martes, 16 de marzo de 2010

El accidentado descanso de Catherine Parr

(Escrito por Guada Aballe para El Sextante de Hevelius).

Catherine Parr (1512-1548), la hija de William Parr y Maude Green, fue una mujer con inquietudes intelectuales en pleno siglo XVI y autora de dos libros; pero fue, es y será siempre recordada por haber sido la sexta esposa de Enrique VIII, con el alucinante detalle de haber sobrevivido al rey como reina viuda. Todo un logro teniendo en cuenta la historia marital del rey más famoso de Inglaterra. Es suficiente decir “la sexta reina” para saber de quién se trata.

El rey Enrique había sido su tercer esposo y, tras enviudar, contrajo matrimonio con Thomas Seymour, hermano de la tercera esposa de su difunto marido (si aquí el lector comienza a complicarse, no desespere, porque aún hay más: con el flamante matrimonio vivía la princesa Elizabeth, hija de Enrique y Ana Bolena, segunda esposa del difunto rey). Pero no es el objeto de este artículo narrar aspectos de la vida de Catherine Parr, sino lo que ocurrió con ella después de su muerte. Como si los protagonistas de la época Tudor quisieran, a través de los siglos, seguir regalándonos historias insólitas.

Catherine murió el 5 de septiembre de 1548 y fue sepultada en la capilla del Castillo de Sudeley, algo natural dado que Sudeley Castle era su residencia.

Por el paso de los siglos y tras vicisitudes por las que atravesó el mencionado castillo durante la guerra civil del siglo XVII, las cuales serían tediosas relatar aquí, la capilla fue deteriorándose y el lugar de sepulcro de Catherine Parr se perdió. Hacia 1752 George Ballard refirió como “desconocido” el lugar de descanso de esta reina, hecho curioso dado el interés que Inglaterra mostró siempre con todo lo relacionado con Enrique VIII.

Pero las cosas no iban a quedar así. En 1782 un tal John Lucas, ocupante de las tierras que incluían las ruinas de esa capilla, por accidente encontró el ataúd de la reina; abrió el plomo y se encontró cara a cara con ella. Expresión correcta, ya que la reina se encontraba en perfecto estado de conservación. Llevaba un vestido costoso y zapatos pequeños. Pudo apreciarse que era de complexión delicada y que había sido una mujer alta. Y podía admirarse su cabello, de una coloración que los ingleses llamaban auburn. (Actualmente se usa ese término para describir una coloración moderada entre marrón y rojo. El vocablo puede traducirse como “castaño”. Y en tiempos medievales también hacía referencia a los cabellos rubios).

A partir de ese momento el cuerpo empezó a llamar la atención de la gente y hay indicios para creer que se abrió el ataúd en varias ocasiones, y que también hubo quejas: un año más tarde los restos ya no estaban en tan buenas condiciones. El vicario insistía en que fuera enterrado nuevamente. Como todos iban a mirar, se le colocó encima una losa de mármol.

Diez años después, en 1782, ocurrió algo lamentable: unos borrachos se pusieron a hacer bromas alrededor del ataúd, decidieron cavarle una tumba y sepultarlo; pero estaban tan ebrios que lo enterraron… boca abajo.

Dos años más tarde el cuerpo estaba otra vez afuera de la capilla. El vicario Tredway Nash pedía que “más respeto sean presentados a los restos de esta amable reina” y deseaba que fuera puesta en un nuevo ataúd para que “al fin su cuerpo pueda descansar en paz”. Como en esa época la capilla se usaba como criadero de conejos, Nash lamentaba que los conejos “rasguñaban muy irreverentemente sobre el real cadáver”. Cubrieron al ataúd con escombros.

En 1817 parecía que iban a mejorar las cosas. Se iniciaron trabajos de restauración en la capilla autorizados por el propietario de Sudeley, Lord Chandos. Buscaron el ataúd, lo encontraron cubierto de hiedra y dañado. Dentro, el esqueleto de la reina. También hallaron la placa original que decía:

KATHERINE PARR
AQUÍ YACE LA REINA CATHERINE, ESPOSA DEL REY ENRIQUE VIII Y ÚLTIMA ESPOSA DE THOMAS LORD SUDELEY GRAN ALMIRANTE DE INGLATERRA Y TÍO DEL REY EDUARDO VI, MUERTA EN SEPTIEMBRE DE 1548


En La sepultaron en la bóveda de Lord Chandos. En 1837 Sudeley tenía nuevo dueño (familia Dent) y se terminó de restaurar la capilla. Sir George Gilbert Scout fue el responsable del diseño del imponente mausoleo que hoy alberga los restos de la reina Catherine Parr tras tantas vicisitudes. En 1862 dicho mausoleo estaba terminado. Hoy es lugar de visita obligada.

Fuentes principales: Weir, Alison: The six wives of Henry VIII; Fraser, Antonia: Las seis esposas de Enrique VIII.

