sábado, 19 de febrero de 2011

La Estrella de la Ensenada

Un gran destino se esperaba para el puerto de la Ensenada de Barragán. Era visto como el más importante punto del movimiento marítimo comercial. El 31 de diciembre de 1872 quedó conectado por ferrocarril con Buenos Aires, gracias a un tendido que en poco tiempo ya partía nada menos que desde atrás de la Casa Rosada (la Estación Central), seguía por un largo viaducto de fierro que bordeaba la barranca del río, pasaba por la Boca y Barracas, cruzaba el Riachuelo a la altura de la calle San Antonio y más adelante doblaba para tomar por la vía que aún se usa, y con mucho tráfico: la de Quilmes y Berazategui. La ciudad de La Plata no existía; al llegar a Pereyra, el tren buscaba Punta Lara y continuaba derecho a metros de la orilla, hasta las cercanías del viejo Fuerte.

Las esperanzas de Ensenada parecieron diluirse cuando se habilitó el puerto de Madero. Pero de todas maneras progresó: continuó siendo lugar de ingreso de mercancías y acompañó el crecimiento regional tras la fundación de su vecina La Plata. Durante las primeras décadas del siglo XX el eje fabril Ensenada-Río Santiago-Berisso, con sus docks, astilleros, industrias, destilerías y frigoríficos, fue consolidándose como sinónimo de trabajo.

Y ese trabajo era, principalmente, de varones. Siendo una zona de alta densidad masculina, fue natural que surgieran prostíbulos. En pleno Ensenada el más importante era La Estrella, y allí se bailaban tangos.

El ferrocarril, que más tarde se articuló con el Oeste y el Sud, proveía una clientela adicional: la del Centro. La Estrella tenía tal renombre que los porteños no dudaban en emprender un viaje de más de sesenta kilómetros para bailar y acostarse en sus instalaciones.

¿Valía la pena? Porque es seguro que, al llegar, los que tenían alguna pretensión experimentaban un ineludible desengaño: La Estrella jamás ascendió de su condición de reducto inmundo, por más que de vez en cuando le dieran una mano de pintura y el boca a boca de sus parroquianos tendiera a favorecerlo. Esto último —su idealización— fue lo que recogieron también, apresuradamente, los cronistas posteriores.

El sistema de La Estrella era el básico. Diez centavos tintineando en la bandeja del mozo garantizaban el derecho a bailar un tango; la demás consumición (incluyendo, desde luego, el sexo), se cobraba aparte.

El baile lo animaba la humilde orquesta de Antonio Curzio, “El Viejo Pucho”. Los grandes (Greco, Arolas, Maglio) preferían la cabecera de aquel viejo ferrocarril; no su punta de rieles.


© 2011, Héctor Ángel Benedetti

viernes, 4 de febrero de 2011

Los Riscos Bayos

Rumbo a Caviahue, Neuquén, por la ruta 26. Una carretera atractiva, que penetra en la tierra de los pehuenes, salpicada de blancos piños inquietos. A partir de determinado punto, atraviesa los Riscos Bayos.

Parecen dientes de piedra que en otra época brotaron para hincarse en las nubes. Su origen es volcánico y solo se conocen otras dos formaciones similares en el mundo: una en México y otra en Turquía.

El color de los riscos es arcilloso-amarillo, tal como su calificativo de bayo bien indica. Algunos riscos mayores recuerdan fortalezas encaramadas en lo agreste. Fabulosas murallas inexpugnables, de almenas cinceladas en la roca dura con el martillo y la paciencia de los siglos. Otros conservan —pese al viento, pese a las lluvias— un tallado natural vagamente zoomórfico, como el risco que se conoce como la “Cabeza del León”.

Los Riscos Bayos se extienden en la lejanía y más allá de su zona propiamente dicha todavía se ven estribaciones menores. En el Salto del Agrio (Trolope) rodean la cascada unos riscos pequeños, castillos en miniatura que afloran del suelo. Aquí, los riscos más grandes juegan a repetir con tosquedad las Torres de Babel pintadas por Brueghel, mientras que los más chicos son menhires altos como una persona.

Entre los Riscos Bayos y el Hualcupén, y desde allí hasta Caviahue, el camino se vuelve sinuoso y florido. Paciendo en la hierba comienzan a distinguirse los piños, los caballos y las vacas. Se cruzan muchos arroyuelos intermitentes que muestran sus lechos de piedra; vierten sus aguas en el Hualcupén.


© 2011, Héctor Ángel Benedetti