amamantándolo después de la muerte. Esta creencia se extendió por todo el país y fue particularmente atendido por los camioneros, aunque en los últimos años su culto se ha visto desplazado por el del Gauchito Gil. Las ermitas dedicadas a Gil se identifican por estar rodeadas de banderines rojos y, a veces, matrículas de automóviles. Es obligación hacer sonar la bocina del vehículo cuando se pasa frente a ellas.

También hay imágenes de Ceferino Namuncurá, nativo de Chimpay, Provincia del Río Negro. Su fama de conceder cuanto prodigio se le solicite llevó a su trámite de beatificación, iniciado en 1945 y aún no concluido. Había muerto en 1905 en Italia, con solo dieciocho años y una confortante aureola de bondad.

Pueden encontrarse, además, reproducciones de San Cayetano o de San Cono, patronos que nada tuvieron que ver con la Argentina, pero que lograron su envidiada popularidad por razones antagónicas: uno por conseguirle trabajo al desocupado, otro por favorecerle números de lotería al apostante.

Bastante seguido suele aparecer San Jorge, suprimido actualmente por la Iglesia por sus asomos más bien legendarios. Fue tema predilecto de Paolo Uccello, de Donatello, de Giorgione, de Rafael; la iconografía obligada (exceptuando a Rosetti) fue mostrarlo de a caballo, con armadura, dando muerte al Dragón que custodiaba a una doncella.

Debido a la imaginería católica, algunos llaman santitos a los descansos y testimonios. En Hualcupén hallé santitos aprovechando los huecos de las rocas.

En los descansos y testimonios casi no falta Santa María, ya sea como la Virgen del Valle, de Luján, de Lourdes, de Guadalupe o de la Inmaculada Concepción. Vi una Virgen totalmente blanca en el camino de ascenso al volcán Copahue, en un testimonio a cielo descubierto. Esta es la forma menos frecuentada por los fabricadores de testimonios, pues lo corriente es la ermita; aunque debido a su ubicación probablemente se tratara de un descanso para los escaladores y no un testimonio propiamente dicho. Varias veces hallé dentro de un testimonio una réplica a escala diminuta de alguna iglesia real o imaginaria: una ermita dentro de otra ermita.

A menos que estén protegidas por un puertecita con vidrio, las estatuillas nunca son nuevas. Han soportado durante años polvo, viento y humo de velas. Habitualmente son de yeso y llegaron al santuario con vivos colores, pero el tiempo las fue despintando y mutilando. Así, se ven ídolos descabezados que pueden ser cualquier santo o ninguno, y de no ser por algunos atributos (el perro de San Roque, la espada del Arcángel Miguel, el cuerpo cribado de San Sebastián, el poncho de Laura Vicuña) no podrían reconocerse. En más de una oportunidad vi una figura de la Virgen tomada de un pesebre navideño.

Muchos testimonios merecerían capítulo aparte. He visto cerca de Plaza Huincul uno que es un monolito coronado por una pelota de fútbol, recuerdo de un accidente en el que murieron deportistas.

También hay variedad en los textos inscriptos. Existen las invocaciones al caminante, tal como se leía en ciertos epigramas funerarios griegos. Hacia los siglos II y III d. C., un hexámetro dactílico escrito sobre un sarcófago de Termeso podía decir “Adiós, caminante; ya conoces quién soy: sigue tu camino”. Un testimonio reciente, tan solo por perpetuar la tradición, quizá nos llame con palabras parecidas. Otras placas, carentes de consolatio o del sit tibi terra levis (porque no debe olvidarse que el testimonio no es una tumba, sino una variante de cenotafio), exhortan a la oración y proponen no se cuántas repeticiones de un Credo para conseguir lo anhelado o para recobrar lo perdido.

No solo hay ermitas o monolitos: también cruces, infinidad de simples cruces a la vera de nuestras carreteras.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 15 de octubre de 2010

El primer rey Tudor

(Escrito por Guada Aballe para El Sextante de Hevelius)

Enrique Tudor nació en Pembroke (Gales) el 28 de enero de 1457. Su madre, Margaret Beaufort, tenía catorce años y su padre, Edmund Tudor, había muerto mientras su madre estaba embarazada. Su abuelo había sido Ower ap Meredith ap Tudur, aquel aventurero galés que había enamorado a la viuda de un rey.

