viernes, 27 de mayo de 2011

El norte, el sur

Fue en una milonga suburbana que me advirtieron sobre cierta rivalidad entre los estilos “del norte” y “del sur”. Quien más, quien menos, todos los bailarines han oído hablar de ella y son muchos los que reconocen que ambas corrientes están enfrentadas; alguien los ha aleccionado durante sus primeros pasos hasta conseguir que terminen inscriptos en uno u otro bando. He llegado a oír desprecios recíprocos, bastante crueles por cierto.

Desconozco las más elementales reglas de la coreografía, por lo que soy del todo indigno para opinar sobre esta cuestión de estilos; sin duda es por esta ignorancia que veo más o menos lo mismo en cualquier punto cardinal. Aún así me permito sospechar que no existe una clara definición de qué es el “norte” y qué es el “sur”; y nadie (que yo sepa) se ha preocupado por analizar el origen de semejante rencor.

Tengo delante de mí el mapa de la ciudad de Buenos Aires levantado en 1892 por Pablo Ludwig. Conviene esta antigualla porque es de la época en que florecían muchos lugares de baile. Pues bien; la orientación del plano sugiere que el cartógrafo ya tomaba como eje “natural” de la traza urbana a la Avenida de Mayo y su prolongación en Rivadavia. Así, en dirección al Plata todo es norte, mientras que hacia el Riachuelo todo es sur. El Retiro, Palermo, Villa Alvear, el partido de Belgrano: todo eso es norte. Sur sería San Telmo, la Boca, ambas Barracas, buena parte de San José de Flores, y una lejana Villa del Riachuelo que por su posición pareciera ser una “terra incognita”.

Reitero que esto corresponde a la última década del siglo XIX, cuando los bailongos estaban en plena consolidación. Y quizá fue entonces cuando se originó la diferencia entre norte y sur; sin que surgieran este, oeste, sudeste, nordeste, etcétera, por la sencilla razón de que en el complejo entramado porteño los otros ejes no aparecían tan claros.

Sin embargo, cabe preguntarse si en aquellos años para el baile existiría otra oposición además de la topográfica. Lamento no estar en condiciones de ofrecer una respuesta. En la actualidad puede apoyarse o denostarse a un bailarín diciendo de él que “baila como en el norte”, pero por norte hoy se entiende Villa Urquiza: en 1890 el norte ya eran las Catalinas, cuyos bailes no debían tener virtudes muy diferentes de los que estaban sobre la calle Alsina (estricto sur, si atendemos a esa línea divisoria que significaba la Avenida de Mayo).

Probablemente al principio era nada más que un tema de límites arbitrarios el hecho de que un baile fuera del norte o del sur. Tal vez la discordia llegó luego, en tiempos de una ciudad más expandida, cuando las idiosincrasias de cada barrio quedaron separadas por distancias más generosas.


© 2011, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 13 de mayo de 2011

Mi experiencia castrense

En 1987 llegó el momento de que yo hiciera el servicio militar. Recordemos que en aquel tiempo era obligatorio para nosotros, los varones de dieciocho años de edad; éramos reclutados por sorteo y luego, tras la revisación médica que certificaba nuestra aptitud, mediante un sistema de cupo variable éramos distribuidos entre las tres fuerzas armadas.

Si algo yo tenía en claro entonces, era que no quería ir a vestir un uniforme de fajina y andar haciendo saltos de rana, paso ligero y todo eso a lo que, por puro eufemismo, llamaban “instrucción”. Francamente no me veía montando guardias, ni limpiando el cuartel, ni saludando con la venia a un mero subteniente.

A medida que se aproximaba la fecha del sorteo para la conscripción, empecé a prestar atención a los comentarios de la gente mayor. Escuchaba tonterías tales como que allí aprendería “a ser hombre” (¿cómo, y qué había sido yo hasta entonces?), y que por fin iría a servir a la Patria (¿barriendo la comandancia?). La mayoría de los comentarios favorables hacia el servicio provenían, claro está, de personas que jamás lo habían hecho; o de viejos que ya tenían una visión deformada hacia el romanticismo. En todo caso, el sueño de cualquier pibe en su sano juicio era sacar un número de sorteo bajo. No sabíamos con precisión cuál era el límite, pero calculábamos que más o menos habrían de salvarse los que sacaran hasta el 400; de ahí en más, los primeros números se destinarían a infantería, los siguientes a aeronáutica y el resto a la marina.

La mañana que distribuyeron a la “clase 69” (es decir, a los nacidos en 1969) éramos muchos en el aula del colegio, reunidos con permiso del profesor en torno a una radio portátil. El locutor de la lotería primero decía la últimas tres cifras del número de documento de identidad (“número de orden”) y a continuación informaba lo que había extraído del bolillero (“sorteo”). A veces podía darse una situación confusa, con lo que se detenía el sorteo (el locutor decía “¡rectifico…!”), y se volvían a cantar algunos números.

Empezó el acto. Poco a poco se acercaba el turno de mi documento. Mi mala suerte habitual me hacía suponer que como mínimo habría de tocarme ser paracaidista en la Antártida. Ciertos compañeros iban cayendo víctimas del azar y otros festejaban tras verse favorecidos; la tensión era, en todo caso, insufrible. Algunos rezaban.

De pronto, quedé frente a frente con la verdad.

“Número de orden xxx
“Sorteo, 264”

¡Número bajo! ¡Me había salvado! Salí corriendo del aula anunciando la buena nueva a cada alumno, preceptor, profesor o directivo que encontraba. Una chica del bachillerato me abrazó y me dio un beso.

Sin embargo, faltaba una cosa más para dejar totalmente atrás esa pesadilla: la revisión médica y la firma del documento por la autoridad militar del distrito. Porque si bien no iría al servicio, de todos modos debía pasar por la revisación. Sin embargo, cuando fui a cumplir con el trámite (en la localidad de Ramos Mejía) me enteré que eran tantos los eximidos que ni siquiera hacía falta que me revisen.

Por eso, hoy no tengo interminables anécdotas del servicio militar para aburrir al mundo: toda mi experiencia castrense se limitó al día en que fui a que me estamparan el sello de “No Convocado”.

Aún así me quedó algo que contar: en la fila había un travesti, que iba para que lo exceptuaran. En 1987 esto era tan raro como hallar un gaucho en el Polo Norte.

Y ahora sí, definitivamente, luego de este episodio nada más tengo para decir de mi paso por el ejército.



© 2011, Héctor Ángel Benedetti