(Sobre la novela Synnøve Solbakken, de Bjørnstjerne Martinus Bjørnson, premio Nobel de literatura en el año 1903. Christianin, hoy Oslo, 1857; Johan Dahl)
Pocas invenciones literarias provocan la mágica fascinación de esta. Es de las que se leen de una sola vez, de esas que no admiten interrupciones.
Pocas invenciones literarias provocan la mágica fascinación de esta. Es de las que se leen de una sola vez, de esas que no admiten interrupciones.
Autor y título son impronunciables para el desprevenido lector de habla castellana. En una misma edición (por ejemplo: la española de 1947) el nombre de la joven protagonista —y por lo tanto, el propio título de este libro— puede fluctuar entre Synnoeve, Synnœve y Synnöve, según se interrogue la portada, los cabezales o el texto; desde luego que su verdadera grafía es Synnøve.
Tantos diacríticos asustan, es cierto; pero la novela cautiva desde el comienzo. La primera visión que se tiene es la de una colina; una amplia colina verde y luminosa como quizá cueste imaginar en Noruega —país de fiords, de pescadores, de alta nieve escandinava. Solbakken es, precisamente, “colina soleada”, y en ella hay una casa que habita la afortunada familia a la que pertenece Synnøve, una niña al principio. Esta dicha viene porque su posición en la colina es de privilegio: ningún otro lugar en el valle recibe el sol con más generosidad. Pero ¡atención!, porque con este comienzo se está a un paso de caer en Heidi o en un cuadro de Segantini (¿qué tal Mezzogiorno sulle Alpi?), mientras que Synnøve Solbakken es otra cosa.
Vaya si lo es. Se tiene a Synnøve Solbakken como una de las primeras novelas donde la familia campesina es retratada con verosimilitud: este dictamen es más bien una acotación. En sus capítulos no se desdeñan ni el elemento onírico ni las viejas leyendas nórdicas. Hay personajes que no se olvidan y de los que siempre se está esperando una reaparición, como el sirviente indisciplinado; otros viven temerosos de una vieja superstición familiar que adjudica dicha a las generaciones pares y desgracia a las impares, aunque pronto se revela cierta confusión en el cómputo. Son luteranos: “Los dueños de la hacienda eran haugianistas, y los conocían por «los lectores», porque leían la Biblia con más afán que otras gentes”, informa el primer capítulo; allende Noruega, pocos podrán conocer quién fue el reformador Hans Nielsen Hauge y en qué consistía su doctrina.
Ante todo, Synnøve Solbakken es una novela idealista. En otras literaturas, es común que lo bucólico sea pretexto para el más cerrado de los nacionalismos: no aquí. Fue publicada en 1857; faltaban todavía ochenta y tres años para Quisling.
Por suerte, las alucinaciones son otras (son “alucinaciones” en el sentido literal) y cumplen una poderosa función semántica dentro del relato. Pueden parecer pequeñas islas narrativas, meras excusas de Bjørnson para soltar las amarras de su imaginación; y sin embargo, quien las lee se introduce de una manera tan natural, e incluso tan esperada, que forman parte inseparable del hilo conductor. No son consecuencia de este, ni su detonante: simplemente vienen y van con estudiada elegancia, envolviendo de tanto en tanto, en momentos exactos, el curso de los acontecimientos.
Tres desvaríos, como los tres días que deben transcurrir antes de contar un sueño para que éste se convierta en realidad. En el primero, Thorbjørn, enamorado de la rubia Synnøve, se tiende a reflexionar en el claro de un bosque, pero éste cobra a su alrededor una forma monstruosa, con árboles que ríen y hacen preguntas (“Me gustaría saber dónde habéis estado durante el invierno pasado”) y dialogan con las águilas. La segunda pesadilla es el delirio de un golpeado; el mismo Thorbjørn siente que le transportan de una punta a la otra de árboles altísimos, hasta que termina ante un precipicio y allí se remonta mágicamente hasta la colina soleada, hasta Solbakken, donde aguarda Synnøve para llorarlo. Más tarde será la propia Synnøve quien sueñe, y en su sueño en cierto modo repetirá (sin saberlo el personaje, y quizá sin quererlo el autor) la cíclica historia de Romeo y Julieta.
Lejos de descansar solo en estos hallazgos, Synnøve Solbakken es continuamente atractiva. Leerla conmueve; la desgracia de sus personajes se hace intolerable, así como en la dicha se disfruta y sus asombros son desvelos. El destino de las figuras es fácil de intuir, porque su historia es, en definitiva, la misma que con variantes viene repitiéndose desde el Anthia y Abrocomas, de Jenofonte de Éfeso (en Synnøve Solbakken falta el odio irreconciliable entre familias, y el final será otro); lo llamativo, lo que transforma este argumento que por ser atávico el lector ya tiene adquirido, es la belleza con que lo cuenta Bjørnson, los elementos que ha trabajado para conseguir una novela perfecta.
Un párrafo del primer capítulo: “«—Tú no sabes nada de nada» dijo, cierto día, Aslak a Thorbjøn. Y éste le siguió tembloroso, hasta la estancia, para enterarse bien de lo que le iba a decir el otro. «¡Me sé los artículos de la fe!» «¡Bah! Pero si ni siquiera has oído hablar del duende que estuvo bailando todo el día con su novia, hasta que se puso el sol, y que después reventó como una ternera amamantada con leche agria.» Nunca en su vida había oído Thorbjørn tanta sabiduría junta…”
No es fácil encontrar la exacta posición de este libro en la historia de la literatura. No se lo puede considerar un “clásico olvidado”, pues no lo está en Noruega: solo está desatendido fuera de su tierra. Y si bien se lo ha valorado —queda dicho— como una pequeña masterpiece en su género, el grueso del público, puesto a escoger entre noruego y noruego, ha preferido las obras de Ibsen. Esta no es una actitud mala: es una actitud limitada.
Bjørnstjerne Bjørnson recibió el premio Nobel de literatura en 1903. Comentaristas posteriores observaron que el jurado se inclinó por él solo porque Alfred Nobel, muerto hacía ya ocho años, había admirado sus novelas.
© 2006, Héctor Ángel Benedetti
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