domingo, 21 de febrero de 2010

Silva Valdés: sus "Cuentos del Uruguay" (1945)

(Sobre Cuentos del Uruguay: Evocación de mitos, tradiciones y costumbres, de Fernán Silva Valdés. Compañía Editora Espasa-Calpe Argentina, colección Austral nº 538, Buenos Aires, 1945)

Pedro Leandro Ipuche, poeta oriental nacido en Treinta y Tres, descreía del nativismo de Fernán Silva Valdés, poeta oriental nacido en Montevideo, y lo descalificaba diciendo que era un “gaucho de Paso del Molino”. Con esto denunciaba que Silva Valdés pasaba por paisano cuando en realidad provenía de un barrio de la capital. Tal acusación sería justa si el creador de los Romances chúcaros fingiera, pero la verdad es que no lo parece.

Su nombre real era Fernando. Inteligentemente optó por el apócope Fernán, más eufónico para un poeta; y con mayor sabiduría aún descartó su pseudónimo “Juan Corrales”. Dijo que comenzó a escribir a los catorce años, edad a la que casi nadie llega invicto de poesía; a los veintiséis, devenido en un literato brillante, pudo ver cómo una imprenta componía su apellido en una portada. Sabía escoger títulos: su libro inicial (1913) se llamó Ánforas de barro; el segundo (1917), Humo de incienso; el tercero (1921), Agua del tiempo. Fue miembro de la Academia Nacional de Letras, pero salió airoso de este trance.

Quizá de Silva Valdés se evoquen, antes que sus narraciones, sus poemas; y antes que sus poemas, sus canciones criollas y sus tangos. Alguien lo despreció por ello. ¿Qué clase de académico —debían preguntarse por los pasillos— admite haber bailado en peringundines del barrio Unión? Por suerte hoy no se discute su jerarquía, salvo por el sujeto de café literario que no tolera la convivencia de los autores “sagrados” con los “populares”.

Cuentos del Uruguay no tuvo la misma difusión de otras publicaciones de Silva Valdés. Apareció en la célebre colección Austral, una de las maravillas en la historia editorial del siglo XX. No porque estos libritos albergaran un aparato crítico riguroso, ni tuvieran características para convertirlos en piezas de bibliófilos; sino porque recorrer su catálogo aún causa placer. Allí están (y en muchos casos, quedaron) La astronomía en el Antiguo Testamento de Schiaparelli, La ciudad y las sierras de Eça de Queiroz, los Rincones de la historia de Maura y Gamazo, las Leyendas suizas seleccionadas por Keller, el Tercer viaje para el descubrimiento de un paso por el noroeste del almirante Parry, el Kwaidan de Hearn, y casi dos mil títulos más. Después de Silva Valdés no hay mucho más sobre Uruguay, salvo una biografía de Fructuoso Rivera, un florilegio de Juana de Ibarbourou, una sección en la Poesía popular y tradicional americana de Lidia R. de Jijena Sánchez, y alguna que otra cosilla suelta por ahí.


Para el lector acostumbrado a los relatos camperos de la orilla occidental del Plata, estos Cuentos del Uruguay no presentan grandes sorpresas descriptivas. Las diferencias son módicas: el río Yi en lugar del Salado, Tacuarembó en vez de Areco, alguna palabra que deberá dilucidarse en el vocabulario del final, un juego de truco más florido. Pero en muchas ocasiones las referencias de lugar y tiempo son tan imprecisas que estos cuentos bien podrían acontecer tanto en la Banda Oriental como en la Argentina e incluso en el sur brasileño. El autor, por afinidad, escogió Uruguay; eso ya obliga a encararlos con otro matiz.

Los veintisiete relatos que abraza este volumen tienen un raro semblante poético que los distancia con amplitud de otros autores contemporáneos. Sin embargo, no solo son cuentos camperos los que compila este libro. La ciudad también está presente, y con fuerza. El Uruguay de Silva Valdés es el país todo: campo y urbe, costa y cuchilla.

El primer cuento, “Historia de un rancho y una guitarra”, rompe con el realismo que venía estropeando la literatura oriental y que tanto alarmara a Silva Valdés, al punto de iniciar el prólogo con una invectiva contra este género. La idea de una guitarra devenida en oráculo es interesante, pero predecible; Silva Valdés, en esta narración, da una vuelta de tuerca y hace que el oráculo sea redondamente inútil. Al confiarle una pena la guitarra responde “no me vengás con chicas, yo estoy cortada para cosas grandes”, o “esta historia también la conozco, la tengo anotada en mis voces”. Es lógico que su dueño, irritado, termine tirándola arriba de un carro. Por algún motivo oculto entre los artificios de su escritura (tal vez el recurso de excluir una moraleja edificante), este cuento recuerda a los de Ambrose Bierce.

