(Sobre L’Homme et la Terre, 6 volúmenes, de Jean Jacques Élisée Reclus. Versión española de Anselmo Lorenzo, bajo la revisión de Odón de Buen. Barcelona, sin fecha, c. 1915; Casa Editorial Maucci)
Hoy se emplea el vocablo “anarquía” como sinónimo de desorden, incoherencia, caos. Cuando se producen disturbios públicos, la prensa y el vulgo hablan de anarquía; desconocen que los principales ideólogos ácratas —Proudhon, Kropotkin, Bakunin— jamás propusieron una sociedad sin orden. Relacionar tumulto con anarquía es pecar de ignorancia; es cometer el mismo error de quien afirma que para Darwin el hombre desciende del mono, o que para Maquiavelo el fin justifica los medios.
Reclus era geógrafo y anarquista. En el mil ochocientos, ser las dos cosas implicaba ser también otras muchas: escritor, historiador, naturalista, sociólogo, lingüista… Geógrafo, cuando para serlo había que viajar de veras y no bastaba con cursar un profesorado; anarquista, cuando declararlo equivalía a la deportación —cosa que por supuesto sufrió. Era vegetariano; el único otro gran hombre de su generación que lo fue, Tolstoi, también tenía pensamientos libertarios. Reclus rechazaba enérgicamente la monarquía, la magistratura, el clero, el ejército y la policía. Cualquier forma de opresión lo asqueaba. Las teocracias lo ponían fuera de sí.
No debe sorprender, entonces, que los grandes pilares del conocimiento fueran para Reclus la geografía y la historia; ni que ambas disciplinas le dejaran tres enseñanzas fundamentales: primera, que todas las sociedades —excepto las primitivas— se desdoblan en clases diferentes, opuestas y, en tiempos de crisis, enemigas; segunda, que la violación de la justicia exige siempre venganza; tercera, que toda evolución en la existencia de los pueblos proviene del esfuerzo individual y no del Estado. Hay mucho de Spencer en Reclus.
Tales conclusiones aparecen en L’Homme et la Terre (“El Hombre y la Tierra”), un buen ejemplo de aquellos libros en donde el traductor y el revisor, Anselmo Lorenzo y Odón de Buen, son tan importantes como el autor. De ahí la preferencia por la versión española antes que por el original francés. ¿Cómo pensar en el traduttore traditore si ambos eran, a semejanza de Reclus, sabios y anarquistas?
Una página abierta al azar: la 82 del tomo primero. He aquí una descripción de la isla Tristán da Cunha, con su mapa en la hoja siguiente (la isla, vista por el grabador, semeja una madreperla). Dice Reclus y traduce Lorenzo y aprueba Odón: “En cuanto a los insulares encerrados en la prisión natural más temible, la tierra de Tristán de Acunha, rodeada de fríos y de tempestades, gozan cumplidamente de la salud que dan todas las buenas condiciones de higiene, hasta poseen lo que vanamente reclaman los trabajadores de Europa: la comida asegurada”.
Hoy se emplea el vocablo “anarquía” como sinónimo de desorden, incoherencia, caos. Cuando se producen disturbios públicos, la prensa y el vulgo hablan de anarquía; desconocen que los principales ideólogos ácratas —Proudhon, Kropotkin, Bakunin— jamás propusieron una sociedad sin orden. Relacionar tumulto con anarquía es pecar de ignorancia; es cometer el mismo error de quien afirma que para Darwin el hombre desciende del mono, o que para Maquiavelo el fin justifica los medios.
Reclus era geógrafo y anarquista. En el mil ochocientos, ser las dos cosas implicaba ser también otras muchas: escritor, historiador, naturalista, sociólogo, lingüista… Geógrafo, cuando para serlo había que viajar de veras y no bastaba con cursar un profesorado; anarquista, cuando declararlo equivalía a la deportación —cosa que por supuesto sufrió. Era vegetariano; el único otro gran hombre de su generación que lo fue, Tolstoi, también tenía pensamientos libertarios. Reclus rechazaba enérgicamente la monarquía, la magistratura, el clero, el ejército y la policía. Cualquier forma de opresión lo asqueaba. Las teocracias lo ponían fuera de sí.
