Las leyendas que se reproducen a continuación se contaban en varios puntos de la región de Loncopué, provincia argentina de Neuquén.
Leyenda de los Entierros Indios. Es creencia de muchos lugares del Sur (y en Loncopué se ha registrado dos veces) que quien halla una sepultura indígena obtiene tesoros fabulosos. La ceremonia de inhumación, eltun, era entre los mapuches un ritual complicado y que variaba entre una parcialidad y otra, aunque todos coinciden, no obstante, en que el difunto podía necesitar algunas de sus pertenencias en el Alhuemapu (País de los Muertos). La mayoría de las tumbas no tenían ningún signo exterior que las distinga, y la propia Naturaleza se encargó de ocultarlas. Por lo tanto, hallar un cementerio indio es algo muy difícil. En cuanto a las formas de concretar cada entierro, Falkner habla de pozos grandes y cuadrados en el que el muerto se colocaba sentado; Verneau menciona montículos de piedra; San Martín, ataúdes hechos con lajas en los fondos de las cuevas (chenques). Vúletin dice que los chenques servían para ocultar tesoros. Y en algunos lugares los cadáveres se superponían formando cruces, en grutas profundas, protegidos por fuerzas enigmáticas. En Loncopué, los que dieron con Entierros Indios debieron cumplir con un requerimiento esencial: marcharse y no volver nunca más al lugar del encuentro. De retornar, perderían toda la fortuna alzada. [En la imagen: Mapuches en una fotografía de 1897, tomada por Hans Steffen.]
Leyenda de los Hombres Plateados. Acontece cerca, en Cuchillo Curá: un cordón pedregoso al Sudeste de Las Lajas, por una laguna, donde hay alturas que llegan a los mil cien metros y formaciones cavernosas como la Cueva del León y la Cueva del Gendarme. La del León tiene una entrada estrecha, que comunica a una vasta gruta. Recogió la leyenda el Prof. Ernesto Moreno. Llegando a la Cueva del León, salió a su paso un habitante de la zona. No era un puestero; sencillamente, tenía su casa por ahí. Moreno le preguntó si iba en la dirección correcta para visitar aquellas formaciones. El hombre respondió: “—Sí, es para allá. Va bien. Éste es el camino. Pero tenga cuidado con los Hombres Plateados…” El guía agregó pocos detalles más. Dijo que eran altos y de caminar lento. ¿A qué se refería cuando hablaba de los Hombres Plateados? Tal vez viera de noche unas osamentas, que obraron de Luz Mala. Tal vez viera personas con trajes adaptados, haciendo mediciones (dentro de la Cueva del León había instrumentos de meteorología, con una recomendación para remitir los datos a una oficina de Buenos Aires). Pero puede ser también que aquel lugareño creyera cabalmente en unos Hombres Plateados. [En la imagen: Estalagtitas en las cavernas de Cuchillo Curá.]
Leyenda del Sátiro de la Heladera. Pasó en 1997. Hacia abril comenzó a crecer el rumor del Sátiro de la Heladera. Apareció en medio de la noche en una casa del Barrio Verde, que está frente al Calvario. Había una señora sola en aquel momento. El Sátiro no la amenazó demasiado. A decir verdad, tampoco se comportó con lascivia. No hubo manoseos, ni violación alguna. El Sátiro (que a este nivel ya es difícil nombrarlo así) se dirigió a la heladera, robó unos pocos alimentos y se marchó. La señora del Barrio Verde hizo una denuncia y tras ella comenzó la más impresionante movilización vecinal que se recuerde en Loncopué. Hubo patrullas nocturnas con armas de fuego, palos, perros y reflectores más potentes que los de la policía. Una noche creyeron verlo escapar por los techos de una escuela; se alborotaron varios vehículos frente al edificio y todas las escopetas de Loncopué estuvieron listas, pero la búsqueda no dio resultado. Incluso mientras un vecino decía localizarlo en un lugar, otro juraba haberlo visto a la misma hora en la otra punta del pueblo. La identidad del Sátiro de la Heladera le fue adjudicada primero a un kinesiólogo. Luego fue un hombre de Chos Malal, del que se decía que podía dominar a los perros con su mirada. Y hacia junio o julio un periódico sureño publicó un artículo sobre el Sátiro de la Heladera, y automáticamente se esfumó la agitación. [En la imagen: Patrulla vecinal.]
Leyenda del Cajón de Manzano. Contaba Alberto Vúletin: “Cajón del Manzano o Cajón Manzano debe su nombre a un manzano que aún existe, más que centenario, razón por la cual no fructifica. Dice la tradición que este manzano fue testigo de bárbaros cautiverios y los indios actuales lo consideran maldito” (en: Neuquén. Nomenclador geográfico del territorio, con traducciones toponímicas, ubicaciones y descripciones geográficas de sus accidentes, Talleres Gráficos Indoamérica, Buenos Aires, 1948; páginas 131 y 132). Cajón del Manzano tenía en aquella época unos 200 habitantes, en su mayoría indígenas. Contaba con una escuela primaria. [En la imagen: Un manzano.]