“Historia de un rancho y una guitarra” es el cuento inaugural y su lectura promete mantener el hálito fantástico por el resto del libro, aunque pocos relatos después Silva Valdés se abre a una variedad temática por demás interesante. Sus puntos cardinales —según su propia declaración— son el mito, la superstición, la leyenda y la descripción de costumbres. Sobre estas cuatro materias gravita Cuentos del Uruguay, pero lo cierto es que el lector terminará recordando “Los niños enlunados”, “Payé”, o aquel del curandero en un arrabal sobre la costa del Cuareim. Es decir, los de ambiente más misterioso; es decir, los primeros cuentos.

El autor era experto en esta atmósfera extraña y a veces sibilina. Ya había probado la fórmula: como testimonios están Poesías y leyendas para niños (1930), Leyendas (1936), Cuentos y leyendas del Río de la Plata (1941) y Leyendas americanas (1945). Casi está de más aclararlo, pero ninguna de sus compilaciones perseguía un fin científico, etnográfico. Silva Valdés prefería la recreación literaria y poco podían importarle la fuente previa o el análisis posterior. Si como folklorista resulta primitivo, como narrador acaba siendo incomparable. Y en esto último está la importancia de sus cuentos.

Tras haberlos leído, todas las personas tienden a reconstruir las mismas imágenes. Dos lectores distintos deducirán al mismo rancho, verán al mismo viejo. Curiosa facultad que tienen varios escritores orientales; Yamandú Rodríguez y José Alonso y Trelles entre otros.



© 2010, Héctor Ángel Benedetti

domingo, 7 de febrero de 2010

Arqueología en un terreno baldío

Hacia enero de 1979, mientras gozaba de mis inmerecidas vacaciones de verano, incorporé una actividad que al principio sería solo una distracción, pero que con el correr de las semanas se transformaría en algo muy importante, llegando a ocupar mañanas y tardes enteras: trepar y vivir en el árbol de mi casa. Se trataba de un típico árbol gomero, de los que tanto abundan en plazas y veredas; este —alto, frondoso, umbrío— moraba en el patio trasero desde hacía décadas. Tenía una historia propia interesante: donde se alzaba este árbol, en realidad se había plantado un rosal; alguien clavó a su costado un palo para que hiciese de tutor, con tan extraña fortuna que el rosal acabó secándose y lo que comenzó a echar raíces fue el palo… para devenir luego en ese enorme árbol gomero.

Aprendí a subirme a él y cada día lo hacía con mayor facilidad, trepándome entre aquella exuberancia hasta alcanzar las ramas más difíciles y alejadas; me abría paso entre la fronda color oliva y llegaba hasta un sector muy tupido de la copa en donde tranquilamente podía quedarme casi todo el día imaginando historias, mirando las nubes a través de un pequeño claro, o tan solo esperando que apareciese un pájaro.

Desde aquella altura, una visión me conquistaba especialmente: la del techo de mi casa. No tenía una escalera que condujese a él, por lo que yo nunca había estado ahí. En mi propio hogar, aquel era un distrito misterioso. Comencé a preguntarme qué ocurriría si desde el árbol yo intentase dar un paso más y saltar a la terraza… Día a día me acercaba más por entre la enramada lujuriante hasta casi tocar la azotea; pero bien dicen que “el viaje no termina con avistar la torre”, por lo que me decidí y no sin alguna dificultad inicial brinqué desde el árbol para llegar hasta ese mundo completamente nuevo para mí; nuevo y exclusivo, ya que ninguna otra persona en la casa quería o podía subir al techo. Este no tenía nada extraordinario, aunque cualquier elemento cobraba allí una relevancia especial y hasta dramática (como una maceta olvidada, o un balaustre suelto cuando en realidad no había ningún balcón), sintiendo la impresión de que aquel era un lugar levemente perturbador. ¿A qué atribuirlo? Quizá a la pequeña sensación de vértigo que me ofrecía el cielo abierto, o a la percepción diferente del paisaje urbano. Desde la terraza podía verse mucho más allá que a nivel de la calle; entre otras cosas, se divisaban las agujas de la iglesia de Lourdes, la vieja chimenea de ladrillo colorado de la papelera, los patios traseros (y hasta entonces no intuidos) de las casas vecinas, algunos edificios altos de los alrededores de la plaza, ciertos tanques de agua con formas caprichosas (en especial uno con forma de nave espacial, perteneciente a una fábrica de la calle Canale), y muchos tejados de la zona, con sus caperuzas, remates, antenas y veletas.

Pero si algo me atraía de modo particular, era la visión del terreno baldío que daba al fondo de mi casa; un lote enorme, tal vez el más grande de la manzana, y completamente abandonado. Su frente daba al Pasaje Fernández, pero estaba cegado por una tapia: por lo tanto, nadie conocía su interior. Y resultó que, evaluado desde el techo, el terreno superaba mis cálculos. Casi todo lo cubría la maleza, aunque entre los yuyos se dejaban ver de tanto en tanto unos montones de escombros y algunas flores de cardo. En su parte más alejada había un cañaveral.

