miércoles, 26 de abril de 2006

El Universo entre dos cariátides

(Sobre L’Homme et la Terre, 6 volúmenes, de Jean Jacques Élisée Reclus. Versión española de Anselmo Lorenzo, bajo la revisión de Odón de Buen. Barcelona, sin fecha, c. 1915; Casa Editorial Maucci)

Hoy se emplea el vocablo “anarquía” como sinónimo de desorden, incoherencia, caos. Cuando se producen disturbios públicos, la prensa y el vulgo hablan de anarquía; desconocen que los principales ideólogos ácratas —Proudhon, Kropotkin, Bakunin— jamás propusieron una sociedad sin orden. Relacionar tumulto con anarquía es pecar de ignorancia; es cometer el mismo error de quien afirma que para Darwin el hombre desciende del mono, o que para Maquiavelo el fin justifica los medios.

Reclus era geógrafo y anarquista. En el mil ochocientos, ser las dos cosas implicaba ser también otras muchas: escritor, historiador, naturalista, sociólogo, lingüista… Geógrafo, cuando para serlo había que viajar de veras y no bastaba con cursar un profesorado; anarquista, cuando declararlo equivalía a la deportación —cosa que por supuesto sufrió. Era vegetariano; el único otro gran hombre de su generación que lo fue, Tolstoi, también tenía pensamientos libertarios. Reclus rechazaba enérgicamente la monarquía, la magistratura, el clero, el ejército y la policía. Cualquier forma de opresión lo asqueaba. Las teocracias lo ponían fuera de sí.

No debe sorprender, entonces, que los grandes pilares del conocimiento fueran para Reclus la geografía y la historia; ni que ambas disciplinas le dejaran tres enseñanzas fundamentales: primera, que todas las sociedades —excepto las primitivas— se desdoblan en clases diferentes, opuestas y, en tiempos de crisis, enemigas; segunda, que la violación de la justicia exige siempre venganza; tercera, que toda evolución en la existencia de los pueblos proviene del esfuerzo individual y no del Estado. Hay mucho de Spencer en Reclus.

Tales conclusiones aparecen en L’Homme et la Terre (“El Hombre y la Tierra”), un buen ejemplo de aquellos libros en donde el traductor y el revisor, Anselmo Lorenzo y Odón de Buen, son tan importantes como el autor. De ahí la preferencia por la versión española antes que por el original francés. ¿Cómo pensar en el traduttore traditore si ambos eran, a semejanza de Reclus, sabios y anarquistas?

Una página abierta al azar: la 82 del tomo primero. He aquí una descripción de la isla Tristán da Cunha, con su mapa en la hoja siguiente (la isla, vista por el grabador, semeja una madreperla). Dice Reclus y traduce Lorenzo y aprueba Odón: “En cuanto a los insulares encerrados en la prisión natural más temible, la tierra de Tristán de Acunha, rodeada de fríos y de tempestades, gozan cumplidamente de la salud que dan todas las buenas condiciones de higiene, hasta poseen lo que vanamente reclaman los trabajadores de Europa: la comida asegurada”.

Siguiendo con la lectura se deduce que este sitio no es para el autor un modelo utópico (que, en realidad, tampoco halla en alguno de los cinco volúmenes restantes), pero sí un modelo de sus propios artículos enciclopédicos: en un solo párrafo, Reclus practica la referencia geográfica, la noticia social y la denuncia política.

Cabe preguntarse si Reclus, soñador de un mundo mejor, creía en las utopías como instrumentos para un nuevo orden. Las alusiones a los falansterios de Ch. Fourier son magras y ni siquiera pasaron a los índices, que son meticulosos; Icaria, de E. Cabet, es calificada como “cándida, casi pueril”; la Brook Farm, de G. Ripley (una utopía llevada a la práctica en Massachussetts), aparece condenada de antemano al fracaso. La explicación de tan poco entusiasta actitud tratándose de un anarquista es que Reclus desconfiaba de los experimentos aislados, a espaldas de la realidad política; y menos aún le gustaban los que semejaban pequeños monasterios con reglas autocráticas, como la Oneida, de J. H. Noyes, de la que no se habla en ninguno de los seis tomos. Es de creer que hubiera preferido otros intentos mejor comunicados con la sociedad, como dos que por desgracia no llegó a conocer: la Ferrer Colony en 1915 y las comunidades anarquistas españolas en 1933.

En L’Homme et la Terre, estampas y planos tienen su propio valor más allá del texto. Parece que Reclus murió sin haberse puesto completamente de acuerdo con su ilustrador, pero el tema fue bien resuelto y por suerte toda viñeta halló su ubicación justa. Se habían encargado cerca de ochocientos mapas, con el objeto de que el lector visualizara todos los lugares mencionado, pero al final del último tomo el editor francés reconoció la imposibilidad de ejecutarlos a todos. A veces salta un epígrafe acusatorio, como el de una fotografía de las viviendas colectivas de Liverpool que poseen un solo retrete, una sola fuente y un solo depósito de basura para doce casas (tomo quinto, página 359). Incluida con satisfacción de geógrafo, sin alertas, pero con la mágica propiedad de no poder olvidársela una vez vista, surge después una lámina con el “sol de medianoche” en Spitzberg. El lector tampoco pasa por alto que cada capítulo es encabezado por una breve frase, un aforismo; y que luego de cien años de haber sido escrito alguno continúa inquietando. En la sección correspondiente a Latinos y Germanos se lee: “La Historia no ha desertado de las riberas del Mediterráneo”. En la de Inglaterra: “Irlanda es el buitre que devora el cuerpo del Prometeo británico”.

Una década llevó la confección de la enciclopedia. Hoy todos pueden comprobar que en ella importa menos la historia de Fenicia que saber que allí se divinizaba la voluptuosidad; o que el pensamiento de Grecia fue importante, sí, pero que se desarrolló gracias a un elemento religioso poco influyente; o que para comprender los hechos de Roma hay que tener en cuenta que seguían el ritmo de la propia Naturaleza.

Élisée Reclus falleció en 1905, un año después de terminar esta obra monumental. Había pedido a sus colaboradores que reescribieran ciertos capítulos, pero no le hicieron caso.

© 2006, Héctor Ángel Benedetti

Primera mujer muerta por un automóvil en Bs. As.

(Por Guada Aballe. De su libro Del tiempo de Carlitos: Recuerdos de Gardel y su época, Buenos Aires, Éditions de la Rue du Canon d'Arcole, 2006.)

Teófila Luna era una respetada mujer en los círculos sociales de Buenos Aires. Nacida el 6 de febrero de 1848, fue madre del destacado concejal Alejandro F. Mohr. Nada podía hacer presentir el desgraciado final de esta señora.

A las cuatro y diez de la tarde del sábado 10 de febrero de 1906, el electromóvil nº 16 —un carruaje de la Compañía Nacional de Automóviles, guiado por Doroteo (o Dositeo) Vázquez— marchaba a toda velocidad por la calle Bartolomé Mitre, y sin disminuir su rapidez dobló en la esquina de Montevideo con dirección al Norte.

Teófila cruzaba la calle. El chofer del automóvil quiso hacer una maniobra para evitar atropellarla. A pesar de todo la embistió, y Teófila cayó en tierra, siendo apretada por las ruedas del vehículo. Una ambulancia de la Asistencia Pública acudió al lugar y se llevó a la señora de Mohr, pero sus lesiones internas fueron tan graves que falleció antes de que pudieran llegar.

Sus restos reposan en el Cementerio de la Chacarita.


© 2006, Guada Aballe

jueves, 20 de abril de 2006

Breves leyendas de Loncopué (2º parte)

Las leyendas que se reproducen a continuación se contaban en varios puntos de la región de Loncopué, provincia argentina de Neuquén.

Leyenda de los Entierros Indios. Es creencia de muchos lugares del Sur (y en Loncopué se ha registrado dos veces) que quien halla una sepultura indígena obtiene tesoros fabulosos. La ceremonia de inhumación, eltun, era entre los mapuches un ritual complicado y que variaba entre una parcialidad y otra, aunque todos coinciden, no obstante, en que el difunto podía necesitar algunas de sus pertenencias en el Alhuemapu (País de los Muertos). La mayoría de las tumbas no tenían ningún signo exterior que las distinga, y la propia Naturaleza se encargó de ocultarlas. Por lo tanto, hallar un cementerio indio es algo muy difícil. En cuanto a las formas de concretar cada entierro, Falkner habla de pozos grandes y cuadrados en el que el muerto se colocaba sentado; Verneau menciona montículos de piedra; San Martín, ataúdes hechos con lajas en los fondos de las cuevas (chenques). Vúletin dice que los chenques servían para ocultar tesoros. Y en algunos lugares los cadáveres se superponían formando cruces, en grutas profundas, protegidos por fuerzas enigmáticas. En Loncopué, los que dieron con Entierros Indios debieron cumplir con un requerimiento esencial: marcharse y no volver nunca más al lugar del encuentro. De retornar, perderían toda la fortuna alzada. [En la imagen: Mapuches en una fotografía de 1897, tomada por Hans Steffen.]

Leyenda de los Hombres Plateados. Acontece cerca, en Cuchillo Curá: un cordón pedregoso al Sudeste de Las Lajas, por una laguna, donde hay alturas que llegan a los mil cien metros y formaciones cavernosas como la Cueva del León y la Cueva del Gendarme. La del León tiene una entrada estrecha, que comunica a una vasta gruta. Recogió la leyenda el Prof. Ernesto Moreno. Llegando a la Cueva del León, salió a su paso un habitante de la zona. No era un puestero; sencillamente, tenía su casa por ahí. Moreno le preguntó si iba en la dirección correcta para visitar aquellas formaciones. El hombre respondió: “—Sí, es para allá. Va bien. Éste es el camino. Pero tenga cuidado con los Hombres Plateados…” El guía agregó pocos detalles más. Dijo que eran altos y de caminar lento. ¿A qué se refería cuando hablaba de los Hombres Plateados? Tal vez viera de noche unas osamentas, que obraron de Luz Mala. Tal vez viera personas con trajes adaptados, haciendo mediciones (dentro de la Cueva del León había instrumentos de meteorología, con una recomendación para remitir los datos a una oficina de Buenos Aires). Pero puede ser también que aquel lugareño creyera cabalmente en unos Hombres Plateados. [En la imagen: Estalagtitas en las cavernas de Cuchillo Curá.]

Leyenda del Sátiro de la Heladera. Pasó en 1997. Hacia abril comenzó a crecer el rumor del Sátiro de la Heladera. Apareció en medio de la noche en una casa del Barrio Verde, que está frente al Calvario. Había una señora sola en aquel momento. El Sátiro no la amenazó demasiado. A decir verdad, tampoco se comportó con lascivia. No hubo manoseos, ni violación alguna. El Sátiro (que a este nivel ya es difícil nombrarlo así) se dirigió a la heladera, robó unos pocos alimentos y se marchó. La señora del Barrio Verde hizo una denuncia y tras ella comenzó la más impresionante movilización vecinal que se recuerde en Loncopué. Hubo patrullas nocturnas con armas de fuego, palos, perros y reflectores más potentes que los de la policía. Una noche creyeron verlo escapar por los techos de una escuela; se alborotaron varios vehículos frente al edificio y todas las escopetas de Loncopué estuvieron listas, pero la búsqueda no dio resultado. Incluso mientras un vecino decía localizarlo en un lugar, otro juraba haberlo visto a la misma hora en la otra punta del pueblo. La identidad del Sátiro de la Heladera le fue adjudicada primero a un kinesiólogo. Luego fue un hombre de Chos Malal, del que se decía que podía dominar a los perros con su mirada. Y hacia junio o julio un periódico sureño publicó un artículo sobre el Sátiro de la Heladera, y automáticamente se esfumó la agitación. [En la imagen: Patrulla vecinal.]

Leyenda del Cajón de Manzano. Contaba Alberto Vúletin: “Cajón del Manzano o Cajón Manzano debe su nombre a un manzano que aún existe, más que centenario, razón por la cual no fructifica. Dice la tradición que este manzano fue testigo de bárbaros cautiverios y los indios actuales lo consideran maldito” (en: Neuquén. Nomenclador geográfico del territorio, con traducciones toponímicas, ubicaciones y descripciones geográficas de sus accidentes, Talleres Gráficos Indoamérica, Buenos Aires, 1948; páginas 131 y 132). Cajón del Manzano tenía en aquella época unos 200 habitantes, en su mayoría indígenas. Contaba con una escuela primaria. [En la imagen: Un manzano.]