Leyenda de los Entierros Indios. Es creencia de muchos lugares del Sur (y en Loncopué se ha registrado dos veces) que quien halla una sepultura indígena obtiene tesoros fabulosos. La ceremonia de inhumación, eltun, era entre los mapuches un ritual complicado y que variaba entre una parcialidad y otra, aunque todos coinciden, no obstante, en que el difunto podía necesitar algunas de sus pertenencias en el Alhuemapu (País de los Muertos). La mayoría de las tumbas no tenían ningún signo exterior que las distinga, y la propia Naturaleza se encargó de ocultarlas. Por lo tanto, hallar un cementerio indio es algo muy difícil. En cuanto a las formas de concretar cada entierro, Falkner habla de pozos grandes y cuadrados en el que el muerto se colocaba sentado; Verneau menciona montículos de piedra; San Martín, ataúdes hechos con lajas en los fondos de las cuevas (chenques). Vúletin dice que los chenques servían para ocultar tesoros. Y en algunos lugares los cadáveres se superponían formando cruces, en grutas profundas, protegidos por fuerzas enigmáticas. En Loncopué, los que dieron con Entierros Indios debieron cumplir con un requerimiento esencial: marcharse y no volver nunca más al lugar del encuentro. De retornar, perderían toda la fortuna alzada. [En la imagen: Mapuches en una fotografía de 1897, tomada por Hans Steffen.]
Leyenda de los Hombres Plateados. Acontece cerca, en Cuchillo Curá: un cordón pedregoso al Sudeste de Las Lajas, por una laguna, donde hay alturas que llegan a los mil cien metros y formaciones cavernosas como la Cueva del León y la Cueva del Gendarme. La del León tiene una entrada estrecha, que comunica a una vasta gruta. Recogió la leyenda el Prof. Ernesto Moreno. Llegando a la Cueva del León, salió a su paso un habitante de la zona. No era un puestero; sencillamente, tenía su casa por ahí. Moreno le preguntó si iba en la dirección correcta para visitar aquellas formaciones. El hombre respondió: “—Sí, es para allá. Va bien. Éste es el camino. Pero tenga cuidado con los Hombres Plateados…” El guía agregó pocos detalles más. Dijo que eran altos y de caminar lento. ¿A qué se refería cuando hablaba de los Hombres Plateados? Tal vez viera de noche unas osamentas, que obraron de Luz Mala. Tal vez viera personas con trajes adaptados, haciendo mediciones (dentro de la Cueva del León había instrumentos de meteorología, con una recomendación para remitir los datos a una oficina de Buenos Aires). Pero puede ser también que aquel lugareño creyera cabalmente en unos Hombres Plateados. [En la imagen: Estalagtitas en las cavernas de Cuchillo Curá.]
Leyenda del Sátiro de la Heladera. Pasó en 1997. Hacia abril comenzó a crecer el rumor del Sátiro de la Heladera. Apareció en medio de la noche en una casa del Barrio Verde, que está frente al Calvario. Había una señora sola en aquel momento. El Sátiro no la amenazó demasiado. A decir verdad, tampoco se comportó con lascivia. No hubo manoseos, ni violación alguna. El Sátiro (que a este nivel ya es difícil nombrarlo así) se dirigió a la heladera, robó unos pocos alimentos y se marchó. La señora del Barrio Verde hizo una denuncia y tras ella comenzó la más impresionante movilización vecinal que se recuerde en Loncopué. Hubo patrullas nocturnas con armas de fuego, palos, perros y reflectores más potentes que los de la policía. Una noche creyeron verlo escapar por los techos de una escuela; se alborotaron varios vehículos frente al edificio y todas las escopetas de Loncopué estuvieron listas, pero la búsqueda no dio resultado. Incluso mientras un vecino decía localizarlo en un lugar, otro juraba haberlo visto a la misma hora en la otra punta del pueblo. La identidad del Sátiro de la Heladera le fue adjudicada primero a un kinesiólogo. Luego fue un hombre de Chos Malal, del que se decía que podía dominar a los perros con su mirada. Y hacia junio o julio un periódico sureño publicó un artículo sobre el Sátiro de la Heladera, y automáticamente se esfumó la agitación. [En la imagen: Patrulla vecinal.]
Leyenda del Cajón de Manzano. Contaba Alberto Vúletin: “Cajón del Manzano o Cajón Manzano debe su nombre a un manzano que aún existe, más que centenario, razón por la cual no fructifica. Dice la tradición que este manzano fue testigo de bárbaros cautiverios y los indios actuales lo consideran maldito” (en: Neuquén. Nomenclador geográfico del territorio, con traducciones toponímicas, ubicaciones y descripciones geográficas de sus accidentes, Talleres Gráficos Indoamérica, Buenos Aires, 1948; páginas 131 y 132). Cajón del Manzano tenía en aquella época unos 200 habitantes, en su mayoría indígenas. Contaba con una escuela primaria. [En la imagen: Un manzano.]
© 2006, Héctor Ángel Benedetti
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