Decidí llegar hasta él bajando desde mi terraza. Una empresa bastante audaz, pero que estaba en condiciones de hacer si cuidaba muy bien donde poner el pie, mientras maniobraba aferrándome a una especie de contrafuerte que tenía la pared del fondo. Y así fue. Cuando me hallé dentro del terreno, me pareció estar viviendo una gran aventura, una expedición por la jungla. Me perdí entre la espesura, buscando abrirme paso entre plantas de altísimos tallos que apartaba para volverse a cerrar tras de mí; me acompañaban unas mariposas que parecían papelitos blancos. Llegué a encontrar entre los pastos unos restos de cimientos y parte de un antiguo piso embaldosado (señal de que alguna vez ese terreno tuvo una edificación); más tarde alcancé la zona de cañas: erguidas y recias tacuaras que habrían de servirme para confeccionar lanzas, cerbatanas y estandartes. Solo un gato o un gorrión rompían a veces mi soledad. Volví a mi casa cuando ya anochecía, muy excitado por la andanza; regresé por el único medio disponible (trepar la pared, llegar al techo, bajar por el árbol) y me preparé para repetir el periplo al día siguiente, pero ya con fines científicos.

Hoy inventan para los chicos toda clase de precauciones; en aquella época, yo me iba por los techos (carentes de barandas y abundantes, en cambio, en cables de luz y esas cosas), subiendo cual mono por entre las ramas de un árbol, y de ahí saltaba a un terreno agreste que era poco menos que un zarzal y al que no podía entrarse desde la calle en caso de una emergencia; y hacía todo esto llevando un cuchillo oxidado o una pala de punta. Nunca me pasó nada, ¿por qué habría de pasarme? Y eso que yo no era ni más ni menos avispado que el resto, aunque a juzgar por mi aspecto algunos pudieran asegurar que sí, que tenía menos luces.

La idea de mi nueva visita era cavar un pozo para ver si hallaba algo. Cualquier cosa, así fuese una lata vieja o un lingote de oro. Honestamente yo prefería el lingote, pero razoné que en ese lugar había más posibilidades a favor de la lata. Comenzé con entusiasmo y a las pocas paladas hallé el primero de varios estratos de mugre, conteniendo un disco long play de etiqueta azul, quebrado en varias partes. Seguí y encontré el segundo nivel: una matrícula de automóvil de la provincia de Buenos Aires. Algo cansado, porque el suelo era más pedregoso a esa profundidad, di luego con la tercera capa, que consistía en un esqueleto de gallina. Y después, la tierra propiamente dicha; tierra libre de toda esa antigua y respetada cochambre, ante la que no pude avanzar demasiado por estar atravesada de raíces.

Otra tarde descubrí un verdadero yacimiento arqueológico. Uno de los lados del terreno daba contra la pared de un taller que fabricaba adornos de yeso y cerámica: miniaturas, estatuillas, medallones, pequeñas molduras, etcétera; aquellos que salían levemente fallados (una minúscula burbuja de aire bastaba para que lo considerasen material a descartar) los arrojaban al terreno desde un ventilete. Al igual que Howard Carter al espiar la tumba de Tutankhamón, yo también vi “cosas maravillosas” cuando entre los pastos encontré la pequeña cabeza de un Tom Sawyer de repisa.

Fue un hallazgo portentoso. El terreno baldío se transformó de golpe en un Valle de los Reyes, en una Pompeya, en una Troya, en una Zimbabue; yo me sentí a la altura de Schliemann, Leakey o Wooley, y más aún cuando al seguir revisando aparecieron un par de hojas de acanto y los fragmentos de otras estatuillas. Recuerdo nítidamente una Madonna muy bien conservada, que luego pinté y regalé a mi abuela; y un pequeño antebrazo con distintivo, que terminaba en una mano con un tambor: tenía no más de tres centímetros y seguramente pertenecía a la figurilla de un músico indio, pero nunca hallé el resto.

¡Qué magníficos tesoros me parecían aquellas esculturas tiradas entre los matorrales del campito! Los buscaba con tesón, y regresaba a mi casa hacia el atardecer de cada día con dos o tres bellísimas piezas: un calendario azteca del diámetro de un vaso, la parte superior de una Venus de Milo, un ánfora etrusca del tamaño de mi mano. También solían aparecer antigüedades más autóctonas. Imposible olvidar un mate con escenas gauchescas y estrofas del Martín Fierro, y un cenicero con la forma del estadio de River Plate, donde se habían disputado los partidos más importantes del todavía reciente campeonato mundial de fútbol. Para explotar debidamente el filón, establecí una “base de operaciones” en un sector algo resguardado de mi terraza, donde construí un refugio con varios ladrillos que encontré en el terreno, más unas ramas secas y un mosquitero con armazón que puse como cubierta, y que resultó muy útil porque servía de tamiz para el fuerte sol veraniego.

Pasé muchas tardes en este cobertizo limpiando y estudiando las tallas obtenidas, hasta que una tormenta grande lo desmoronó.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti