domingo, 27 de junio de 2010

Diez curiosidades sobre Enrique VIII

(Escrito por Guada Aballe para El Sextante de Hevelius).

Casi todos han oído hablar de este rey inglés. Se lo considera el más famoso de los monarcas de Inglaterra y tal vez de las monarquías occidentales. Su figura es conocida y hasta The Simpsons se ocuparon de él. Famoso por haberse casado seis veces, nombrarse Jefe de la Iglesia y por una larga lista de personas ejecutadas durante su reinado, su carácter impredecible y sus caprichos más de una vez cambiaron el curso de la Historia. Pero poco se sabe acerca de los gustos personales de este controvertido personaje.

-- Se interesaba por la medicina e ideó más de treinta remedios caseros para curar distintas afecciones, que iban desde las heridas hasta problemas digestivos.

-- Su guardarropa era espléndido y causaba admiración por lo rico y variado. También le gustaba vestirse a la usanza de otros países: se le vio con trajes de húngaro, turco, ruso, alemán y prusiano. Siempre llevaba las ropas perfumadas con lavanda y agua de azahar, o la fragancia de su propia creación: una mezcla de musk, ámbar gris, azúcar y agua de rosas. Atesoró más joyas que cualquier otro rey inglés y muchas de ellas fueron diseñadas por él mismo.

-- Le gustaba jugar a los bolos, ver carreras de perros, cazar con halcones o perseguir a caballo la presa. Hacía criar caballos para la caza y también para carreras. Fue el primer rey que organizó carreras de caballos que derivaron en las que conocemos hoy en día. Tenía la costumbre de visitar a sus caballos y preocuparse por su salud. Llegó a poseer unos doscientos; su favorito se llamó Canicida, y otro caballo por el cual sintió mucho afecto era Governatore.

-- De los reyes de Inglaterra fue quien mayor talento musical demostró. Sabía leer música. No solo era compositor, sino que también cantaba y tocaba diversos instrumentos: laúd, virginales, regal (una especie de órgano portátil), flauta, cornetto y arpa.

-- Era obsesivo en cuestiones de higiene. En casi todos sus palacios tenía complejos sistemas de baño, tuberías de madera y en Hampton Court había un sofisticado sistema de cañería para agua fría y caliente. Usaba retretes, una novedad.

-- Sus platos favoritos eran: venado, empanada de carne (el famoso game pie inglés), anguilas, lamprea asada, salmón, esturión, abadejo, beef olives (otro plato inglés que se hace con carne), haggis (embutido típipo escocés). Para postres: natillas, tartas, jaleas, crema de almendras. Le gustaban las frutas: peras, manzanas, ciruelas, damascos, y fue el responsable de introducir el durazno en Inglaterra. Amaba las naranjas sobre todo en pasteles y conservas. Se mermelada preferida era la de membrillo y tenía predilección por la jalea de hipocrás.

-- Tenía canarios, ruiseñores y hurones. Pero sus mascotas preferidas eran los perros: beagles, spaniels y galgos. En una ocasión, dos de sus perros —Cut y Ball— se perdieron y él ofreció una gran recompensa para quien se los trajera.

-- Hablaba a la perfección, obviamente además de su inglés, el francés y el latín. Entendía el italiano y algo de español. En 1519 empezó a estudiar griego, pero lo dejó; tal vez por falta de tiempo.

-- Amaba los barcos. Su favorito era el Henry Grace à Deu, conocido como el “Great Harry”.

-- Siempre se mantuvo accesible con sus súbditos. El pueblo podía entrar a palacio cuando había torneos, procesiones o distintas fiestas en la corte y presenciarlas. Los humildes no solamente se acercaban a Enrique para pedirle ayuda, sino para hacerle regalos de toda clase: hierbas, arvejas, zorros vivos, pasteles de naranjas, frutas, faisanes, lampreas asadas, pollos o gallinas. El rey solía ser generoso con los más desposeídos. Nunca perdió la estima de su pueblo a pesar de sus caprichos, las reformas, las ejecuciones y los cambios de esposas.


© 2010, Guada Aballe.

viernes, 25 de junio de 2010

El pueblo de metal

Conservo la memoria vívida, exacta en todos sus detalles, de la época en que estuve haciendo un relevamiento del Ferrocarril Provincial que iba desde La Plata hasta el Meridiano Quinto, en Mira Pampa. Fue durante el primer semestre de 1961, luego que el balance del año anterior, como todos desde hacía décadas, informara que la relación entre gastos del ramal e ingresos del sistema había sido negativa. Las cifras, por demás elocuentes, apoyaban la decisión del Ministerio de cerrarlo definitivamente; y aunque aún no se había anunciado en forma oficial, en la administración ya se sabía que a más tardar hacia julio saldría el decreto determinando la clausura de, por lo menos, los cuatrocientos kilómetros entre Carlos Beguerie y la punta de rieles, pues era el tramo con mayor déficit. Por ser ingeniero de vías y obras, me encargaron recorrer la línea y evaluar qué podía recuperarse tras su inminente desactivación; tarea que debía cumplir en secreto, porque los empleados de aquella sección intuían su futuro y empezaban a inquietarse. El sindicato poco podía hacer mientras no hubiera una notificación formal, pero por precaución la gerencia prefirió que mi peritaje se hiciera en medio de un total hermetismo.

Un martes a las diez de la noche el tren me dejó en una estación que se llamaba Galo Llorente. Catorce paradas había visitado contando desde Mira Pampa, más el jerarquizado edificio del ramal a Pehuajó; ¿qué sorpresa podría esperarme? Sería, pensé, lo rutinario; un informe calcado de los otros. Como muchos puntos del itinerario del Provincial, Galo Llorente no tenía pueblo en torno suyo; pero el ferrocarril le había puesto una importante construcción con la esperanza que algún día se formase allí un caserío. Esto jamás ocurrió, y la estación sobrevivía plantada en campo raso, para un mínimo tráfico de cargas y el casi nulo movimiento de pasajeros. De hecho fui el único en apearse. Me identifiqué ante el jefe (como hiciera con los demás, me limité a decirle que inspeccionaba la enrieladura) y pedí hacer noche allí mismo, para no tener que andar yendo y viniendo desde Carlos Casares o Nueve de Julio. El encargado arregló para mí un catre en una dependencia.

Por la mañana, caminando sobre el terraplén en dirección a La Plata (quiero decir, entre Galo Llorente y Amalia), detecté una irregularidad: había, un kilómetro adelante, restos de un desvío particular del cual no tenía noticias; saliendo de la vía única se dirigía hacia el nordeste y moría tras unos pocos metros. Eso era lo que veía entonces; originalmente debió ser mucho más largo. Como sabe cualquiera que esté iniciado en cuestiones del ferrocarril, construir un desvío no es cosa sencilla ni barata; requiere materiales, mano de obra y tecnología, y desde luego no puede tenderse sin aprobación. Sin embargo ese desvío no figuraba en ningún manual, ni siquiera en los más antiguos; no estaba inventariado y a efectos administrativos no existía. Antes de telegrafiar a la cabecera le pregunté al jefe de Galo Llorente por aquella rareza, ciertamente única. El buen hombre se excusó con inocencia: él hacía solo dos años que operaba en ese paraje; por supuesto que tenía conocimiento del desvío desafectado, pero nunca se preocupó porque sus cambios estaban anulados desde hacía mucho tiempo y, francamente, ignoraba en qué época estuvo activo y quién había sido su propietario. No obstante, quizá comprendiendo que era una lejana y gravísima infracción, me dijo que mejor podría informarme un hombre de la zona; un viejo de apellido Castro, cuidador de un campo vecino que aquella misma tarde, hacia las tres, iría por la estación a retirar una encomienda.

A las tres en punto estaba esa persona por su trámite; treinta años de ver pasar al ferrocarril le habían contagiado puntualidad. El jefe nos presentó: era un criollo antiguo, que venía con ropa de fajina rural; curtido, circunspecto. Su ceño inspiraba, o más bien exigía, el silencio. Entendí que su respeto lo encerraba y le entorpecía cualquier conversación; cuando le pregunté por el desvío, miró el suelo cinco segundos, como buscando las palabras, y lentamente empezó a explicarse.

—Sí; ya sé de qué me está hablando usted. Nací en Quiroga, señor, pero me crié en estos campos; todavía me acuerdo que el tren no estaba la vez que pasó Marcelino Ugarte, y eso que yo era un chico; también me acuerdo de Casares vieja, y de la lluvia que inundó las chacras de La Aurora. ¡Cómo puedo olvidarme del desvío, si trabajé poniéndolo! Fue en el año quince; nos conchabaron a todos porque hacía falta gente. Mi madre, señor, tenía sesenta años y cocinaba para la cuadrilla. El desvío se hizo para llevar materiales hasta una empresa; esto era dos kilómetros adentro. Nadie se enteró a qué se dedicaría ese establecimiento, ni creo que tuviera nombre; o por lo menos no lo supe yo.

Me extrañó que, siendo de la región y habiendo trabajado ahí, después de cuatro décadas y media solo conservara una referencia vaga.

—Lo que fuera, nunca terminó de hacerse; pero llegaron a montar una cosa muy rara. Nos hicieron levantar en medio de la nada un campamento de metal. De metal, como lo oye. Doscientas varas por otras doscientas, y un claro en el centro; todo en fierro de segunda mano, con planchas, barras, varillas, alambres. Tenía casuchas (ni dos iguales) y letrinas; había depósitos, garitas, varios despachos y otras construcciones, algunas sin sentido; recuerdo un vallado de perfiles, que no era muy largo y que terminaba como había empezado: sin cerrarse. Tuvimos que poner un molino, y unos rieles podridos clavados a pique que eran columnas cortas, o quizá palenques. El desvío llegaba hasta el costado de un tinglado que no tenía paredes. Todo estaba colorado por la herrumbre; jamás vi madera o ladrillo. En los pisos de tierra, por donde mirase, topaba uno con escoria, limaduras y piezas más grandes también: bulones, ganchos, bisagras, eslabones; hasta herraduras tiradas había, y eran completamente inservibles. ¿Me cree si le digo que era como una isla de fierro en mitad del campo? Ni los capataces sabían para qué era todo eso. Y como si fuera poco lo extraño, más de una vez aparecieron chucherías en los alrededores. Una estatuita de acero, por ejemplo; figúrese desenterrar algo así mientras se palea un pozo. Y otro día, macheteando pastizales para hacer el terraplén, dimos con una bola que parecía de bronce; bronce macizo y verdinoso, y que tenía una raya profunda pegándole toda la vuelta. Si me atiende la comparación le dire que era como una bocha, pero de medio metro, más o menos. ¿Para qué serviría, por qué estaba ahí? Ni esa vez ni ahora encontramos contestación, aunque (créame) le dedicamos bastante al asunto. Pero no sé si era lo más extraordinario de ese lugar; a mí en realidad me intrigaba aquel asentamiento sin lógica. Parecía más el obrador de un loco que el de un ingeniero. Y para qué negarle que las construcciones nos daban un poco de miedo, porque no las entendíamos; de lejos se veían puestas sobre la llanura casi pelada y formaban una cosa vieja, oxidada, monstruosa. No nos gustaba mirarla de noche, cuando le pegaba la luna. Dos peones desertaron y se fueron a trabajar a otro lado, y supongo que hicieron bien.

Le aseguré que me interesaba visitar el campamento.

—De eso no quedó nada: como le dije, no llegó a funcionar; quedó abandonado y un tornado en el treinta y dos tiró abajo lo poco que se mantenía en pie, y después vinieron unos chatarreros a desmantelar y llevarse el resto. Se hicieron de una buena cantidad, señor; eso se lo puedo firmar. Si nunca terminó de hacerse el establecimiento, habrá sido por lo que pasó al final de aquel mismo año quince.

El viejo lo dijo con un tono conclusivo, pero a propósito dejó abierta nuestra curiosidad y el jefe de la estación le preguntó qué había acontecido.

—Era diciembre; una tarde de mucho calor. Casualmente era la primera vez que mandaban una locomotora al desvío, pero solo para probar. Desde la mañana venían formándose unas nubes gordas, cargaditas; el viento del este trajo unas cuantas más. El aire estaba muy pesado y respirábamos la tormenta. Cuando el cielo se puso negro cayeron unas gotas para aliviarnos, aunque nada del otro mundo; a las siete sentimos un bramido espantoso, y lo que vino a continuación fue terrible. La lluvia no era tanta; eran los rayos, señor. Nunca vi una cosa así. Caían con una fuerza tremenda, uno atrás del otro sobre el campamento; estábamos aterrados y no nos animábamos a guarecernos en las casillas o en los galpones, porque todos los lugares eran alcanzados, y corríamos de aquí para allá sin saber dónde ir. ¿Sabe lo que era eso? Los refucilos parecían quedarse un rato, y algunos se movían sobre los fierros antes de borrarse. Uno cayó sobre una argolla que estaba tirada: la levantó en el aire y la pulverizó. Otro de esos rayos que duraban bastante dio contra el costado de la locomotora y le dibujó una línea de izquierda a derecha, como una gran soldadura. Se olía la electricidad. No teníamos a dónde escapar, pero era claro que las descargas no nos buscaban a nosotros, sino a las construcciones; así que disparamos al campo abierto, y aunque digan que es el peor sitio cuando hay tormenta, no era el caso de aquel día. Vimos una centella que brotó al revés, desde una columna hacia las nubes; también unas chispas que se elevaban para reventar en el aire, y cantidad de relámpagos que se abrazaban al molino, a las vallas, a los perfiles; retumbaban en el techo de las habitaciones, y era un infierno. Mi madre rezaba y todos, peones y capataces, estábamos como petrificados. Una hora habrá durado aquello. Cuando se despejó ya era de noche, y la luna y las estrellas iluminaban otra vez el campamento y lo hacían parecer un fantasma.

Impresionados por el relato, el jefe de la estación y yo no supimos qué decir. Los tres permanecimos callados un instante, una eternidad. Le ofecí un cigarrillo al viejo; no lo aceptó. Luego respiró hondo, esperó otro poco y agregó:

—Hubo algo más, después. Bajo el tinglado, ese que no tenía paredes, estaba la bola de bronce que encontramos haciendo el terraplén. Los rayos se habían ensañado con ella; ahí cayeron más refucilos que en cualquier otra parte. Por algún motivo que nunca nos explicamos, la bola los atrajo más; pero seguía en su sitio cuando volvimos: le veíamos unas marcas negras por las quemaduras, unos manchones como los que quedarían en un cuchillo puesto al fuego, pero ninguna deformación. Se notaba que ya estaba fría, y no sé qué aprensión nos quedaba que nadie quiso ni siquiera tocarla. Uno de los peones (el más chico de los Duarte, que venía de trabajar en Chivilcoy, o en Bragado) decidió alzársela para recuerdo. “Zonceras del muchacho”, pensé; “si de pesada, nomás, mañana la deja tirada otra vez”. Yo estaba mirando a unos metros, señor. El peón, como le cuento, probó de agarrarla; apenas la tocó cayó fulminado.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti.

viernes, 18 de junio de 2010

Argos, perro de Ulises, en un cuento borgeano

Con algunas variantes respecto a su versión definitiva, “El Inmortal”, cuento de Jorge Luis Borges incluido al comienzo de El Aleph, apareció publicado en la revista Los Anales de Buenos Aires nº 12 (febrero de 1947) bajo el título “Los Inmortales”. Dos años más tarde pasó al libro. Pero no importan aquí las diferencias entre una y otra edición, pues no existen discrepancias para la referencia que habremos de analizar; lo antedicho solo es una mención bibliográfica para quienes igualmente deseen un cotejo.

“El Inmortal” se desarrolla en la época de Gaius Aurelius Valerius Diocletianus, emperador que asume en el año 283 y abdica en 305. Son estos años de luchas en el Danubio, de persecución a cristianos, de campañas contra los persas, de reformas administrativas, del edictum de pretiis rerum venalium y de rebeliones en Egipto.

Que yo recuerde, mis trabajos comenzaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Dioclecíano era emperador.

Marco Flaminio Rufo es el personaje de esta historia: un tribuno que ha conseguido beber del “río secreto que purifica de la muerte a los hombres”. En la parte III se incluye el siguiente párrafo, que remite a la Odisea de Homero:

La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo.

Para poco más adelante agregar, en uno de esos esclarecimientos tan contundentes de la literatura borgeana:

Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol. Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta. Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.

Claro está, el troglodita recuerda ser Homero y haber bebido, también él, de ese río mágico que otorga la inmortalidad.

Si bien se puso en duda varias veces, hay una tendencia a aceptar que la Odisea fue compuesta cerca de una generación después que la Ilíada, que está fechada hacia el 725 a. de C. Flaminio encuentra a Homero en la época de Dioclecíano; el cómputo de Borges (mil cien años) es, por lo tanto, exacto.


* * *


El perro Argos aparece en el poema homérico en el momento en que Ulises está ante las puertas del que fuera su palacio. Ha vuelto irreconocible de su largo viaje; todos le dan por muerto y nadie ve al antiguo rey de Ítaca en su figura de pordiosero. Solo le distingue, precisamente, su perro. Veamos cómo nos lo cuenta Homero (Odisea, XVII, 290-327):

Tal hablaban los dos entre sí cuando vieron un perro
que se hallaba allí echado e irguió su cabeza y orejas:
era Argos, aquel perro de Ulises paciente que él mismo
allá en tiempos crió sin lograr disfrutarlo, pues tuvo
que partir para Troya sagrada. Los jóvenes luego
lo llevaban a cazas de cabras, cervatos y liebres,
mas ya entonces, ausente su dueño, yacía despreciado
sobre un cerro de estiércol de mulas y bueyes que habían
derramado ante el porche hasta tanto viniesen los siervos
y abonasen con ello el extenso jardín. En tal guisa
de miseria cuajado se hallaba el can Argos; con todo,
bien a Ulises notó que hacia él se acercaba y, al punto,
coleando dejó las orejas caer, mas no tuvo
fuerzas ya para alzarse y llegar a su amo. Éste al verlo
desvió su mirada, enjugóse una lágrima, hurtando
prestamente su rostro al porquero, y al cabo le dijo:
“Cosa extraña es, Eumeo, que yazga tal perro en el estiércol:
tiene hermosa figura en verdad, aunque no se me alcanza
si con ella fue también ligero correr o tan sólo
de esa clase de canes de mesa que tienen los hombres
y los príncipes cuidan, pues suelen servirles de ornato”.
Repondístele tu, mayoral de los cerdos, Eumeo:
“Ciertamente ese perro es del hombre que ha muerto allá lejos
y si en cuerpo y en obras hoy fuese lo mismo que era,
cuando Ulises aquí lo dejaba al partirse hacia Troya,
pronto echarás tú mismo de ver su vigor y presteza.
Animal que él siguiese a través de los fondos umbríos
de la selva jamás se le fue, e igual era en rastreo.
Mas ahora su mal le ha vencido: su dueño halló muerte
por extraño país; las mujeres de él no se acuerdan
ni le cuidan; los siervos, si falta el poder de sus amos,
nada quieren hacer ni cumplir con lo justo, que Zeus
el tonante arrebata al varón la mitad de su fuerza
desde el día que en él hace presa la vil servidumbre”.
Tal habló, penetró en el palacio de buena vivienda
y derecho se fue al gran salón donde estaban los nobles
pretendientes: y a Argos sumióle la muerte en sus sombras
no más ver a su dueño de vuelta al vigésimo año.


La fidelidad de Argos, que espera tanto para ver a su dueño y enseguida morir, ha sido tomada a lo largo de la historia como un ejemplo de conducta; el perro queda confirmado, así, como símbolo de la lealtad. “Aparece muy frecuentemente bajo los pies de las figuras de damas esculpidas en los sepulcros medievales”, señala Juan-Eduardo Cirlot en su Diccionario de Símbolos; indicación necesaria para introducir la primera función del perro en casi todas las mitologías: la de psicopompo. Ahí están el Anubis egipcio, el Cerbero guardián del Hades, el Xolotl de las tradiciones aztecas y el perro del alquimista chino Wei-Po-Yang. Para muchas culturas, el perro no solo es compañero en la vida: también lo es en la muerte.

Pero en la relación “Argos (perro – lealtad) / Homero (poeta – inmortalidad)” que hace Borges, existe una similitud inquietante con un simbolismo oriental que registraron Chevalier y Gheerbrant en un diccionario análogo al del mencionado Cirlot. Se trata de una creencia china en la que el perro acompaña con irreprochable puntualidad a Inmortales como Han-Tsen o el Gran Venerable. El único punto de contacto entre el símbolo chino y el Argos de Homero es la fidelidad; con el Argos del cuento de Borges, en cambio, esta unión es doble: lealtad e inmortalidad.


* * *


Claudio Eliano, “autor romano en lengua griega” al decir de Filóstrato, anota en su Historia de los animales (llamada en latín indistintamente De Natura Animalium e Historia Animalium) una interesante observación sobre la longevidad del perro Argos (IV, 40):

Lo más que puede vivir un perro son catorce años. Así que Argos, el perro de Ulises y la historia concerniente a el, tienen el aire de ser un divertimento de Homero.

Esta lectura racional que hace Eliano llega a tal punto que luego, al escribir anécdotas de diverso origen sobre el afecto del perro, ni siquiera lo menciona (VI, 25; VII, 10; VII, 40; y XI, 13). Sin embargo, en Eliano mismo surge un pasaje decididamente contrapuesto cuando narra la leyenda de un comerciante y su perro fiel (Fray Luis de Granada, varios siglos después, volvería a referirla en El símbolo de la fe). Cuenta Eliano (VII, 29):

Así que, divino Homero, ni el perro Argos fue una ficción literaria tuya, ni exageración poética, si todo lo que he contado aconteció verdaderamente al hombre de Teos.

No debe sorprender esta falta de coherencia de Eliano. Sus escritos están llenos de citas mal atribuidas, líneas que desdicen lo expuesto con anterioridad, noticias de segunda o tercera mano imposibles de verificar y, por supuesto, una ingente cantidad de datos absolutamente equivocados. Dentro mismo de su fábula del comerciante hay una contradicción, ya que atribuye su patria primero a Colofón y después a Teos. Por ello, las dudas sobre la veracidad del perro Argos y su posterior aprobación deben tomarse como una de las tantas muestras de la caótica —pero entretenida— compilación de Eliano. No hay necesidad de expedirse a favor o en contra de Homero.

Más debe llamar la atención una correspondencia que existe entre los versos donde Homero habla de Argos y unos del poeta latino Tito Lucrecio Caro en De Rerum Natura (II, 352-360):

Pues muchas veces ante los adornados templos de los dioses, al lado del ara donde arde el incienso, cae un novillo degollado, arrojando de su pecho un caliente río de sangre. Pero su madre, deshijada, recorre los verdes montes e intenta reconocer en el suelo las huellas de sus hendidas pezuñas, escudriñando con los ojos todos los parajes, por si puede ver en alguno al hijo que ha perdido; parándose, llena de quejas el frondoso bosque y vuelve sin cesar a mirar al establo, con la nostalgia del hijo clavada en el pecho.

Este paralelismo tan emotivo fue explorado por José Manuel Pabón; su fallecimiento le impidió señalarlo en la edición de la Odisea que tradujo y que post mortem publicara la madrileña Editorial Gredos.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti.

viernes, 11 de junio de 2010

Las 10 peores películas según Medved y Dreyfuss

En 2006 se publicó en este blog la lista de las mejores películas según el “Referéndum de Bruselas” de 1958. En esta ocasión se presenta la otra faz: las peores películas, según una selección hecha por los críticos Harry Medved y Randy Dreyfuss para The Book of Lists, libro de David Wallechinsky, Irving Wallace y Amy Wallace, publicado en 1977. Los breves comentarios adicionales son míos.


1 – Che! (1969). Insoportable película con Omar Sharif en el papel de Ernesto “Che” Guevara, y Jack Palance como Fidel Castro. Hay una escena donde Guevara, como buen argentino, bebe mate; le alcanzan el recipiente, revuelve la yerba con la bombilla, retira la bombilla y se toma de un trago el contenido.





2 – The Conqueror (1956). “Opereta pasada de moda con fondo mongol”, según se lee en The Book of Lists. Esta fallida y soporífera superproducción de Howard Hughes contó con John Wayne haciendo de Genghis Khan.







3 – The Horror of Party Beach (1964). Un clásico de los “autocines” norteamericanos de los ’60. Música de moda, chicas en bikini y monstruos mutantes en la playa. Vean la ilustración que se adjunta…







4 – Lost Horizon (1973). La primera versión, allá por 1937, fue una de las películas más bellas de la historia. La segunda, un desastre. Esta innecesaria “remake” de Horizontes Perdidos fue conocida en el ambiente de los productores de Hollywood como “Inversiones Perdidas”.







5 – Myra Breckinridge (1970). La hermosa actriz Raquel Welch es, en este film, un transexual. En ocasión de su estreno, el crítico Leonard Malvin aseguró que se trataba de “lo peor que puede llegar a ser una película”.