No debe sorprender, entonces, que los grandes pilares del conocimiento fueran para Reclus la geografía y la historia; ni que ambas disciplinas le dejaran tres enseñanzas fundamentales: primera, que todas las sociedades —excepto las primitivas— se desdoblan en clases diferentes, opuestas y, en tiempos de crisis, enemigas; segunda, que la violación de la justicia exige siempre venganza; tercera, que toda evolución en la existencia de los pueblos proviene del esfuerzo individual y no del Estado. Hay mucho de Spencer en Reclus.
Tales conclusiones aparecen en L’Homme et la Terre (“El Hombre y la Tierra”), un buen ejemplo de aquellos libros en donde el traductor y el revisor, Anselmo Lorenzo y Odón de Buen, son tan importantes como el autor. De ahí la preferencia por la versión española antes que por el original francés. ¿Cómo pensar en el traduttore traditore si ambos eran, a semejanza de Reclus, sabios y anarquistas?
Una página abierta al azar: la 82 del tomo primero. He aquí una descripción de la isla Tristán da Cunha, con su mapa en la hoja siguiente (la isla, vista por el grabador, semeja una madreperla). Dice Reclus y traduce Lorenzo y aprueba Odón: “En cuanto a los insulares encerrados en la prisión natural más temible, la tierra de Tristán de Acunha, rodeada de fríos y de tempestades, gozan cumplidamente de la salud que dan todas las buenas condiciones de higiene, hasta poseen lo que vanamente reclaman los trabajadores de Europa: la comida asegurada”.
Siguiendo con la lectura se deduce que este sitio no es para el autor un modelo utópico (que, en realidad, tampoco halla en alguno de los cinco volúmenes restantes), pero sí un modelo de sus propios artículos enciclopédicos: en un solo párrafo, Reclus practica la referencia geográfica, la noticia social y la denuncia política.
Cabe preguntarse si Reclus, soñador de un mundo mejor, creía en las utopías como instrumentos para un nuevo orden. Las alusiones a los falansterios de Ch. Fourier son magras y ni siquiera pasaron a los índices, que son meticulosos; Icaria, de E. Cabet, es calificada como “cándida, casi pueril”; la Brook Farm, de G. Ripley (una utopía llevada a la práctica en Massachussetts), aparece condenada de antemano al fracaso. La explicación de tan poco entusiasta actitud tratándose de un anarquista es que Reclus desconfiaba de los experimentos aislados, a espaldas de la realidad política; y menos aún le gustaban los que semejaban pequeños monasterios con reglas autocráticas, como la Oneida, de J. H. Noyes, de la que no se habla en ninguno de los seis tomos. Es de creer que hubiera preferido otros intentos mejor comunicados con la sociedad, como dos que por desgracia no llegó a conocer: la Ferrer Colony en 1915 y las comunidades anarquistas españolas en 1933.
En L’Homme et la Terre, estampas y planos tienen su propio valor más allá del texto. Parece que Reclus murió sin haberse puesto completamente de acuerdo con su ilustrador, pero el tema fue bien resuelto y por suerte toda viñeta halló su ubicación justa. Se habían encargado cerca de ochocientos mapas, con el objeto de que el lector visualizara todos los lugares mencionado, pero al final del último tomo el editor francés reconoció la imposibilidad de ejecutarlos a todos. A veces salta un epígrafe acusatorio, como el de una fotografía de las viviendas colectivas de Liverpool que poseen un solo retrete, una sola fuente y un solo depósito de basura para doce casas (tomo quinto, página 359). Incluida con satisfacción de geógrafo, sin alertas, pero con la mágica propiedad de no poder olvidársela una vez vista, surge después una lámina con el “sol de medianoche” en Spitzberg. El lector tampoco pasa por alto que cada capítulo es encabezado por una breve frase, un aforismo; y que luego de cien años de haber sido escrito alguno continúa inquietando. En la sección correspondiente a Latinos y Germanos se lee: “La Historia no ha desertado de las riberas del Mediterráneo”. En la de Inglaterra: “Irlanda es el buitre que devora el cuerpo del Prometeo británico”.
