sábado, 26 de noviembre de 2011

Nipper

No hay en la historia del mundo ningún otro perro cuya imagen haya sido tantas veces reproducida. La feliz y universal multiplicación de su retrato trascendió lo meramente decorativo: ese animal quedó convertido en un ser cotidiano, casi en una mascota más dentro de cada hogar. Y sin embargo, de él la mayoría de la gente no conoce ni siquiera su nombre.

Nipper fue el perro que todavía hoy sigue apareciendo en las etiquetas de los discos Victor.

Un perro mestizo, fruto de generaciones de canes sin alcurnia, que un día de 1884 nació en Bristol, Inglaterra, en casa de un señor llamado Mark Barraud. La traducción española de Nipper es “pinzas”, “tenacillas”; la mascota recibió este curioso nombre por su costumbre de morder los tobillos de cuanta visita fuese al hogar de los Barraud, quedando prendido cual pinzas.

Cuando Mark falleció, su hermano, el pintor Francis, recogió al perrito y se lo llevó a vivir consigo. En la nueva casa había un fonógrafo que reproducía cilindros; Francis tuvo la brillante idea de retratar a Nipper frente al aparato, en actitud de escucharlo atentamente, como reconociendo la voz que salía del aparato. Conviene aclarar que es absolutamente falsa la anécdota macabra que cuenta que antes de los retoques el cuadro representaba a Nipper posado sobre un ataúd, escuchando desde el fonógrafo la voz de su fallecido primer amo.

La pintura fue ofrecida a la Edison Bell & Co., pero no fue aceptada. Terminó siendo adquirida por Mr. Owen, de la compañía Gramophone, con el objeto de que sirviese de propaganda para la empresa. Costó cien libras, incluyendo los derechos para su eterna reproducción. Pero había que introducir una variante: la Gramophone editaba discos, no cilindros… ¡Ningún problema! Francis hizo los retoques necesarios, y así quedó la imagen que tan bien se conoce. Y para reforzarla, se añadió la frase His Master’s Voice (“la voz de su amo”), que era el título original del cuadro y que pasó a ser el lema de la marca.

De esta manera, Nipper apareció no solo en las etiquetas de los sellos Gramophone y Victor, sino también en sus subsidiarios: Bluebird, Concert Record Gramophone, De Luxe Record, His Master’s Voice, La Voce del Padrone, La Voix de son Maitre, Monarch Record, Schallplatte Grammophon, Victrola, etcétera.

Las primeras grabaciones Victor con intérpretes argentinos fueron hechas entre 1904 y 1906 en Londres, París y Camdem. En los últimos días de 1907 llegó por primera vez a Buenos Aires una “máquina itinerante”, en su recorrido por América obteniendo grabaciones que luego eran prensadas en los Estados Unidos. El aparato volvería por estas tierras en 1910, 1912 y 1917 (una vez cada dos años hasta 1912; los cinco años “en blanco” que hubo luego los provocó la Gran Guerra). Recién se instaló definitivamente en el país a finales de 1921, y desde entonces mantuvo junto a su gran rival —Disco Nacional, más tarde llamado Odeon— un liderazgo indiscutido: de hecho, Victor y Odeon serán las dos únicas marcas que continuarán grabando ininterrumpidamente, e incluso entre 1934 y 1949 serán las únicas. Toda una legión de artistas criollos pudo decir, con legítimo orgullo, que había pasado por los estudios del “sello del perrito”.

Hacia 1903 se intentó reemplazarlo por un mono: la idea no prosperó. Tampoco llegó a opacarlo Chipper, su equivalente en cachorro. Solo Nipper produjo la magia de no ser jamás olvidado por todo aquel que lo viera alguna vez.

Transformado en uno de los íconos del siglo XX, durante las primeras décadas circularon unas tarjetas postales humorísticas que mostraban a Nipper delante de una botella de whisky con un embudo, remedando la bocina de un gramófono; debajo, el epígrafe His Master’s Breath (“el aliento de su amo”).

También en la Argentina fue utilizado para el humor. Por ejemplo, la revista Caras y Caretas del 28 de mayo de 1904 trajo una magnífica caricatura política, titulada “La Voz del Amo”, en la que se mostraba un gramófono y varios perros escuchando con atención. Aquel amo invisible aludía al presidente Julio A. Roca; los perros eran los gobernadores de las provincias, pendientes de oír el nombre del candidato del gobierno para la vicepresidencia en las próximas elecciones. De la bocina salía “…lcorta”: referencia a que Roca había dado su “media palabra” a la hora de designar a su favorito (José Figueroa Alcorta). A juzgar por el dibujo, quien más se asemejaba a Nipper era el gobernador de Santiago del Estero.

Pero todo esto, más otras curiosidades que reunidas sumarían centenares, forman parte de la historia del cuadro antes que de la historia del perro. La biografía de Nipper fue, por cierto, bien humilde; sus pequeñas andanzas fueron las propias de cualquier cuzco bien alimentado, aunque se ha recordado que era especialmente diestro en la cacería de ratas y en acosar de vez en cuando a los faisanes del Richmond Park.