Eran tiempos de la guerra civil York-Lancaster. Su familia estaba en el lado lancasteriano. Con motivo de un triunfo yorkista, el niño estuvo bajo al custodia de Lord Herbert. Y con un nuevo gobierno de la Casa de Lancaster, su tío Jasper Tudor pudo ocuparse de él. Los yorkistas volvieron al poder y Jasper con su sobrino se vieron obligados a partir para el exilio: Francia.

Con el tiempo Enrique Tudor se convirtió en pretendiente al trono por la Casa de Lancaster. En 1483 intentó invadir Inglaterra pero no pudo a causa de las tormentas.

La situación política en la isla estaba cada vez peor, no solamente la guerra civil parecía no terminar sino que el Lord Protector Ricardo de Gloucester había hecho llevar a su sobrino, el niño rey Eduardo V, junto con su hermanito a la Torre de Londres “para custodia”. Ricardo usurpó el trono con el nombre de Ricardo III y los chicos desaparecieron.

En 1485, con un ejército que contaba entre 3.000 y 4.000 hombres, Enrique entró en Inglaterra y gracias a la defección de los Stanley en el campo de batalla pudo derrotar a Ricardo en Bosworth Field. Se casó con Elizabeth, la princesa yorkista sobrina de Ricardo III y hermana de los chicos desaparecidos. Unió de esta manera las casas de York y Lancaster y se puso fin a la guerra civil. Asumió el poder como Enrique VII con un pueblo feliz de ver terminada una guerra civil de unos treinta años de duración.

Sin experiencia alguna de gobierno asumió el poder en un reino nada envidiable:

-la nobleza dividida y diezmada

-los yorkistas activos en las sombras y dispuestos a volver a cualquier precio

-de los últimos cuatro reyes que había visto Inglaterra (con o sin derechos legítimos) los cuatro habían sido depuestos; 1 de ellos asesinado (Enrique VI), 1 muerto en batalla (Ricardo III) y otro aún seguía desaparecido (Eduardo V)

-el país estaba en bancarrota y hasta las Joyas de la Corona estaban empeñadas

Cuando falleció 24 años después, en el país había superavit, él mismo murió en su cama, nunca fue destituido y logró dejarle el trono a un sucesor que tomó el poder sin hechos violentos por primera vez en 87 años. La última transición pacífica había sido en 1422.

Como rey su fuerte fueron las finanzas. Bajó los gastos del reino. Evitó guerras innecesarias. Controlaba personalmente las cuentas diariamente y además empleaba auditores para tener doble control. Se manejó con un sistema de multas y fianzas para recaudar dinero.

Su principal característica era la desconfianza que sintió toda su vida hacia la nobleza, a la que hostigó, controló y amedrentó. Se ocupó que ningún noble se creyera por encima de la ley y hacía nombramientos teniendo en cuanta la capacidad de la persona y no su cuna. Creó pocos nobles (con la intencionalidad que el número de pares decayera con el tiempo). De las 62 familias de pares 7 estaban bajo “attainder”, 36 bajo fianzas, 3 con restricciones y solo 16 vivían en paz.

Tenía el hábito de reunirse con su consejo privado regularmente y presidirlo. Estimuló los viajes de los Caboto y el comercio con el extranjero (hasta dispuso un embargo a los Países Bajos para que dejaran de apoyar a los yorkistas). Detectó futuros problemas sociales y en 1489 promulgó un acta que frenaba el cercamiento a las tierras comunes. Lamentablemente cuando murió se había convertido en alguien impopular por su costumbre de aplicar multas descomunales para recaudar fondos a lo largo y ancho del país.

Enrique VII supo ser rudo, firme y severo cuando la ocasión lo requería pero a diferencia de su famoso hijo jamás se manejó por caprichos o veleidades insólitas. Su matrimonio con Elizabeth de York fue feliz y tuvo varios hijos de los cuales destacamos a Arturo (el más célebre de los Príncipes de Gales), Margaret (a través de ella desciende la familia real británica actual), Enrique VIII y Mary (la abuela de Lady Jane).