Una década llevó la confección de la enciclopedia. Hoy todos pueden comprobar que en ella importa menos la historia de Fenicia que saber que allí se divinizaba la voluptuosidad; o que el pensamiento de Grecia fue importante, sí, pero que se desarrolló gracias a un elemento religioso poco influyente; o que para comprender los hechos de Roma hay que tener en cuenta que seguían el ritmo de la propia Naturaleza.
Élisée Reclus falleció en 1905, un año después de terminar esta obra monumental. Había pedido a sus colaboradores que reescribieran ciertos capítulos, pero no le hicieron caso.
Cabe preguntarse si Reclus, soñador de un mundo mejor, creía en las utopías como instrumentos para un nuevo orden. Las alusiones a los falansterios de Ch. Fourier son magras y ni siquiera pasaron a los índices, que son meticulosos; Icaria, de E. Cabet, es calificada como “cándida, casi pueril”; la Brook Farm, de G. Ripley (una utopía llevada a la práctica en Massachussetts), aparece condenada de antemano al fracaso. La explicación de tan poco entusiasta actitud tratándose de un anarquista es que Reclus desconfiaba de los experimentos aislados, a espaldas de la realidad política; y menos aún le gustaban los que semejaban pequeños monasterios con reglas autocráticas, como la Oneida, de J. H. Noyes, de la que no se habla en ninguno de los seis tomos. Es de creer que hubiera preferido otros intentos mejor comunicados con la sociedad, como dos que por desgracia no llegó a conocer: la Ferrer Colony en 1915 y las comunidades anarquistas españolas en 1933.
En L’Homme et la Terre, estampas y planos tienen su propio valor más allá del texto. Parece que Reclus murió sin haberse puesto completamente de acuerdo con su ilustrador, pero el tema fue bien resuelto y por suerte toda viñeta halló su ubicación justa. Se habían encargado cerca de ochocientos mapas, con el objeto de que el lector visualizara todos los lugares mencionado, pero al final del último tomo el editor francés reconoció la imposibilidad de ejecutarlos a todos. A veces salta un epígrafe acusatorio, como el de una fotografía de las viviendas colectivas de Liverpool que poseen un solo retrete, una sola fuente y un solo depósito de basura para doce casas (tomo quinto, página 359). Incluida con satisfacción de geógrafo, sin alertas, pero con la mágica propiedad de no poder olvidársela una vez vista, surge después una lámina con el “sol de medianoche” en Spitzberg. El lector tampoco pasa por alto que cada capítulo es encabezado por una breve frase, un aforismo; y que luego de cien años de haber sido escrito alguno continúa inquietando. En la sección correspondiente a Latinos y Germanos se lee: “La Historia no ha desertado de las riberas del Mediterráneo”. En la de Inglaterra: “Irlanda es el buitre que devora el cuerpo del Prometeo británico”.
Una década llevó la confección de la enciclopedia. Hoy todos pueden comprobar que en ella importa menos la historia de Fenicia que saber que allí se divinizaba la voluptuosidad; o que el pensamiento de Grecia fue importante, sí, pero que se desarrolló gracias a un elemento religioso poco influyente; o que para comprender los hechos de Roma hay que tener en cuenta que seguían el ritmo de la propia Naturaleza.
Élisée Reclus falleció en 1905, un año después de terminar esta obra monumental. Había pedido a sus colaboradores que reescribieran ciertos capítulos, pero no le hicieron caso.
© 2006, Héctor Ángel Benedetti
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