sábado, 17 de abril de 2010

Un castillo en Villa Lago Epecuén

A seiscientos veinte kilómetros al sudoeste de Buenos Aires, frente al lago Epecuén, existió un hermoso castillo edificado en los años ’20. El desborde descontrolado de las aguas en 1985 lo redujo a escombros. Informa la Secretaría de Turismo de la Municipalidad de Adolfo Alsina (Carhué): “Fue un chalet de veraneo que hizo construir la arquitecta francesa Ernestina María Leontina Allaire, casada en su patria con un noble polaco apellidado Mestchevsky, coronel de la Legión Extranjera en Francia, quien falleció durante la 1ª Guerra Mundial. Enterada de las bondades terapéuticas del lago, resolvió trasladarse a Carhué, en donde ya estaba su hermano, propietario del Plage Hotel. Su construcción se llevó a cabo entre 1924 y 1925, convirtiéndose en una postal de la villa. Su parque arbolado contenía una reproducción de la gruta de Lourdes, que junto a la edificación era uno de los sitios más visitados…”

Visité lo que queda de Villa Lago Epecuén en febrero de 2010. El pueblo, que antaño fuera un importante destino turístico, después de la gran inundación ha quedado completamente vacío y blanqueado. Del castillo, que era un palacio en miniatura con varios pisos, torres almenadas y ventanas ojivales, solo hay ruinas.






© 2010, Héctor Ángel Benedetti

sábado, 3 de abril de 2010

El tabaco holandés

Blaquier, guardado en un brilloso robe de chambre y apoltronado en su sillón de lectura, repasaba sin interés evidente un libro decimonónico mientras fumaba su pipa favorita de cánula alargada; y en ese aburrimiento estaba cuando de pronto notó que las paredes de su habitación cobraban otras dimensiones y se pandeaban horrorosamente, a la vez que el empapelado estilo William Morris mutaba en un revoltijo de tallos y flores aberrantes que parecían estrangular la cabeza de jabalí, también deformada hasta lo grotesco; las llamas de la estufa eran salamandras danzantes, el jarrón inglés latía como si estuviese animado, y el paisaje de Constable adquiría una profundidad decididamente impropia en un cuadro al óleo.

Poco después todo estaba de nuevo en su sitio y la sonería del reloj sobre la estufa anunciaba las doce.

“Buena porquería resultó este tabaco de Holanda”, se dijo Blaquier observando con preocupación la pipa. Vació las cenizas de la cazoleta, dispersó un poco los leños de la estufa para que se apagasen, y enfiló al dormitorio. Aquella noche tuvo un sueño feliz, sin cuartos alabeados ni jabalíes sonrientes, con empapelados William Morris en estado de perfecta quietud.

Solo tuvo un inconveniente: despertó antes de que amaneciera del todo, convertido en un búho. Pero a fuerza de golpear contra la ventana del dormitorio logró salir y volar hasta el campanario de St. Ambrose.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti