viernes, 3 de febrero de 2006

Lidia de Cadaqués

Todo o casi todo lo que es Cadaqués y lo que Cadaqués implica (las barcas amarradas en Port-Lligat, una roca del Cabo Creus, cierta postal con una iglesia, unas callejuelas que se abren caprichosas...), rato ha que se fijó gracias a la oportuna intervención de dos sugestiones: por un lado, la del pincel de Salvador Dalí; por otro, la prosa coloquial —y no por ello poco florida— de Eugenio d’Ors, un feliz inquilino de la Real Academia Española.

Ocho palabras, semejantes a primera vista a un “cadáver exquisito” de André Breton, inmortalizaron a Lidia Nogués de Costa, que se creyó Teresa la Bien Plantada y que fue mejor conocida como Lidia de Cadaqués. Ocho palabras, solamente; ya se verá por qué hicieron tanto de Lidia.

Circula por ahí una fotografía suya; el libro, piadosamente, la omite. Nada en ella delataría una musa. Puede vérsela sentada rechonchamente en su silla preferida; aquel cuerpo debió tener bellas curvas femeninas, pero para la época del retrato las curvas ya habían cedido ante las parábolas y aún ante las hipérbolas. Su rostro es el monumento a la inexpresión, de mirada incluso deficiente. ¿Y qué hay de su atavío, al menos? Tampoco; ni siquiera un intento de realzarla.

Mas ¿qué podía importar todo esto, si su porte era otro, y grande? En compensación, Cataluña le había dado cierta solidez meridional, como de eterna matrona; lo que por sí solo, en España, ya es venerable. Luego, su aspecto de vulgar vecina de pueblo quedaba suplido por considerársela una reliquia de villorrio, alguien en quien confesarse o buscar refugio. Y una frase por la que entraría en la historia, cuando en un momento de ira, gritándole a su hijo para que acabase una pelea, fue alcanzada por la Literatura en estas famosas ocho palabras:

—¡La miel es más dulce que la sangre!

Lidia tenía un albergue en Cadaqués; de vez en cuando paraba en él algún joven artista o un escritor de paso hacia Francia. Ni sospechaba de su ingreso al ideario surrealista, y menos que sería gracias a estas ocho palabras emitidas casi irresponsablemente.

“La miel es más dulce que la sangre”. La oración queda. Dalí pintó un cuadro, hoy en paradero desconocido, al que dio este título. (Lorca lo llamaba El bosque de los objetos; estuvo en la colección de Cocó Chanel, hasta que desapareció). El mismo Dalí fue quien ilustró una sobrecubierta y aportó algunas láminas para este libro póstumo de d’Ors. En una de sus tintas, el pintor vio a Lidia como un árbol cabalgando sobre una cabellera; su cabeza son ramas que el viento de tramontana tuerce. Ajeno al portento, en segundo plano, un ángel mayor parece instruir a otro más pequeño. En el fondo se ve la roca del Cucurucú, en la bahía de Cadaqués. Y en un ángulo, con su caligrafía: A Lidia, que nos alberga eternamente en Port-Lligat.

Se ha dicho Teresa la Bien Plantada, lo cual hoy requiere una explicación. Hasta 1920, más o menos, Eugenio d’Ors y Rovira (tal su nombre completo, suplido en los comienzos por el pseudónimo “Xenius”) publicó, como hijo aplicado de Barcelona, en catalán; y fue en este idioma que apareció, en 1912, su más popular novela: La Ben Plantada. (El tiempo se encargó de nivelar toda su obra en un mismo plano, casi secreto fuera del ámbito académico de España: desde Tres horas en el Museo del Prado hasta Molinos de viento, desde la Oceanografía del tedio hasta El valle de Josafat). Pero ocurrió algo extraño con el libro: siendo éste de entera imaginación, varias mujeres creyeron, no obstante, verse reflejadas en el personaje, en aquella Teresa la Bien Plantada, y exigieron su reconocimiento como tal. El propio d’Ors aclaró, haciendo uso de la tercera persona: “Varias mujeres hubo, entre 1912 y 1922, que aseguraron ser Teresa la Bien Plantada. Una de ellas, a Xenius, en ocasión de visitar un manicomio, en compañía del doctor Alzina y Melis, de Bolonia, se le colgó al cuello, prodigándole las expresiones de ternura más obscena. A otra infeliz, una señorita, sus buenos padres la llevaron a la Ciudad de los Dogos, donde acabó alquilando a un gondolero para ella sola, al cual llamaba postizamente «Nando». Este nombre de «Nando», aplicado en el libro a un pescador, en horas en que el autor del relato no pensaba, ni remotamente, en el de Cadaqués [...], dio pretexto a uno de los detalles que despistaron, al orientarla, a Lidia, haciéndole encontrar referencias precisas a sus playas...” (Arriba, Madrid; martes 9 de agosto de 1949. Incluido luego en La verdadera historia de Lidia de Cadaqués, José Janés Editor, colección Botella Errante, Barcelona, 1954; pág. 79).

La vida de Lidia fue bien humilde. En realidad, el libro es retrato de la calle del Call, de un pozo, de un pescador circunstancial, de una tarde de siesta al arrullo de las olas de Culleró.

Hacia el final del libro, d’Ors propone un epitafio:

DESCANSA AQUÍ
SI LA TRAMONTANA LA DEJA
LIDIA NOGUÉS DE COSTA
SIBILA DE CADAQUÉS
QUE POR INSPIRACIÓN MÁGICA
DIALÉCTICAMENTE FUE Y NO FUE
A UN TIEMPO TERESA
LA BIEN PLANTADA
EN SU NOMBRE CONJURAN
A CABRAS Y ANARQUISTAS
LOS ANGÉLICOS


Estas palabras fueron grabadas en una lápida de mármol y hoy están en el cementerio de Agullana. Lo que d’Ors no cuenta es que durante un tiempo la placa no pudo colocarse, pues se la consideraba “poco ortodoxa”.

© 2006, Héctor Ángel Benedetti

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