Murió el 21 de abril de 1509.

© 2010, Guada Aballe

sábado, 9 de octubre de 2010

La trágica Maria Melato

Los años de preparación .- Es probable que todo aquel que viera actuar alguna vez a Maria Melato nunca más pudiese olvidarla.

Quien habría de convertirse en una de las más importantes actrices italianas de todos los tiempos nació en Reggio Emilia el 16 de octubre de 1885. No sufrió alguna de esas oposiciones familiares que tanto gustan en registrar las biografías de los artistas; su vocación se desarrolló temprano y fue estimulada: era maravilloso oír a la niña recitando las trágicas creaciones decimonónicas, con las que conmovía no por su precocidad, sino por su legítimo talento. Los primeros trabajos profesionales los hizo en el grupo de Teresa Mariani y Vittorio Zampieri, como actriz especializada en roles de amorosa; de ahí pasó a ser la prima attrice giovane de la compañía de Irma Gramatica y Flavio Andò.

Entre 1909 y 1921 se perfeccionó bajo las órdenes (“severas y apasionadas”, acota un cronista) de Virgilio Talli, una de las figuras más importantes de la escena italiana de entonces, que luego de agotar el repertorio clásico le hizo conocer el lenguaje y los motivos de los autores contemporáneos: Luigi Pirandello, Gabriele D’Annunzio, Rosso di San Secondo, Massimo Bontempelli.

Talli la asesoró también en sus incursiones cinematográficas: Il ritorno (1914), Anna Karenine (1917), Le due Marie (1918), Il volo degli aironi (1920), Il trittico dell’amore (1920), Le due esistenze (1920).


La década de su esplendor .- Doce años siguiendo la disciplina de Talli fueron preparándola para el lanzamiento de su compañía propia. Ya se había ganado el derecho a ser conocida como “La” Melato, distinción solo reservada a las grandes divas.

Su concepto de lo que debía ser una verdadera capocomica no era solo el pulimento preciso de cada gesto o diálogo suyo: ella estaba al frente de una gran empresa y debía controlar absolutamente todo. Para sus montajes, hasta los actores con mínima incidencia en el libreto y aún aquellos que estaban por pura decoración debían cumplir con ensayos extenuantes; cada juego de luces, cada escenografía, cada elemento en escena —incluyendo un teléfono trivial o un jarrón que apenas se veía— pasaban antes por su rigurosa aprobación. Ni hablar de la música o del vestuario: jamás delegaba una decisión al respecto. Y noche tras noche el aplauso del público confirmaba lo acertado de sus enérgicas resoluciones.

Dejó de hacer películas porque entendió que había muchas cosas en este medio que le serían imposibles de vigilar.


Una gloria del pasado .- Pasó con enorme éxito por Buenos Aires en 1923 y en 1925, y volvió en 1929 tras el suceso sin precedentes que había logrado en el Vittoriale haciendo La figlia di Jorio, de D’Annunzio.

Pero en la década del '30, después de sus giras latinoamericanas, regresó a los clásicos. Era el tipo de arte que promovía el Duce, mejor dispuesto para la vida de Escipión que para las problemáticas del momento. Melato seguía siendo una gran estrella, pero su entorno ya no era el mismo. En los '40 empezó a resignar su obsesivo afán de control; disolvió su compañía y después de veintidós años sin pisar un set no tuvo más remedio que volver a hacer cine, ahora bajo la censura fascista (La principessa del sogno en 1942, Redenzione en 1943).

El estilo de Melato era considerado “antiguo” aún antes de la caída de Mussolini, y en la Italia liberada sus actuaciones fueron espaciándose. Dos películas más (Quartieri alti en 1945 e Il fabbro dil convento en 1947) poco le aportaron. En el teatro, que era su terreno natural, obtuvo otro triunfo en 1947 con La voix humaine, un monólogo de Cocteau: de nuevo a los modernos, pero con un libreto que ya tenía diecisiete años y que todo el mundo recordaba interpretado por Berthe Bovy. Aunque alcanzó a rearmar su compañía, sus últimas apariciones memorables las hizo sola, recitando, con acompañamiento de piano.