6 – Robot Monster (1953). Engendros extraterrestres cuyas cabezas son cráneos, llevan pieles de gorila y tienen escafandras de buzo. ¿Qué más puede agregarse? Está todo dicho.







7 – Santa Claus Conquers the Martians (1964). Los marcianos secuestran a Papá Noel para llevarlo a su planeta pues los niños de Marte, aunque muy avanzados desde el punto de vista tecnológico, no saben reír. La televisión argentina solía pasarla hasta hace algunos años. Uno de los marcianos se llama Dropo.







8 – Solomon and Sheba (1959). El calvo y recio Yul Brynner como el Rey Salomón; la itálica y pechugona Gina Lollobrigida como la Reina de Saba. Un producto inexplicable teniendo en cuenta el buen oficio de su director King Vidor.




9 – The Terror of Tiny Town (1938). El único “western” de toda la historia del cine protagonizado exclusivamente por enanos.




10 – That Hagen Girl (1947). Un absurdo romance al borde del incesto entre Ronald Reagan y Shirley Temple. Quien luego fuera presidente de los Estados Unidos en dos ocasiones, llegó a decir que esta era la película que hubiera deseado no hacer nunca.


© 2010, Héctor Ángel Benedetti.

viernes, 4 de junio de 2010

"Hacedme sitio, jamón..."

El filólogo californiano Richard Armour (1906-1989), doctorado en Harvard, fue, definitivamente, un escritor prolífico: sesenta y cinco libros dan cuenta de ello; algunos, con títulos tan extraños como A Diabolical Dictionary of Education, o It all Started with Nudes. El surtido temático (que incluye textos de pedagogía, de crítica literaria, compilaciones de poemas propios, análisis del arte, libros infantiles, una autobiografía, etcétera) fue encarado con eficacia y una buena dosis de humorismo, lo que demostró también en infinidad de conferencias. Hoy es común que se lo recuerde —aunque ¡ay! solo en los Estados Unidos— por dos géneros en especial: el verso satírico y la respuesta ingeniosa.

Una vez, allá por los años ’50, Armour recogió una noticia de la New York State Frozen Food Association que decía que en caso de una explosión atómica el mejor refugio sería una cámara frigorífica, pues en ella no podría penetrar la radiación. Inmediatamente, escribió este poema-epitafio:

Hacedme sitio, jamón
y vaca en filetes partida;
mi contador Geiger avisa
que el momento ya llegó.
Sí: a dormir, pues, me echaré
con sueño dulce y profundo;
y si en la muerte me hundo,
al menos me conservaré.
(*)


© 2010, Héctor Ángel Benedetti.


(*): Move over ham and quartered cow / My geiger says the time is now / Now I lay me down to sleep / And if I die, at least I’ll keep. La traducción española, adaptando métrica y rima, pertenece a Antonio Martín (1981).

Santos Unzué

Ruta Provincial 65, entre Nueve de Julio y San Carlos de Bolívar. El último sol del verano, a pleno en la mañana. A mano derecha, la entrada a un pequeño paraje llamado Santos Unzué.

Antes pasaba por allí el Ferrocarril Midland de Buenos Aires. Sus vías fueron levantadas hace muchos años, pero la estación quedó; una bonita estación de ladrillos a la vista, en la que es agradable buscar rincones y detalles: arbustos sombreando el pasillo del lateral hacia Corbett, la pequeña ménsula de nivel del Instituto Geográfico Militar, o una puerta original de su época de gloria. Convertida en establecimiento rural, aprovecharon los galpones de chapa y montaron silos al lado del tanque de agua ferroviario. El cuadro de la estación ahora es lugar de pastoreo de vacas.

Nos vamos. Al retomar el camino, vemos lo único que sobrevivió de las vías en aquella zona: unos pedazos de riel —apenas unos centímetros— asomando en la banquina, como queriendo escapar del asfalto que los cubrió.

© 2010, Héctor Ángel Benedetti

martes, 1 de junio de 2010

Aviso

El autor anuncia que desde el martes 1 de junio tiene abierto otro establecimiento y convida a todos los lectores a visitarlo.

Se llama La Periferia de Angkor y puede hallárselo en el domicilio http://laperiferiadeangkor.blogspot.com/

© 2010, Héctor Ángel Benedetti