© 2006, Héctor Ángel Benedetti

jueves, 6 de abril de 2006

El rabdomante Baigorri Velar

Argentina fue la nación de muchas invenciones que dieron la vuelta al mundo, aunque —como ocurre con la mayoría de las grandes ideas llevadas a la práctica— el uso diario se encargó de restarles impacto. El bolígrafo, el secador de pisos, la radiotelefonía comercial, el colectivo, el bastón blanco para ciegos, el tango, la transfusión de sangre, la quiniela clandestina, el revuelto Gramajo, la dactiloscopia y los mates adornados con caracoles fueron inventos argentinos que en algún momento causaron sensación; hoy son tan cotidianos que no asombran a nadie. Otros ya pasaron directamente al olvido, como la correspondencia fonopostal y los pingüinos para servirse vino: también ellos fueron populares, también ellos tuvieron como patria a la Argentina, pero ya no se usan. Entre los de enorme pasmo inicial y rotundo olvido posterior puede citarse otro invento argentino, quizá el más extraño de todos: la máquina de hacer llover del ingeniero Baigorri Velar.

Hay un film con Burt Lancaster que cuenta la historia de cierto pícaro que, exhibiendo extravagantes artificios, en períodos de sequía iba de campo en campo ofreciendo lluvias a cambio de diez mil dólares, hasta que por pura casualidad se desata una borrasca espantosa y sobreviene la catástrofe. Pues bien: lo de Juan Baigorri Velar, ingeniero argentino graduado en la Universidad de Milán, era otra cosa. Este vecino de Villa Luro era experto en el manejo e interpretación de medidores de energía electromagnética. Con ellos descubrió el “Mesón de Hierro”, un aerolito ferroso caído siglos atrás en el Chaco; pero su especialidad consistía en hallar corrientes subterráneas de agua. También estuvo vinculado con la industria petrolífera, trabajando junto al mismísimo General Mosconi. Para 1938 (el año de su ascensión a la fama) era un respetado profesional de muy bien ganado prestigio.

Desde hacía tiempo, el ingeniero venía notando que al encender sus aparatos el cielo se volvía plomizo, e incluso amenazaba con llover. ¿Existiría alguna relación? Le costaba creerlo, pero cada vez era más evidente: ponía en funcionamiento el detector y se nublaba. Llegó un momento en que no tuvo dudas: ¡sus instrumentos eran los causantes! Por alguna razón, “atraían” chaparrones. Investigó con profundidad el asunto y terminó construyendo el sueño dorado de cualquier chacarero: una máquina que provocaba lluvias a voluntad.

Este artilugio poseía dos circuitos, A y B, capaces de generar tanto esas lloviznas tenues que ensucian a los porteños, como asimismo las grandes sudestadas, típicas de Buenos Aires también. Su aspecto general era el de un aparato común de radiotelefonía, rematado por dos antenas. En este punto cesan todas las descripciones, ya que ningún otro conoció jamás la instalación de su interior.

La cuestión es que el ingeniero certificadamente hacía llover. Viajaba hasta campos que ya tenían la tierra cuarteada por tanta seca; su dispositivo les traía el agua del cielo. Santiago del Estero, los alrededores de Carhué, Caucete y otros lugares sedientos probaron con éxito sus pluviosos mecanismos. Incluso logró interesar a una empresa de ferrocarriles, que lo subsidió.

Mientras tanto, el señor Alfredo G. Galmarini, director de Meteorología, lo atacaba diciendo que era un farsante, un charlatán que vivía de la credulidad de la gente. (Seguramente estaba ofendido tras comprobar que los pronósticos de Baigorri Velar eran más precisos que los suyos.) Harto de tanta chicaneada, el ingeniero lanzó un desafío que tuvo en vilo a la población: aseguró que el 3 de enero de 1939 habría una precipitación fabricada por él mismo. Hasta se permitió la broma, alentada por los periódicos, de enviarle un paraguas de regalo a su rival.

Cuando llegó el día, Galmarini contempló el cielo despejado y suspiró. Sin embargo, con el correr de las horas empezó una fuerte convección, a la que siguió inestabilidad atmosférica; se formó una imponente nube en forma de yunque, y finalmente se desató la tormenta. La máquina había triunfado. Grandes y chicos salieron a la calle coreando “Que llueva, que llueva, / Baigorri está en la cueva; / enchufa el aparato / y llueve a cada rato…”

Pero con el tiempo, semejante prodigio fue perdiendo prensa. La Segunda Guerra Mundial pasó a ocupar dramáticamente los titulares. Algo después la máquina llegó a ser noticia una vez más, cuando ofrecieron comprarla de los Estados Unidos; el ingeniero se negó, pero ya no le prestaron la misma atención de antes. Y cuando falleció en 1972, su invento desapareció misteriosamente. Aunque de todos modos, hacía treinta años que nadie hablaba de él.

© 2006, Héctor Ángel Benedetti