Imperdible: vea Sudeley Castle en:
http://www.sudeleycastle.co.uk/

© 2010, Guada Aballe

jueves, 4 de marzo de 2010

El medicastro Fernando Asuero

Pocas veces Buenos Aires había estado tan irritada como en aquellos días de 1930. La segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen no cumplía con las expectativas de los ciudadanos, y el fuerte apoyo que le brindaran al principio día a día iba decreciendo. El clima inestable no solo se reflejaba en la política, sino también en las minucias de la vida cotidiana. Y en ese marco de nerviosismo y de peligrosos pedidos de soluciones rápidas, una mañana los porteños desayunaron con la noticia de que había desembarcado en el país un médico español llamado Fernando Asuero, algo así como un Salvador de la Humanidad que llegaba para aplicar un insólito método de curación a todo tipo de enfermos.

Asuero había nacido en San Sebastián, Guipúzcoa, en 1886. Como cirujano, aseguraba que con sutiles incisiones en el nervio trigémino, a donde podía acceder desde la nariz, lograba curar cualquier dolencia. El trigémino es el nervio sensitivo de la cara; Asuero decía que en realidad provocaba todos los males del cuerpo humano y que él podía sanarlos; principalmente la parálisis, la artritis, las hemorroides, la sordera y las úlceras. Para ello punzaba el nervio con agujas o estiletes, obteniendo resultados “completos y definitivos”.

El doctor se convirtió rápidamente en un personaje popular. Su pensamiento se divulgaba gracias a reportajes; su retrato ya circulaba en miles de fotografías firmadas; le dedicaban artículos de varias páginas en Caras y Caretas y sus seguidores brotaban por doquier. LR3 Radio Belgrano propalaba La Hora de la Asueroterapia, animada por la orquesta de Antonio Sureda con el cantor Santiago Devin. En este programa debutó un muchacho que después sería conocido como libretista, pero que por entonces escribía poesías: Abel Santa Cruz.

Mientras tanto, todo el mundo hacía cola en el hotel Español, de Avenida de Mayo al 900, para atenderse con Asuero. Cobraba fortunas.

Pero en los círculos académicos comenzaron a sospechar. Se supo que en el Uruguay le habían prohibido la entrada, y esto ya puso en guardia a los médicos argentinos. Tras unas pocas averiguaciones detectaron que lo de Asuero era un fraude hecho y derecho. Había pasado por Cuba en 1929, dejando un prontuario tan grande como la guía de teléfonos de La Habana. Sus ayudantes eran cualquier cosa menos enfermeros; se recuerda a un tal Gómez Llueca, de hermosa traza de timador, y a una secretaria de apellido Garay, que era directamente impresentable. Las instituciones médicas se cansaban de advertir que lo único que mejoraba el “Método Asuero” era la billetera del doctor.

Desde España, intelectuales como Gregorio Marañón, Pío Baroja y José Ortega y Gasset alertaban que Asuero era un embaucador, y hasta desconfiaban de que realmente fuese médico: sus únicos antecedentes comprobables eran que había sido futbolista y que en las canchas lo apodaban Pistón.

Todo esto del trigémino terminó en un escándalo político que puso al descubierto otro de los flancos débiles de la presidencia. Don Hipólito se emperraba en defender la asueroterapia, mientras que los más destacados científicos locales y extranjeros denunciaban que era un fraude descomunal, y que encima este sujeto ni siquiera estaba habilitado para ejercer la medicina en territorio argentino al no haber revalidado su título (un título, por lo demás, bastante difuso). Cuando se propagó que Yrigoyen sería atendido por Asuero, se agregó otro motivo para las hirientes caricaturas y chistes sobre el gobierno que publicaba el diario Crítica.

Los opositores aprovecharon muy bien estas torpezas. Cuando Asuero informó que le regalaría al presidente su estilete de cirujano, anunciaron que ese estilete no era un aparato quirúrgico, sino una herramienta común que se conseguía en cualquier ferretería de España por dieciséis pesetas.

La autoridad presidencial había caído en un pozo. Asuero atendió a Yrigoyen; apenas terminó la sesión, salió Yrigoyen por una puerta, entró la policía por otra y se llevó detenido al médico. A los tres días lo embarcaron por la fuerza y lo deportaron a España.

Tiempo después publicará un libro: Mi viaje a la Argentina.

En lo que iba de 1930 Asuero había agregado su grano de arena en la alterada política del país, resultando una bendición para la oposición sarcástica.

Por ejemplo, circuló una canción satírica llamada El Cuatrigémino; y también hubo un charlestón que se refería al frustrado viaje de Asuero a Montevideo, diciendo algo así como “A Uruguay, guay, yo no voy, Boy…”

El actor Florencio Parravicini llegó a montar un espectáculo titulado, previsiblemente, Nena tocame el trigémino.


Las orquestas de tango no desconocieron el asunto. Por esos años interpretaban Operate el trigémino (tango de Manuel Colominas), Asuero (paso doble de Juan Caldarella), Asueroterapia (de Luis Amengual)… En estas canciones se recomendaba el “Método Asuero” para curarlo todo; incluso la jettatura.

Semanas más tarde, el 6 de septiembre de aquel fatídico año, una revolución depuso a Yrigoyen. Mucho después, en 1942, allá en España, Asuero tranquilamente murió. Su trigémino nada tuvo que ver con ello.

Alcanzó a editar otro libro para defenderse, Ahora hablo yo, en el que escribió: “[…] mi título es tan bueno como el de los otros médicos, y mi ciencia un poco más eficaz”.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti