He aquí un libro al que periódicamente se vuelve, pese a que como fuente de consulta resulte arbitrario, superficial, a veces confuso y con frecuencia mendaz: Le vite de’ più eccellenti architetti, pittori, et scultori italiani, da Cimabue insino a’ tempi nostri, de Giorgio Vasari, pintor aretino. La primera edición fue en Florencia en 1550 y estuvo a cargo de Lorenzo Torrentino, impresor ducal.
El padre de Vasari, llamado Antonio, era pariente y locador de uno de los grandes pintores de la Italia central: Luca Signorelli, que fue discípulo de Piero della Francesca, que fue discípulo de Domenico Veneziano, que fue discípulo de Masolino da Panicale, que fue discípulo de Lorenzo Ghiberti. Signorelli había aconsejado un futuro artístico para el pequeño Giorgio y le había prendido al cuello un amuleto contra las hemorragias nasales; agradeciendo estos dos auxilios, Antonio colocó a su hijo en la bottega de Guillermo de Marsillac, especialista en vitrales y en pintura al fresco. Más tarde Giorgio pasó a ser alumno de Miguel Ángel, de Andrea del Sarto y de Baccio Bandinelli.
Convertido él mismo, entonces, en un pintor de buena escuela, y recibiendo por gracia de los Médici una completa formación humanística, se interesó por acudir a los talleres de sus colegas e inquirir todo sobre la historia de los maestros. Por complacer al cardenal Farnesio, volcó sus papeles y sus recuerdos en forma de libro; sin embargo, terminó dedicándoselos a un Médici: a Cosme, duque de Florencia.
Nada menos que Florencia. Sólo Atenas, veinte siglos antes, había conocido una pasión semejante por las bellas artes. Era necesario registrar esta efervescencia.
Para ello se gestaron las Vite; pero estas, si bien hoy parecen impecables desde el punto de vista literario, son difíciles de fiar. Hasta la aparición de un criterio más moderno y científico, esta colección fue una base fundamental para encarar las biografías del Trecento, el Quattrocento y el Cinquecento. Vasari había seguido un orden más o menos cronológico y todavía guardaba alguna credibilidad hacia el siglo XIX; mas luego, exhumando documentos, se comprobó que algunos datos sospechosos estaban completamente errados: el bueno de Giorgio había vivido la época, creciendo en un ambiente donde se respiraba el amor por la cultura; fue contemporáneo de muchos de sus retratados y estudió sus obras con aplicación… y lamentablemente no podía créersele. Pronto se supo que había dejado llevarse por elogios desmedidos o por críticas infundadas, cuando no por habladurías o calumnias.
El caso más patético ocurre en la biografía de Andrea del Castagno. Cuenta Vasari que Andrea, celoso del talento de su compañero Veneziano, lo esperó una noche en cierta esquina cercana a Santa Maria Nuova, y allí lo golpeó con un plomo hasta dejarlo agonizante. Unos que pasaban encontraron el cuerpo tendido y lo llevaron hasta Andrea; Veneziano expiró en sus brazos mientras Andrea negaba todo y fingía llamándolo “hermano mío”. Si esto se conoció, agrega Vasari, fue gracias al propio Andrea por confesión in articulo mortis. Este episodio es uno de los párrafos más célebres de Vasari. Hoy se sabe que Veneziano murió en 1461, cuatro años después que Andrea.
El éxito que tuvieron las Vite obligó a una segunda edición en 1568, corregida y aumentada, de la que derivaron todas las siguientes. En ella se cometió otro atentado: el de colocar las efigies de los personajes sin preocuparse si respondían o no a la cara original. Muchas de estas xilografías se basaron en retratos supuestos, de los que aún hoy se duda. Así, Paolo Uccello se presenta como un anciano jovial de larga barba partida; Botticelli es un jovencito de pelos lacios y rubios (¿cómo, y el rostro que plasmara Filippino Lippi en la Capilla Brancacci?); y el gran Masaccio resulta un sujeto que bien podría servir de modelo para Othello. A veces originó el caso inverso: a partir de alguna carátula de Vasari, se ha buscado en pinturas de los mismos artistas una cabeza más o menos parecida, para adjudicarle condición de autorretrato.
Superada la falta de rigor, queda un libro de hermoso estilo. Su elocuencia es otra; no la del frío archivo que acumula fechas y datos, sino la del humanista que retrata un carácter. Es precursor de Marcel Schwob, es antecedente de Lyton Strachey. Al avanzar en su lectura, se llega a un momento en que ya no importa si Vasari es un historiador o un chismoso: su pluma termina siendo, más allá de todo, encantadora. Y en su descargo podría decirse que otros biógrafos, incluso bien entrado el siglo XX, seguían sin confrontar leyenda con documento.
Débense a las Vite algunos relatos que ya forman parte canónica de la historia del arte. Uno de ellos es el descubrimiento de Giotto por Cimabue, cuando el primero, a la sazón un pastorcito, dibujaba con un guijarro, sobre una roca, el perfil de una oveja. Otro, la anécdota donde Andrea Verrocchio deja de pintar para siempre al ver que su alumno Leonardo lo había superado con creces, pintando un ángel con más gracia que su maestro en el famoso Bautismo de Cristo. Otro, la respuesta que le diera Julio II a Miguel Ángel, cuando éste le consultara sobre qué debía poner en su estatua: si un libro o una espada. Ponme una espada —le ordenó el papa—, yo no sé de letras.
Es una pena que este libro no aporte mucho para el esclarecimiento de algunas dificultades iconográficas. Por ejemplo (y sólo por citar un clásico de este tipo de problemas), algo que permita elucidar si el tema de la Tempestad de Giorgione es realmente una tempestad. ¿Quién no se ha perdido dentro de esta pintura? Existen variadas (y esforzadas) interpretaciones modernas, e incluso se han dedicado no sólo artículos, sino volúmenes enteros al asunto; pero si las Vite hubieran dado tan sólo una pista…
Vasari fue, como muchos en el Renacimiento, un hombre polifacético. De los innumerables visitantes que recibe a diario el Museo de Florencia (la Galleria degli Uffizzi), pocos meditan que están caminando por un edificio diseñado por él.
© 2006, Héctor Ángel Benedetti
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