Nipper murió en Kingston-upon-Thames, Surrey, en septiembre de 1895. Fue enterrado bajo un árbol de moras. Hoy allí se encuentra la playa de estacionamiento de un banco, pero una placa recuerda al transeúnte que en ese lugar descansan los restos de uno de los perros más famosos de la centuria.

© 2011, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 18 de noviembre de 2011

Una forma del olvido

Es inesperado, y sin embargo no deja de ser agradable, el hecho de encontrar algo guardado entre las páginas de un libro antiguo que se compró de segunda mano. Una carta ya amarillenta, prolijamente plegada, resulta un hallazgo interesante; lo es también la flor disecada, o el viejo billete de banco fuera de circulación. A veces hay una servilleta de papel: en su momento sirvió para señalar, y hoy atestigua el café donde se leyó el libro. Una mariposa, que descubrí preservada en una biografía de Miguel Ángel, luego de muchos años dejó su silueta anaranjada estampada en un par de hojas. Y entre las cosas más insólitas que me han tocado, puedo citar el programa del estreno en la Argentina (1939) de Alexander Nevsky; vino en el interior de Cuatro años en las Orcadas del Sur, de Moneta, casa Peuser. También recuerdo una postal de la isla de Malta, que coherentemente llegó con un poemario de Dun Karm, y el retrato de una mujer desconocida dentro de un ejemplar de la Primavera Olímpica de Spitteler, adquirido en la Avenida de Mayo; yo la llamo “La Señorita del Monóculo”.

¿Usted sería tan amable de decirnos si alguna vez halló algo dentro de un libro usado?

© 2011, Héctor Ángel Benedetti

domingo, 6 de noviembre de 2011

Discépolo visita el norte de África

Marruecos es un cielo muy alto y unas estrellas muy bajas.
— Enrique S. Discépolo, 1936.


Es fácil conjeturar cuál era la representación del Magreb entre los porteños de 1930. Ni el Tratado de Fez ni las borrosas noticias la Guerra del Rif habían sido suficientes para cambiar en Buenos Aires la imagen establecida por las pinturas de Mariano Fortuny, que ya tenían seis décadas; para el ciudadano corriente, el noroeste africano aún era una odalisca desnuda entre almohadones, un musulmán de turbante recostado contra una pared descascarada, un paisaje con tiendas árabes y caballos. Amplias regiones tal vez continuaban siendo así; en todo caso, no justificaban ni la generalización, ni la ignorancia. Si le mencionaban Melilla, el hombre de Corrientes y Esmeralda fantaseaba con algún pueblito de la península ibérica; hablarle de Marruecos era confundirlo con Argelia o con Túnez. Es cierto que en los últimos tiempos la cinematografía también había instalado allí al cabaret con decorados andaluces y a los legionarios franceses como Gary Cooper; pero continuaba rechazándose que el sultán Mohámmed ben Yúsef era un señor de saco y corbata.

Quienes iban y regresaban relataban la tarjeta postal. Es imposible que no estuvieran enterados del desembarco de Alhucemas, o de las denuncias de armas químicas contra la población por parte de la coalición franco-española; pero al fin y al cabo no dejaban de ser turistas: lo que mostraban, pues, era la fotografía pintoresca de un quincallero en el zoco. Una moderada excepción será Roberto Arlt. De su viaje a mediados de los años 30, registrará algunas observaciones sobre la sociología marroquí; también traerá material para los cuentos que descargará más tarde en su volumen El criador de gorilas (1941). Aunque ya por entonces la política argentina estaba tan enrarecida, que sus lectores no se mostrarán especialmente interesados por problemas laborales árabes: se quedarán con las descripciones de mercados, de cordeleros, de Rahutia la bailarina y de fabricantes de babuchas. Estos últimos, como se verá luego, también protagonizaron el anecdotario de Enrique Santos Discépolo; y en realidad, poco más es lo que se conoce del viaje del autor de Yira… yira… por Marruecos.


Los biógrafos destacaron aquellos días de 1935 y 1936 que pasara Discépolo en Europa, al frente de un espectáculo musical; pero casi no existen datos concretos de la escapada que hiciera hasta el norte de África. No está explicitado, por ejemplo, el motivo que lo llevó a estas tierras. Es de creer que para Discépolo y su esposa, la cantante Tania, el cruce de España a Marruecos fue una excursión más, un paseo que les permitió el tiempo libre entre teatro y teatro. No obstante, queda la sensación de que hubo motivos más recónditos.

Tania (que era toledana) ya contaba con una lejana experiencia marroquí. De esta forma la recordaba en diciembre de 1972, en declaraciones para el diario La Opinión:

Vinimos a la Argentina en 1924 con la Troupe Ibérica. Yo tenía diecisiete años y, entre otros, venía Pablo Palitos. Antes habíamos ido a Francia, al Marruecos español y al Marruecos francés. En el grupo había bailarines, acróbatas, cantantes; en fin, todas las atracciones. En esas giras yo viajaba con mi mamá, pero a la Argentina ya me vine casada con uno de los bailarines de la troupe.

Un divorcio nos despeja de este primer marido; vayamos al segundo, a Discépolo. Jamás había salido de Sudamérica. De una acotada Sudamérica, porque en realidad fuera de la Argentina solo conocía hasta entonces algo del Uruguay y un poco de Chile. Desde luego, todo en este recorrido por Europa lo deslumbra; todo, excepto París. Después definirá cada sitio con frases extrañamente bellas: Lisboa “parece una postal sobre un hecho de sangre”; una sala de Coimbra le da la impresión de contar con “grandes mariposas negras batiendo las alas” (se refiere a los espectadores agitando sus capas en señal de aprobación); Toledo es “un sueño retrospectivo”; las casas de Madrid “sirven de pretexto para echarse a la calle”; en Barcelona “hablando castellano, a veces, se hace uno entender”; Sevilla es “la fiesta del perfume”; la cartuja de Valldemosa (en donde examina la celda de Chopin), “despiadadamente triste”.

Y un día, hallamos a la pareja en Tetuán. Para Discépolo, que en cada punto de su periplo buscaba (y hallaba) analogías con Buenos Aires, sobrepasar el sur de Tánger equivalía a enfrentarse a un mundo distinto y misterioso. Se trataba de un anhelo romántico: Marruecos era lo más aproximado a Las mil y una noches que él podía aspirar. No buscaba lanzarse al desierto, ni explorar los picos del Anti-Atlas; él no era un aventurero. Quería recorrer calles estrechas y tortuosas y cruzadas de pared a pared por arcos; quería ver casas blanqueadas, ir a tiendas, tomar un café y que lo atendiera un camarero con atuendo típico. Quería comprobar por sí mismo el exotismo urbano que divulgaban novelas, revistas ilustradas y traveltalks, y tal vez la propia Tania.

Para ella, en cambio, significaba el reencuentro con un pasado que, evidentemente, la perseguía.


El testimonio que nos dejara Discépolo sobre Marruecos formó parte de una serie de charlas radiofónicas que el autor brindó en 1936, luego reunidas un tanto nebulosamente bajo el título Apuntes a mi vuelta de Europa. Dice uno de sus párrafos:

Las casas parecen telones remendados. A la gente no la pude ver porque iba envuelta en ropa. Marruecos parece una enorme tienda de ropa vieja en la que de pronto los trajes se han echado a andar por su cuenta.

La imagen es simpática, aunque enoja un poco pensar que, pudiendo hablar de tantas cosas, Discépolo se preocupe por comparaciones textiles. Pero ocurre que las impresiones de su viaje son todas así: breves, con vocación por la metáfora, y por ello escasamente periodísticas.

No sabemos con qué información arribó el poeta a Tetuán, por entonces capital del Protectorado; lo cierto es que encontró una ciudad enorme y laberíntica, y seguramente desconcertante. Compleja en su cultura y dotada de un “color local” extraordinario, Tetuán tenía la particularidad de hacerle retroceder centenares de años a la vuelta de cada esquina: un siglo entero en la judería, dos en cierto minarete octogonal de la mezquita de El Bacha, tres en las casas de la familia Naqsis, cuatro en los muros de la medina antigua.

Él, que lo ve todo, solo prefiere reseñar una tarde en el mercado.

En Tetuán salí a comprarme unas babuchas. Me fui al barrio morisco de los mercaderes. Al entrar en un tugurio subterráneo, un viejo babuchero me ofreció su mercadería. Mientras yo elegía entre las babuchas bordadas, un gramófono destartalado de aquellos con bocina que se usaban hace veinte años, empezó a moler las notas de Yira… yira… Y mientras el gramófono tocaba, el babuchero, que era un viejo judío sefardita, se puso a tararear en su media lengua hebrea-hispano-morisca: “Cuando la suerte que es grela / fayando y fayando / te largue parao…

De ser estrictamente reales las palabras de Discépolo (y no digo que no lo sean: la anécdota es probable, es admisible, y hasta creo en ella; lo que digo es que peca de excesiva felicidad), nosotros, como espectadores, asistimos a una de las circunstancias más dramáticas de su vida.

Hecha la revelación, Discépolo, agradecido y turbado, prosigue el relato. Su estilo nos recuerda que originalmente estaba dirigiéndose a radioescuchas:

Al oír estas palabras que yo había escrito hacía mucho tiempo y a varios miles de kilómetros de distancia… al oírlas allí en Tetuán y en boca de aquel anciano babuchero, sentí que una emoción extraña me hacía un nudo en la garganta. Y al salir de allí dí por bien empleados los desvelos que me habían costado mis tangos. Todos eran poco para pagar aquel momento que me había conmovido hasta las lágrimas…

Podemos reconstruir todo: el zoco tetuaní, el tabuco perdido entre los demás locales, la caótica exposición de chinelas, el anciano babuchero del Sefarad (estriado y barbado), su conversación en dialecto haquetía, la victrola desvencijada, el disco de pasta.

Solo nos falta un detalle: casi todo el resto de Marruecos, invisible para Discépolo a partir de este momento.

© 2011, Héctor Ángel Benedetti