El 24 de agosto de 1950, en Forti dei Marmi, Melato falleció tras caerse del tren que tenía que llevarla a Turín, donde debía intervenir en un radioteatro basado en textos de Somerset Maugham.

Hay un busto en memoria suya en el Parco del Popolo.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 1 de octubre de 2010

Una altanería entre dos guardias

Si fue o no Mi Noche Triste el poema que inauguró la tristeza como cuestión de tango (verificándose tal llegada hacia fines de 1916, principios de 1917), es asunto discutible y mal estudiado, a pesar de las páginas y páginas que se han escrito aprobando el dato. Hay ejemplos ligeramente anteriores, como Maldito Tango –también conocido como Ave de Noche– y otros más antiguos aún en donde la tristeza se asoma por lo menos como una posibilidad. Mérito de Mi Noche Triste fue popularizar e instalar para siempre este dolor, y hasta darle una forma casi canónica. Y desplazar lo que fue hasta entonces una característica más o menos excluyente: la soberbia.

La felicidad propiamente dicha ya era escasa antes de Contursi. En realidad, lo que dominaba era la soberbia en esas letras de corte autobiográfico y camorrero, en esos alardes de guapo que estuvieron desde los orígenes mismos del tango cantado. Prometían amenazas que nada les impedía concretarse en una paliza, un barbijo o la muerte sin más trámite. También anunciaban destrezas en una o dos armas, invitando a la medición en duelos de atrio o de lupanar; también proponían constatar virtudes dudosas o ausentes. El protagonista se creía magnífico y lo avisaba. Todo ello, narrado en primera persona, lo que movía al desprecio (cuando no al enojo) antes que a la alegría. Estas letras pueden resultar risueñas recién hoy, cuando se han perdido sus propósitos originales.

Surge Mi Noche Triste por la misma época en que el malevo en estado puro comienza a extinguirse. Los valores ya son otros y se prefiere alardear una pena íntima, no un firulete cometido en un bailongo del Bajo ni una muesca nueva en el mango de un facón. No obstante este progreso, la soberbia siguió viva, con el desenfado corregido y atenuado por influencia de las nuevas generaciones.

El compadrito vanidoso aparecerá de modo aislado y ya nadie podrá tomarlo en serio; un sujeto que pide respeto y menta sus caprichos se volverá intolerable. Se darán formas de soberbia más sutiles; los personajes deberán presumir por motivos morales o correrán peligro de que la soberbia se invierta y sea el oyente quien se sienta superior y lo demuestre. De hecho, a partir de 1920 decir “soy (o hago, o tengo) lo mejor” se admite sin reproche de anacronismo únicamente en tangos como Primero Yo, algunos pasajes de Barajando, tal vez Contramarca, y otros en donde la ponderación de las virtudes propias tiene un fin aleccionador. Se descalifica al otro contraponiendo las habilidades particulares, con actitud docente. En la Guardia Vieja también quería enseñarse algo, pero con menos método: como mucho, se proponía la imitación.

¿Puede considerarse a la soberbia como un tema del tango? Más bien, es una cualidad observada en sus actores. En Así se Baila el Tango el danzarín peca por soberbio, pero el tema es el baile; en El Nene del Abasto el facineroso también es soberbio, pero se trata de un catálogo delictivo.

Al transformarse en una música recóndita, el tango le dijo adiós a la exageración de las prendas propias. Fue más común que los arrogantes fueran señalados con un jocoso dedo acusador, al estilo de Mascarón de Proa o de Qué Careta. Salvo excepciones como las de líneas arriba, la soberbia quedó para ser castigada. Era el triunfo ético de ir a menos.

En el tango perduran muchas faltas (traiciones, olvidos...), pero no la altanería. ¡Fugaz gloria la de aquellos canfinfleros, que vivían satisfechos de sí mismos y lo pregonaban!


© 2010, Héctor Ángel Benedetti